lunes, 1 de septiembre de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - Barbarie liberal

Hace una semana murió en Barcelona uno de los editores más admirables de nuestro tiempo. Jaume Vallcorba fundó Acantilado, una editorial perfecta. Sus títulos caminan entre el ensayo y la poesía, la historia y la estética. Cambian de siglo y de cultura, como si nada. El editor no solamente selecciona: alumbra, cuida, reúne. El libro encuentra su lugar en el espacio gracias al editor. Por el peso del papel, la tipografía, el aire y el color de las páginas, la imagen de su cubierta, el libro puede leerse mejor. No: se lee como debe leerse. “Editar, dijo Vallcorba en una especie de testamento intelectual, ha sido para mí, desde el principio, proponer a unos amigos que no conocía una lectura que pensaba que les podía gustar, estimular y enriquecer.” En la edición se mezclan los gustos y los rigores del intelectual, los detalles prácticos del artesano, los ánimos del comerciante. Gracias al editor, los libros dialogan con el lector pero también con otros libros de la misma colección. Internet, lejos de ser, como piensan los ingenuos, el paraíso de la cultura a disposición de todos, puede ser una amenaza: sin marco de selección, sin criterio crítico, sin invitaciones autorizadas, la conversación misma de la cultura sería imposible. “Lo infinito de Internet, como cualquier otro infinito material sin límites, se asemeja peligrosamente al desierto. A un desierto estéril. Es tarea del editor rescatarlo y darle un marco.”
 
 
 
 
 
 

Las reflexiones de Vallcorba sobre la pasión de editar vienen a cuento por la celebración de los 80 años del Fondo de Cultura Económica, una institución crucial de nuestra cultura. Si, por una parte, el Fondo corre el peligro de convertirse en Notimex, hay quien, en el otro extremo, sugiere su desaparición para no estorbarle al mercado. Eso lo ha planteado Leo Zuckermann recientemente (“Se justifica la existencia del Fondo de Cultura Económica?”, Excélsior, 28 de agosto de 2014). Para el columnista, la editorial ya no tiene sentido. Si era útil en 1934, hoy debe dejarse morir para que obre sus prodigios la mano invisible. Pinta un retrato maravilloso de la industria editorial contemporánea: todo se puede publicar, todos pueden publicar, todos tienen acceso a todo. Incluso dice que toda ciudad mexicna tiene su librería. La ingenuidad de Zuckermann es conmovedora. La tecnología nos convertirá a todos en ciudadanos de la república de las letras. Los escritores encontrarán prensa, las editoriales florecerán, los lectores leerán la letra que buscan.


Zuckermann no se percata, por ejemplo, de la distorsión que generan los grandes conglomerados editoriales y los efectos culturales de sus cálculo comerciales. No se da cuenta tampoco que el criterio de lo publicable, lejos de ser más amplio que antes, se restringe por la tiranía de la novedad editorial. Lo notable es que, en su diatriba contra un Estado cultural que describe como ineficiente y elitista, no advierte que el mercado es, también, censor. Lo vio en su tiempo Tocqueville, lo advirtió Octavio Paz. Estalinistas, seguramente los llamaría Zuckermann, porque señalaron que la cultura se encoge trágicamente al colgar del imperio del comprador. El cuidado de las editoriales independientes, la dignidad de una editorial pública son oxígeno vital de nuestro diálogo.

André Schiffrin relató en La edición sin editores (publicado aquí por Era) la catástrofe editorial que Zuckermann celebra con violines. Las editoriales independientes fueron tragadas poco a poco por los inmensos consorcios de la comunicación mundial. No es cierto que se haya expandido el mercado: se ha concentrado. El mercado, ese Dios al que Zuckermann canta, premia la ganancia inmediata y por ello instaura su censura. Si el libro no se agota en un año, no hay razón para publicarlo. Hoy, dice Schiffrin, ninguna editorial publicaría Kafka. No valdría la pena. ¿Quién va perder su dinero poniendo en circulación 800 ejemplares de un libro sobre un tipo que se hace bicho? Mejor un librito sobre los 10 hábitos de la cucaracha altamente eficiente.

La condena del Fondo de Cultura Económica es síntoma de un tipo de liberalismo que se ha abierto paso. Es un liberalismo ideológico y hermético que pasa por alto el escepticismo para repetir en toda circunstancia, las cantaletas de su dogma. Ignorando las saludables prevenciones del liberalismo político, adopta, como palabra divina, la lógica exclusiva del mercado. Es liberalismo para la barbarie.




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Twitter: @jshm00
 
 
 
 
 

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