sábado, 25 de octubre de 2014

Beatriz Pagés - "A México no le interesa los derechos humanos"

Ésta es una sentencia que se repite cada vez más en diferentes partes del planeta.
Y efectivamente, los mexicanos debemos reconocer que el respeto a los derechos humanos y la erradicación, en el ámbito nacional, de la cultura de la corrupción no han ocupado ni ocupan hasta el día de hoy un lugar prioritario en las agendas de los gobiernos y de la iniciativa privada.
Mientras en otros países ya se cuenta con una legislación y una cultura sólida en la materia, en México se siguen considerando temas secundarios y coyunturales que con frecuencia sólo sirven para adornar el discurso.
 
 
 
 
 
 
 
 
Iguala nos está mostrando el costo político, económico y social que puede tener para un país la violación de esos derechos. Nos indica que todo un proyecto de nación se puede venir abajo cuando el Estado ha carecido de visión para prever, sancionar y extirpar de raíz todas las formas de corrupción.
 
Guerrero ha introducido en México un parteaguas. Si hasta antes de Iguala el impacto de la corrupción se calculaba en cifras, de aquí para adelante tendrá que medirse en términos de gobernabilidad.
 
México no sólo es hoy —de acuerdo con Transparencia Internacional— uno de los países más corruptos; ya no sólo ocupa el lugar 106 de 177 naciones en el índice de percepción internacional; ya no sólo tiene una afectación en su economía de un billón y medio de pesos anuales por ese motivo, sino que es, además, una nación donde la corrupción y la violación de los derechos humanos son causa de una de las insurrecciones sociales más graves de todos los tiempos.
 
Un conocido político mexicano ya desaparecido decía: “Cuando el pueblo dice que es de noche, hay que encender los faroles…” Las protestas masivas, multiplicadas y extendidas por todo el país para exigir castigo a los autores intelectuales y materiales de la desaparición de los 43 normalistas, indica que ha llegado el momento de extirpar el cáncer de la corrupción y la impunidad.
 
Los legisladores no pueden equivocarse en esta ocasión. Si el modelo o sistema anticorrupción que recientemente propuso el PAN —y al que se adhirieron el resto de las fuerzas políticas— carece del alcance legal que exigen las circunstancia actuales, entonces se hará realidad la amenaza de quien desde el Zócalo gritó: “¡…Les damos dos días para que entreguen resultados —al referirse a los jóvenes desaparecidos— o aténganse a las consecuencias!”
 
“Los faroles” tienen que ser encendidos en tiempo y forma por el Congreso. México, en los últimos tiempos, ha sido lento en la redacción y aprobación de leyes que tienen que ver con el respeto a la legalidad. Fue hasta 2011 cuando el Senado de la República aprobó la reforma al artículo primero constitucional que incorpora el lenguaje y los parámetros internacionales en materia de derechos humanos. Y tuvieron que pasar más de dos años para que los partidos procesaran la ley secundaria sin la cual no se habría podido aplicar la primera.
 
Ahora sí que como dice el clásico: ¡qué nos pasa! ¿Por qué de ser una nación pionera en el respeto a las libertades, asilo de miles de perseguidos políticos, promotor de la paz en el mundo, nos hemos convertido en una nación moralmente quebrada y apática en el respeto a los derechos humanos fundamentales?
 
La desaparición y probable muerte de los 43 jóvenes normalistas tiene que dar pie a una declaración de guerra —como país, como gobierno y como sociedad— a la corrupción. Ésa, cuando menos, debería ser una forma mínima de reparar a las víctimas.
 
 
 
 

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