martes, 16 de diciembre de 2014

Azorín - Una civilización que se acaba

José Augusto Trinidad Martínez Ruiz
1873 - 1967

Una civilización que se acaba


La galería que circunda el vasto patio es de mármol blanco. De mármol blanco son las recias columnas y de mármol blanco son las espaciosas losas del pavimento. En el centro, entre arriates de mirtos, la taza de una fuente resalta en su blanco mármol. Declina la tarde; llega el crepúsculo. El agua de la taza se deshilacha con un dulce murmurio. El silencio es profundo. Aparecen ya en el alto y limpio cielo los arreboles del crepúsculo. Las tintas de las nubecillas son de oro, de nácar, de carmín. Y el murmullo del agua que de la taza se derrama, con la noche que se acerca, se va haciendo más sonoroso.

     En una estancia, un hombre se halla reclinado con la mejilla en la mano. Los ojos azules miran sin ver, con expresión de suave tristeza. La barba rubia, espesa y corta resalta en el blancor del traje. Hay en todo el continente de este hombre un gesto de cansancio. De pronto suena un golpe seco y la puerta se abre. El busto del caballero se yergue; en los ojos brilla otra luz, y en los labios aflora una bondadosa sonrisa.







     —Entra —dice el caballero—; siéntate. Te he llamado para una misión importante. Llegan a mí todos los días reclamaciones y protestas. Preciso es restablecer el orden. La autoridad no puede ser violada. Hay que defender la propiedad y la familia. La religión merece también, en primer término, nuestros cuidados. Y religión, patria, propiedad, familia, orden, todo, todo está amenazado por esos hombres ¿Los conoces tú? ¿Los has visto alguna vez? Dicen que ponen en común sus bienes. Se mofan de nuestros dioses. Declaman contra los ricos. Desprecian las riquezas. Viven una vida de independencia y austeridad. El Imperio se vendría abajo si las ideas de esos hombres triunfaran. Tú irás a España. Como tú irán otros emisarios a todos los dominios del Imperio. Llevareis órdenes todos de que la represión sea vigorosa. A todas las autoridades transmitiréis mis órdenes.
     Es media noche. Sobre una columna de jaspe arde una lámpara de bronce. La estancia está casi en tinieblas. Una voz dulce, sonora, dice:
     —¿Me oyes? Estás soñolienta. No te cansaré mucho. Pero quiero hacerte partícipe de mis dudas, de mis inquietudes. ¿Has tropezado tú alguna vez con esas gentes que desprecian las riquezas y se burlan de nuestros dioses? Un minuto nada más y me despido. Te dejo sola y entregada al sueño. Pero yo dudo en estas horas de soledad y de silencio, en que me encaro conmigo mismo. ¿No habrá en las ideas de esa gente alguna partícula de verdad? ¿Crees tú que es justo nuestro régimen de propiedad y nuestra organización de la familia? Te lo digo a ti sola; no tengo fe. He perdido la fe. Voy a reprimir esas ideas contrarias a la propiedad y al orden y me siento desasosegado. Puedes dormir; me voy; descansa. ¿Podré yo descansar?
     Por el Mediterráneo azul va navegando blandamente la nave. El cielo es alto y limpio. En el azul del mar y en el azul del cielo se recortan las velas blancas. Pronto se verá la tierra de España. Sobre cubierta, en la noche estrellada, sereno el mar, dos viajeros dialogan.
     —Son momentos decisivos para mí —dice uno de los viajeros—. La misión que se me ha confiado en grave. A ti puedo descubrir el fondo de mi pensamiento. ¿Has tropezado tú alguna vez con esos hombres? Dicen que atacan la propiedad y la familia. Son partidarios de la comunidad de bienes. ¿No crees tú que en todo esto hay una parte de justicia? Noto algo en mí que ha cambiado. No es la misma mi fe. Transmitiré con todo rigor las órdenes que llevo. Pero en lo más íntimo de mi corazón creeré que cometo una iniquidad.
     En el salón de un recio palacio, tierra adentro de España, el emisario va exponiendo las órdenes que trae de Roma a la más alta autoridad. Se divisa a lo lejos una montaña. Desde la lejanía hasta esta ventana se extiende un boscaje verde. El color es intenso. A trechos, entre el verdor vivo aparece la mancha rojiza, amarillenta, de la tierra labrada.
      —Las órdenes son terminantes. Esas gentes han de ser perseguidas. Lo van a ser ahora con más rigor que antes en todo el Imperio. Laboran contra el orden y contra la propiedad. No creen en nuestra religión. Predican la comunidad de bienes. La represión debe ser enérgica. Estas órdenes que traigo deben ser transmitidas a todas la autoridades subalternas de España.
     La ciudad reposa. En el recio caserón la luz de una lámpara ilumina una estancia. Es la hora de las confidencias. Es estos momentos de expansión íntima se descubren los más recónditos pensamientos.
     —Hoy me han traído unas órdenes rigurosas —dice una voz—. No sé si tú habrás encontrado alguna vez a esas gentes. Si te he de decir la verdad, yo sí he hablado con alguno de esos hombres. No es lo que el vulgo dice. Desprecian la riqueza: viven pobremente. Su hablar es dulce, y su humildad sincera. ¿Es que se acabaría el mundo si ellos triunfaran? Surgiría otro mundo. ¿Será cierto que con su triunfo desaparecería la civilización? Nacería otra. Voy a transmitir las órdenes de persecución a todas las autoridades de España y mi corazón se rebela. A ti, en esta hora de las confidencias, cuando no nos escucha nadie, te lo digo. No tengo fe.
     Las autoridades de todas las circunscripciones de España han retornado ya a los territorios de su mando. Llevan las órdenes de represión. Cada una de esas autoridades reúne, para transmitir esas órdenes, a las autoridades locales de su circunscripción. Se han reunido en una ciudad todas las autoridades de los pueblos. Las órdenes han sido terminantes. El orden y la autoridad han de ser mantenidas a todo trance. Es preciso que las nuevas ideas disolventes no puedan ser propagadas. Y por la noche, en otra estancia silenciosa, en los momentos de las conversaciones íntimas, surge otra vez la inquietante interrogación. ¿No habrá un átomo de justicia en lo que proclaman esos hombres? ¿Dónde está la fe de antaño? ¿No será inicuo este régimen de propiedad? ¿No podrá darse otro Derecho y otra organización social?
     En un pueblecito perdido en las fragosidades de una montaña, un hombre medita. Ha retornado de recibir las rigurosas órdenes. Ese hombre es la autoridad del pueblo. En este pueblo, como en casi todos los pueblos, hay individuos que predican la fraternidad y el desprecio de las riquezas. No creen en la vieja religión. Su religión es otra. La primera autoridad del pueblo medita dolorosamente.
Piensa este hombre que va a cumplir unas órdenes de represión enérgicas. "Pero no tengo fe —dice en su pensamiento—. No tengo fe. Esas órdenes vienen de Roma a través de todas las autoridades que hay por encima de mí. Llegan hasta mí, de eslabón en eslabón, desde el emperador. Y todos, desde el emperador abajo, tienen fe en la represión. Todos, desde el emperador, creen firmemente en nuestro régimen de propiedad, en nuestra organización de la familia, en nuestra religión. Ellos tienen todos una fe robusta y yo, ¡ay! no la tengo. ¿Cómo me gobernaré yo en este trance? Desfallezco y mi alma está en mortal congoja. ¡Si yo tuviera una partícula nada más de la confianza indestructible que los demás tienen!"
     Cuando se anunció el alba, la vaga claridad dejaba ver en un árbol, pendiente de una rama, un rígido cuerpo humano.

AZORIN (Diario Ahora, Jueves 27 de diciembre 1934









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