La opinión pública se empeña en cultivar expectativas absurdas. Con frecuencia deseamos lo que sabemos imposible. Trabajamos tercamente para la frustración. Imaginamos, por ejemplo, a la clase gobernante dando lecciones de autocrítica. El discurso oficial convertido en acto de contrición. Una fantasía colectiva se deleita en la escena: regido por su consciencia, el príncipe se asoma a la plaza para pedir perdón. Detallando meticulosamente sus equivocaciones y sus torpezas, anuncia el viraje de su política e implora comprensión a quienes contemplan el espectáculo del desahogo. A partir del instante en que se reconocen las fallas propias, el señor de la autocrítica anunciará el nuevo comienzo. El teatro sería sospechoso: en la improbable exhibición de la autocrítica podría esconderse tanta demagogia como en el triunfalismo.
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