Hace 15 años -digamos en septiembre del año 2000- el humor público en México era optimista. (Bueno, resulta demasiado arriesgado hablar del humor público, una densa nube de estados de ánimos contradictorios). Digamos entonces, siguiendo la afortunada frase del ex presidente de España, Felipe González, el humor publicado era optimista. Habían pasado las elecciones y estábamos a la espera de que el nuevo gobierno asumiera su responsabilidad. Los comicios habían transcurrido bien, animados por una auténtica competencia, con las clásicas descalificaciones entre los contendientes, con una enorme visibilidad pública de los principales candidatos y en la noche de la elección todos actuaron como si hubiese un script previo para fortalecer la confianza en las instituciones y la certeza en los resultados. Los escépticos (que no eran pocos) y los cínicos (que suelen ser mayoría), habían constatado que la vía electoral estaba abierta, que las condiciones de la competencia eran medianamente equilibradas, que los candidatos y sus partidos habían ejercido sus derechos y explotado sus libertades, y que el día de la elección los votos se habían contado con pulcritud y por primera vez en décadas se daría la alternancia en el Poder Ejecutivo. Lo que durante mucho tiempo había sido una aspiración se convertía en realidad. Los partidos resultaban eficientes como plataformas de lanzamiento de candidatos, agregadores de intereses, ordenadores de las opciones políticas. Los comicios eran un expediente transitable que garantizaba la convivencia-competencia de la diversidad política, la vía legítima para arribar a los cargos de gobierno y legislativos, un espacio para la confrontación pacífica de las distintas opciones. Y los humores públicos estaban cargados de expectativas y esperanzas.
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