domingo, 9 de marzo de 2014

Jorge Volpi - Ecos de Crimea

“Media legua, media legua
media legua ante ellos.
Por el valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos.
‘¡Adelante, brigada ligera!
¡Cargad los cañones!, dijo.
Por el valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos”.

Así comienza la célebre Carga de la brigada ligera de Lord Tennyson, publicada el 9 de diciembre de 1854, para conmemorar la heroica (y bastante inútil) derrota sufrida por este cuerpo británico durante la batalla de Balaclava. No era, por supuesto, la primera vez que se otorgaba un aura épica a la derrota de unos cuantos valientes contra un ejército más numeroso -piénsese en las Termópilas, Numancia o, de ácida memoria para nosotros, El Álamo-, pero los versos de Tennyson, aún recitados de memoria por los niños ingleses, contribuyeron a fijar en la imaginación la Guerra de Crimea (1853-1856) como uno de los primeros conflictos auténticamente modernos.






Gracias a las líneas telegráficas trenzadas desde el Mar Negro hasta Londres o París, por primera vez se tenían noticias frescas de lo que sucedía en los apartados campos de batalla, al tiempo que las crónicas de algunos de los primeros reporteros de guerra, como William Russell del Times, contribuyeron a que sus horrores modificasen la percepción sobre el conflicto y a que Florence Nightingale y Mary Seacole, pioneras de la enfermería, se desplazasen hasta Crimea para atender a los heridos (si bien sus hazañas serían magnificadas por la prensa, inaugurando las nuevas vías de la propaganda bélica).

Hoy, mientras las tropas enviadas por Vladímir Putin controlan por la fuerza la península y los líderes locales se aprestan a aprobar un referéndum que podría devolver Crimea a la jurisdicción rusa, resulta imposible no escuchar los ecos de aquellas refriegas. Aunque los analistas insistan en que la nostálgica reconstrucción del espacio soviético es el motor que anima al líder ruso, quizás sus decisiones tengan un sustrato más remoto, en lo que suena a una venganza contra los poderes occidentales que a mediados del siglo XIX derrotaron al zar Nicolás I y, en el Tratado de París de 1856, le impusieron duras sanciones a su sucesor, Alejandro II.

Entonces como ahora, Rusia consideraba que su ámbito natural de influencia se extendía a las naciones limítrofes del Imperio y no toleraba que Occidente se entrometiese con ellas. Así, con el argumento de defender a los cristianos ortodoxos que vivían en el desfalleciente Imperio Otomano (un pretexto no muy distinto al esgrimido hoy para defender a los rusos de Crimea), Nicolás I no dudó en invadir las provincias de Valaquia y Moldavia. En su condición de potencia global dominante, Gran Bretaña -el equivalente contemporáneo de Estados Unidos- por su parte no podía permitir que Rusia se abalanzase sobre los turcos, poniendo en peligro su hegemonía en Medio Oriente.

En este contexto, pese a la mediación diplomática de Francia, Prusia y Austria -tan inútil como la de la Unión Europea-, el enfrentamiento se volvió inevitable. Valiéndose de su poderosa flota naval apostada en Sebastopol, Rusia no dudó en atacar a los otomanos en el escenario del Mar Negro, sólo para que sus fuerzas terminasen arrolladas por la alianza de éstos con ingleses, franceses y piamonteses (que mandaron una fuerza expedicionaria sólo para quedar bien con los segundos). Al cabo de tres años de combates, desarrollados no sólo en Crimea sino en el Báltico, el Danubio y en el Pacífico, Nicolás I murió inesperadamente -otros dicen que se suicidó- y Rusia fue obligada a firmar una paz humillante, que le prohibía apostar a su flota en la península, estatus que habría de mantenerse hasta la derrota francesa de 1871 a manos de Prusia.

Para los rusos, desde que Catalina II conquistara el Janato de Crimea en 1783, la región es parte indisoluble de su territorio y el breve lapso que va de 1954 a 2014 en que ha formado parte de Ucrania debido a una cuestionable decisión de Nikita Jruschov, no es sino un error. Con una población mayoritariamente rusa -en torno al 60%, según el último censo-, no parece probable que Putin ceda en sus pretensiones de volver a anexionarse Crimea o, en el peor de los casos, de contar con un gobierno títere como en Abjazia y Osetia del Sur. Esta vez el Kremlin sabe que, a diferencia de lo ocurrido en el siglo XIX, hoy parece casi imposible que Estados Unidos y la Unión Europea hagan algo más que imponerle sanciones económicas, las cuales apenas empañarán su histórica revancha.

@jvolpi



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