lunes, 21 de abril de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - La enfermedad del poder

Plinio Apuleyo Mendoza le recordaba a García Márquez las circunstancias en que fue germinando la idea de El otoño del patriarca. En la madrugada del 23 de enero de 1959 el dictador Marcos Pérez Jiménez tomaba un avión de Caracas hacia el exilio. Estaba furioso. No solamente dejaba el poder, también olvidaba un maletín con once millones de dólares. Los colombianos cubrían desde la capital venezolana los acontecimientos para un semanario y pudieron visitar las guaridas del poder. En los palacios deshabitados, García Márquez conversó con un mayordomo que había servido al dictador fugitivo y al anterior. Recordaba la hamaca donde dormía su siesta diaria, su gallo de pelea. En esos días el novelista colombiano empezó a tejer la historia del déspota perpetuo. La visión de la que brotó la novela fue la imagen de un dictador ancianísimo y solitario encerrado en un palacio lleno de vacas.






 En aquella conversación García Márquez definió su novela como “un poema sobre la soledad del poder”. El otoño, en efecto, se lee como una catarata de dibujos que se suceden sin respiro. Capítulos de un solo párrafo, oraciones de una página cargadas de imágenes. La acción es alegoría, la realidad metáfora, cada palabra un símbolo. El novelista se reinventa tras su éxito. Lejos de seguir la fórmula de Cien años de soledad, juega con la sintaxis, rompe la línea del tiempo, entreteje voces que jamás se identifican, muda de perspectiva sin aviso. El más experimental de mis libros, dice él mismo: su “aventura poética” más interesante. Pero quizá, al mismo tiempo, se trata de uno de los textos más personales porque aborda una de las obsesiones centrales del escritor: el poder.

Más que un poema sobre la soledad del poderoso, El otoño del patriarca parece una meditación sobre el poder como enfermedad. El mando se presume como la capacidad de conseguir lo deseado. Al poder se le asignan amplísimas virtudes constructivas. Una voluntad que se impone sobre las resistencias: atrapar la presa, colmar el apetito, encontrar obediencia, conducir la vida común. El patriarca de García Márquez no dibuja la historia a su antojo. La omnipotencia del tirano resulta tan estéril como la debilidad. El imperio del cacique es arquitectura de escombros, glorificación de las ruinas. Si el poder del caudillo no tiene límites, tampoco encuentra cauce. El poder devasta, anula, asola. No hay en la novela de García Márquez ninguna señal de que el mando altere el mundo en beneficio del déspota o de cualquiera. Por lo contrario, la desgracia del poder empieza con el poderoso.

El poder del tirano no reconoce límites. Puede premiar a castigar a su antojo; puede encumbrar y humillar. Si lo quiere, puede alterar el cómputo del tiempo. Si al dictador le da la gana retrasar el reloj un par de horas para que la vida parezca más larga, puede hacerlo. ¿Quién se opondría? En sus manos está la medición del día, la proclamación del bien y del mal. Él dispone la risa, el aplauso, el aniquilamiento. ¿Qué horas son? Las que usted diga, general. El poder del que habla García Márquez se vacía en frivolidades terribles: la vida y la muerte de los hombres colgada del capricho. La tiranía de las ocurrencias es personalmente ruinoso y socialmente anodino.

Pero García Márquez no escribe como el sociólogo que denuncia los abusos políticos sino, más bien como el psicólogo que intenta tocar las raíces de un trauma colectivo y personal. En el poder absoluto se revela la grandeza y la miseria del hombre. Más que censurar al tirano, lo compadece. 
Todo ambicioso de poder padece una carencia. Quien no sabe vivir, anhela poder, envenenado sustituto de vida. Ésa es la desgracia del político, incapaz de amistad y de amor, se hace víctima de su propia secta. Cobarde para la duda se prende de la mentira. No hay gobernante sano. El déspota, realización plena del síndrome de la manipulación, sólo conoce la vida por el revés: nunca encuentra la lealtad: sólo el miedo y el engaño. Jamás escucha la verdad, las apariencias son su cárcel, tal vez su piel. El poder no es la magia de una voluntad rectora, es un trastorno tan recóndito como nefasto. El político es el más peligroso de los lisiados.

Tu mejor libro es El otoño del patriarca, le dijo a Omar Torrijos a García Márquez 48 horas antes de morir: “todos somos así como tú dices”.

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