viernes, 3 de julio de 2015

Diego Deni - Historia de un breve reinado

Pedro Cabiya (Diego Deni) (1971)

Historia de un breve reinado

La reina tuvo un hijo. El rey lo tomó en brazos y vio que era un hermoso y saludable bebé. Lo amó, lo proclamó príncipe de príncipes y aseguró que su reinado sería eterno. Para ello determinó que su heredero jamás conocería la mecánica de las horas, horas recogidas en días, días agrupados en semanas, semanas acumuladas por meses, meses almacenados en años, años hospedados en siglos, siglos… pues consideró que bastaba renunciar a todas estas convenciones para acabar con la noción de que los eventos se suceden. De manera que ordenó destruir todos los relojes, quemar todos los almanaques, fundir todas las campanas, degollar todos los astrónomos y astrólogos. Tampoco olvidó desterrar del idioma el futuro y el pretérito verbal y las palabras “hoy”, “mañana”, “ayer”, “después”, “tarde”, “ahora”, “noche”, etcétera. Y así, el joven príncipe creció en perfecta ignorancia de estos conceptos.Pero de nada le valió al rey que su hijo desconociera lo que él se sabía al dedillo; ni la vejez ni la muerte le prodigaron exenciones y el príncipe ascendió al trono en medio de músicas y hermosas doncellas. Esa mañana se organizó el séquito, la pompa, la carroza y el desfile con los que el rey intemporal festejaría la vigencia de la eternidad sobre la región. Y las gentes rompieron las puertas y las ventanas de sus casas para que no existiera nada que impidiera que la inmortalidad que repartía el rey anidara en sus propiedades, para que el humo de la eternidad pudiera entrar sin tocar, para que todo se llenara del aire sin horas, de la brisa detenida, del oxígeno frío, estéril y purificado de tiempo que regalaba el rey; y muchos en su afán derribaron los muros para que no cupieran dudas de que en sus casas se respiraba el olor de las cosas recién coladas de la precariedad de los días y que sobre sus ropas se había asentado el perfume del único hombre sobre la tierra que omitía el principio de la sucesión de los hechos. Y así era la verdad; el ingenuo rey jamás conoció el anochecer de ese día. Su recorrido se vio obstaculizado por un laberinto de edificaciones pasadas, presentes y futuras, y en los angostos pasajes de ese laberinto lo ensordeció el clamor de los muertos, de los vivos, de los hombres y mujeres venideros. Horrorizado, atestiguó el nacimiento, el deceso y el reemplazo de los integrantes de su guardia personal, o los vio sucumbir a un centenar de atentados, triunfar sobre las huestes enemigas, desertar en momentos de crisis o caer sobre la desarticulada osamenta de los caballos podridos. Oyó el estampido de todas las tormentas, remolinos y aguaceros que azotaron, azotaban y azotarían la región y más de una vez sus dedos atravesaron el bello rostro de una muchacha como si acariciaran la niebla. De vuelta se halló solo; su palacio había sido devastado por las hordas de invasores, pero cuando llegó a su aposento la erosión de muchos siglos había ya encubierto con su destrozo el destrozo de los ejércitos bárbaros. Desde su ventana, el joven rey vio el sol y la luna hermanados en un mismo cielo; sobre la tierra vio los cimientos derruidos de una ciudad muy antigua y una selva negligente cernirse poco a poco sobre las cosas.





Leído en  http://digitalcommons.providence.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1998&context=inti


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