|
Fernando Sorrentino (1942) |
Mi vecino tonto
Mi vecino de piso es un hombre tonto. Yo, en cambio, soy ocurrente y gracioso. Los demás ejecutivos de nuestra empresa —una empresa líder en su área— siempre se divierten conmigo. Con mi vecino, que es tonto, no se podrían divertir.
Cuando me instalé en mi semipiso —tengo un semipiso en la avenida del Libertador, amueblado a todo confort, un semipiso a nivel ejecutivo—, cuando me instalé en mi semipiso, decía, encontré al vecino tonto en el ascensor, y en seguida pensé: «Este hombre es un tonto.» Me di cuenta de que era un tonto porque yo soy en extremo sagaz. Además, tenía cara de tonto. Contrastando abiertamente con el suyo, mi aspecto es despejado, aspecto de persona dinámica, inteligente, capaz, con personalidad agradable, con imagen ganadora. Me causaron gracia su frente estrecha, sus ojos aletargados, su nariz ancha, su labio inferior caído, su cuello voluminoso: todo lo cual se resumía en una imagen mediocre, sin perspectivas de futuro, sin ansias de progreso; una imagen de hombre tonto, en suma. En el espejo del ascensor comparé su exterior de hombre tonto con el mío de persona dinámica: la comparación resultó decididamente favorable para la persona dinámica. Admiré una vez más mis rasgos agudos, mis ojos vivaces, mi nariz afilada: las facciones típicas del hombre de talento. Además, en nuestra empresa, mi elegancia es proverbial: soy alto y delgado, y estoy siempre perfectamente peinado, afeitado y perfumado. Mi vecino tonto es bajo y gordo, lo que le da un marcado parecido con un barril; tiene el pelo mal cortado y la barba a medio crecer. Yo visto impecablemente —a nivel empresarial— gracias al exquisito gusto que me caracteriza. Para no herir mi sensibilidad, prefiero abstenerme de describir la vestimenta del vecino tonto. El hecho de que el vecino tonto se precipitara, reconociendo jerarquías, a abrirme la puerta del ascensor, no logró, sin embargo, conmoverme.