INTERESANTE ARTÍCULO QUE TRATA A LOS LEVANTONES DEL NARCO DESDE EL PUNTO DE VISTA ANTROPOLÓGICO.
El derecho a sepultar, primer artículo de la trilogía (nexos, marzo, 2012), cuenta la historia de distintas desapariciones y la forma en que el duelo inconcluso de los familiares se volvió una forma de acción política para exigir lo que cualquier ciudadano: investigación de los casos.
En medio de la supuesta “cultura de la ilegalidad”, a cuya acción invisible suele atribuirse la crisis actual, lo que piden a gritos los familiares de víctimas y desaparecidos es imperio de la ley, investigación legal y concluyente de sus casos.
La entrega que ofrecemos en este número es a la vez crónica y análisis de una de las formas más comunes de matar: los levantones. Estudia el efecto de esta modalidad de asesinato en las relaciones comunitarias tomando el caso de un pueblo fronterizo sonorense.
El tercer artículo, Crónica de una cartelización, que nexos publicará en su edición de junio, es la historia del desplazamiento de los narcotraficantes locales, por organizaciones regionales —cárteles , sicarios , policías estatales— que establecen una ambigua relación de “protección” y exacción con los municipios pequeños.
El viaje de Natalia Mendoza que narran estas crónicas tiene, como muchos otros, algo de retorno. Iba en busca de las mismas personas que en 2005 le habían contado sus vidas, dando pie a un libro extraordinario: Conversaciones en el desierto, del que nexos publicó una versión sumaria de la misma autora: Altar: El desierto tomado (abril, 2009)
La violencia tiene, sin duda un aspecto instrumental, puede verse como un medio disponible para que algunos alcancen ciertos fines. Pero casi por definición, aquello que la violencia produce excede cualquier cálculo. La manera de matar, el trato que se da a los cuerpos y sobre todo la forma de interpretar los hechos violentos nos dicen cosas y tienen consecuencias. Se reconocía legendariamente a la mafia siciliana por el tiro de lupara, una escopeta con el cañón recortado que se usaba en la cacería de lobos: una reminiscencia del mundo rural. En Medellín te encontrabas de frente con una pareja montada en una motocicleta que te disparaba sin detenerse: una muerte pública, urbana, joven, un desafío a la puntería. El holocausto nazi mató a seis millones de personas de manera relativamente invisible: fuera de Alemania, aislados y en cámaras de gas. En el genocidio de Rwanda murieron medio millón; la mayoría en su propia casa o pueblo, a la luz del día y asesinada por vecinos con machetes. No sólo es una cuestión de tecnología: las implicaciones para la memoria, para la atribución de responsabilidades, para el sentido de nación y para la reconciliación son completamente distintas.
La mayor parte de las muertes de narcotraficantes en México sucede en dos formas: enfrentamientos y levantones. En principio, los primeros son más bien accidentales, son el resultado de una mala “política exterior” de los diversos grupos (incluyendo al Ejército y las policías) o una forma de establecer fronteras. Me interesan los segundos, que se dirigen hacia los socios y subordinados de un mismo grupo y que se utilizan cada vez más como mecanismo rutinario de disciplina y castigo. El verbo “levantar”, con el sentido de raptar y dar muerte, entró al léxico de los medios nacionales mexicanos hace relativamente poco, unos cinco años. En los pueblos del norte de México empezó a sonar hace quizá 20 años, no muchos más.
Se llaman levantones porque implica siempre subir a la víctima a un automóvil y llevárselo fuera, lejos de su pueblo o lugar de residencia. Antes se acostumbraban las trampas: un día llegan por ti para decirte que el patrón quiere hablar contigo o incluso para invitarte a una fiesta y ya nunca regresas. Ahora es más común escuchar que los suban al automóvil a la fuerza. El cuerpo puede o no aparecer. Generalmente un levantón implica dos delitos: homicidio y desaparición forzada. Obliga a buscar a la víctima durante meses, antes de poder encontrarla. Si el cuerpo aparece, estará tirado en algún rancho, en alguna carretera, medio enterrado, medio escondido: siempre fuera del pueblo, “en el paisaje”, diría el fotógrafo Fernando Brito. Todo esto tiene su importancia para la relación que se establece entre la vida comunitaria y el tráfico de drogas.
Arcanos
Visto desde la perspectiva de un pueblo fronterizo que llamaremos Santa Gertrudis, un levantón es un infortunio que viene de fuera. Es decir, es una decisión que en principio rebasa los límites de la comunidad: lo deciden patrones que viven en otra parte; la gente del pueblo y los familiares de la víctima no alcanzan a armar el cuadro entero. El diciembre pasado en Santa Gertrudis me relataron de la siguiente manera la muerte de un hombre conocido de todos y querido por muchos:
A Rafael lo levantaron una mañana muy temprano en los corrales donde se la pasaba. Llegó una camioneta, los encapuchados eran gente de lejos porque no lo conocían y tuvieron que preguntar: ¿Quién de ustedes es Rafael? Más tarde llegó alguien a buscarlo y se encontró a su ayudante atado adentro de una galera. Ahí empezó la búsqueda: siguieron las huellas del vehículo, recorrieron todas las brechas, todos los ranchos. Lo buscaron en moto, en avión, a caballo. Lo buscó todo el pueblo: amigos, parientes, trabajadores, curiosos. Se dice que al final alguien intercedió para que se entregara el cuerpo, o que los mismos jefes al ver tanto movimiento en el pueblo decidieron entregarlo para que se calmaran un poco las cosas. El caso es que llegó una llamada de la policía municipal de Nogales dando el paradero del cuerpo. Después de tanto buscar, encontrarlo fue un consuelo.
No me interesa tanto la exactitud o veracidad de este relato, como la estructura social y los hábitos interpretativos que refleja. Es un buen ejemplo de una sensación que percibí en muchas otras conversaciones: la de estar siendo vistos y juzgados por algo o alguien que se ubica fuera de las relaciones locales. Desde esta mirada, tanto la muerte como el cuerpo caen de otro lado. Hay alguien que define cuándo y cómo hemos de morir y otorga también el derecho a la sepultura. Por su parte, a la gente del pueblo le corresponde solidarizarse con la familia de la víctima, compartir el dolor por la pérdida, colaborar en la búsqueda, etcétera. Esta separación entre una escala comunitaria que padece el infortunio, y la escala regional o nacional que lo infringe —entre un “adentro” y un “afuera”—, es un mecanismo que garantiza cierto grado de paz local.
La modalidad del levantón como forma predilecta de infligir castigos deja indefinidas una serie de cosas y por lo tanto permite varias interpretaciones. Nadie explica las causas de la muerte, nadie las tiene claras, todo el mundo tiene hipótesis. El momento de la muerte se oculta, nadie escucha las últimas palabras ni puede elogiar la actitud de la víctima en el segundo antes de morir. Nada más opuesto al ideal del duelo de honor entre dos hombres. Ni siquiera se ratifica la muerte, a veces no se encuentra el cuerpo: pudo no haber existido la persona. La súplica de Benjamín Argumedo, en uno de los corridos revolucionarios más melancólicos, resume todo el desamparo de una muerte anónima. Ya cuando lo llevaban preso, le pide al general:
Oiga usted, mi general
Oiga usted, mi general
Yo también fui hombre valiente
Quiero que usted me fusile
Quiero que usted me fusile
En público de la gente
No sólo es una cuestión de honor, sino de contundencia, de claridad, de reiteración de un orden simbólico. Regreso a mi argumento. Un levantón acepta muchas interpretaciones. Pero es posible notar que predomina la tendencia a entenderlo como un castigo venido de una instancia superior por un error cometido por la víctima. Con todo lo que pueda tener de injusta, es interesante notar que de todas las lecturas posibles, ésta es la que mejor garantiza la paz local. Cuando la muerte viene como la decisión inapelable de “una instancia superior” se vuelve remota la posibilidad de que se organice una venganza y la confianza relativa entre los miembros de una comunidad se mantiene. Sin embargo, en los últimos años, a medida que aumentan los casos de desaparición y homicidio, aumentan también los rumores de participación de gente del pueblo en los levantones. Poco a poco se va formando una nata de sospecha y desconfianza entre los vecinos que amenaza con generar más violencia.
Retomo algunos ejemplos recientes. A finales de enero de 2012 unos pistoleros encapuchados levantaron a tres o cuatro sinaloenses residentes de Santa Gertrudis y se dirigieron después a la casa de un joven del pueblo que alcanzó a escaparse antes de que llegaran. Los encapuchados rodearon la cuadra, en la que hay también una carnicería. Un doctor conocido de todos salía de la carnicería y uno de los encapuchados le dijo: “Usted hágase a un lado, doctor, con usted no es la cosa”. Como sólo residentes de Santa Gertrudis o alrededores podrían haberlo reconocido como “el doctor”, el suceso confirma la sospecha de que los encapuchados eran personas del pueblo.
Otro ejemplo. Desde hace unos cinco años han proliferado los “puntos”: jóvenes provistos de un radio pagados por alguno de los diversos grupos de narcotraficantes operando en el pueblo para vigilar todos los movimientos de vehículos desde un lugar estratégico. Se dice que ningún automóvil desconocido entra o sale del pueblo sin que el “punto” lo reporte. Eso significa que cuando entran las camionetas que vienen a levantar a alguien, los puntos tienen que haberla visto y haber recibido la orden de dejarla pasar. Por consiguiente, para muchos, incluyendo a los puntos y otros miembros de las organizaciones criminales, un levantón es un secreto a voces que los pone en la complicada situación elegir entre dos lealtades: una hacia la comunidad o familia y otra hacia una organización criminal regional.
Se produce una especie de desdoblamiento de la comunidad, un espacio público alterno se va configurando. Un espacio masculino, nocturno, ilegal, violento que se sitúa en las periferias del pueblo, en los ranchos, y en el que los miembros se encuentran bajo otra luz. Indicios de aquel mundo llegan de vez en cuando al público comunitario familiar y religioso en el que uno sigue saludando a sus vecinos y parientes como si nada. Algo así como el guiño de complicidad que podrían intercambiar dos personas que estuvieron en una fiesta donde pasaron cosas de las que no se puede hablar. Poco a poco el mundo de lo visible también se va intoxicando, cada quien sospecha que los demás tienen información o injerencia en los casos de violencia. Las acusaciones cobran la forma de rumores y circulan rápidamente de un lado a otro del pueblo. El espacio público comunitario empieza a sentirse como una especie de teatro de sombras que oculta una realidad de secretos y traiciones.
Para los que estamos excluidos de ese otro espacio, cualquier cosa que nos cuenten puede ser verdadera o falsa. La característica de las hipótesis conspiratorias es precisamente que no hay evidencia que las pueda desmantelar, pues la falta de indicios sólo confirma la habilidad de los conspiradores para ocultar la verdad. Un día escuchas a modo de confesión que el que fue tu compañero de banca en la escuela, que te saluda afectuosamente y es padre de familia, se pone un pasamontañas en las noches y tortura gente en algún rancho. Uno podría creerlo o no, no tiene manera de corroborarlo, pero la acusación ya surtió efecto: no se vuelve a ver a la persona de la misma manera después de “saberlo”. Esta sensación se resume de la manera más clara en el sentido que dio Freud a la experiencia de lo siniestro. Ver un camión enfilado contra ti a toda velocidad puede ser aterrador, pero no siniestro. Lo siniestro ocurre cuando algo que nos resultaba conocido, familiar, cercano, adquiere un tono súbitamente hostil y extraño. Siniestro es el pensamiento de que la nana que te cuidó desde pequeño se convierte en bruja por las noches.
Este tipo de fenómeno encuentra resonancias en el compendio de casos que la investigación antropológica ha ido constituyendo. Casos que van desde las acusaciones de brujería a las purgas de los regímenes totalitarios. Tienen en común ese desdoblamiento de la vida local entre un mundo visible y otro invisible, la imposibilidad de producir evidencia que frene la cadena de acusaciones y sospechas, el deterioro del poder de la palabra para establecer la verdad o producir significado. También tienen en común el generar formas de violencia infértil, por llamarla de algún modo. Violencia que no funda un orden, que no establece un centro, sino que desmantela todo lo que existe en la repetición de un gesto vano que busca infructuosamente ser contundente.
Antígonas
En Antígona, la tragedia griega, dos hermanos, Etéocles y Polinice, se matan en una guerra de sucesión al trono de Tebas. Su tío Creonte sube al trono y ordena que el cuerpo de Polinice, acusado de traición, se pudra en las afueras de la ciudad para que sirva de alimento a los buitres. En cambio, pide que el de Etéocles se sepulte con honores.
Antígona, hermana de ambos muertos, desobedece el mandato real y se desliza durante la noche para efectuar los ritos funerarios sobre el cuerpo de su hermano Polinice.
Cuando los soldados la aprehenden y la llevan frente al rey, Antígona se defiende apelando a una ley previa a la fundación del Estado. Una ley familiar que desconoce la diferencia entre leales y traidores y que impone la obligación de sepultar y llorar a los muertos.
Las víctimas de los levantones son acusadas y excluidas de dos sistemas paralelos. Por un lado, las buenas conciencias y las autoridades dirán que se lo buscó por narco; por el otro, los narcos dirán que se lo buscó por transa. En el pueblo todo mundo tiene una versión de por qué “se llevaron” a alguien; hay una gama reducida de explicaciones que se repiten: se robó la mota del patrón, trató de “saltarse a alguien”, se metió en una ruta sin permiso, estaba trabajando para varios patrones al mismo tiempo o, cuando ninguna de las anteriores funciona, fue cuestión de mujeres. Se insiste siempre en que hubo alguna razón, nada es de a gratis: “Y es que para andar en lo chueco hay que ser muy derecho, porque la mafia no perdona”. Así se valida localmente el sistema de justicia de los grupos dedicados al tráfico de drogas como uno que no falla.
El signo más patente de la exclusión de los levantados tanto del orden mafioso como del legalista, por darles algún nombre, es la manera en que se desechan los cadáveres, arrancados a la humanidad y restituidos a la naturaleza. Como Antígona con Polinice, la tarea de las hermanas y viudas consiste en recuperar los cuerpos, y reclamarlos para un tercer orden: la familia, la comunidad. Buscar, rezar, llorar, enterrar. Al hacerlo, no sólo se le restituye un lugar al cuerpo entre los humanos, sino que se reitera la fundación del orden comunitario. A fin de cuentas, es común escuchar en el campo que cada quien pertenece al lugar donde están sus muertos. Enterrar a alguien es también atarse un poco a la tierra. A Rafael, por ejemplo, lo enterraron en sus establos, la puerta está siempre abierta para que el que necesite ir a hablar con “un amigo” lo encuentre. Es más, en el desfile del 20 de noviembre hubo un carro alegórico en su honor. Ante la acusación implícita en el levantón, un video conmemorativo lo celebra como: “Un gran padre y jinete”.
Para encontrar los cuerpos, hay quienes eligen la vía legal y se aferran a la esperanza de que las autoridades investiguen. Hay también quienes prefieren apelar directamente a las jerarquías del narcotráfico. Eso requiere de otros mecanismos, de otros argumentos como ilustra el relato de esta viuda:
Ese fin de semana había unas carreras de caballos. Yo estaba en Tucson. Me habla mi esposo para decirme que se habían cancelado las carreras por la lluvia, pero que tenía que ir a hablar con Nacho Páez que le había mandado hablar. Luego me habló cuando ya había salido de ahí para decirme que sólo iba a despedirse de su mamá y se venía para Tucson. Después de un par de horas me habla su papá para decirme que lo habían levantado. Me fui volada de Tucson a Santa Gertrudis, nunca había hecho tan poquito de camino. Yo sola. Y empezamos a buscarlo por todas partes. Los policías municipales sabían lo que había pasado antes de que nadie les avisara. Me comuniqué con Nacho Páez directamente y lo fui a ver a un rancho. Le dije: “Mira, a mí no me interesa lo que haya pasado. Si tienes a Ramón, entrégamelo por favor, te doy todo lo que tengo, te doy las casas, las caballerizas, todo. Dámelo como lo tengas, sin problemas y sin cuestiones. Sólo quiero a Ramón”. Me dijo que él no lo tenía, que sí le había mandado hablar, pero que habían quedado bien. Me ofreció ayuda para buscarlo. Hablé también con Giovanni Páez, a un lado del expendio, también me dijo que él no sabía nada. Traté de hablar con el Gilo también pero no me quiso dar la cara. Me metí a pie a su rancho a buscarlo: yo y mi mamá nomás. Anduve buscando el cuerpo en avioneta y hasta fui a dar con un brujo de Monterrey que supuestamente es muy bueno. Durante tres meses no paré de buscarlo. Ya cuando me había dado por vencida, me hablaron para decirme que unos perros o coyotes habían descubierto una parte del cuerpo en un rancho. Ya no tenía la billetera, la camisa tenía tres tiros, el cuerpo un golpe en la cabeza. Ya eran los puros huesos, pero le sacamos el ADN. Dijeron que habían pasado 10 días entre que se lo llevaron y lo mataron. Cuando lo enterramos le mandé decir a todos ellos que gracias a Dios lo había encontrado y que él no se iba a quedar tirado como los perros, que ya algunos de los involucrados en su muerte habían quedado así, y que todo se paga en esta vida.
La intervención femenina interrumpe la lógica de teatro de sombras que el levantón promueve. Si los nombres de narcos como Nacho y Giovanni Páez y el Gilo aparecen en el espacio comunitario casi como conjuros, como la cristalización de una instancia superior que nadie ha visto, la respuesta de la viuda es ir a verlos a la cara, desenmascararlos. Hace lo que Dorothy con el mago de Oz. No subscribe su lógica, es inmune al encantamiento, no le importan sus “problemas ni cuestiones”. Como Antígona, desmantela todas las normas y razones para salvaguardar una sola: la obligación de enterrar a los muertos de uno. Es importante el “de uno” porque indica parentesco, pertenencia, arraigo. Ella sabe que la agresión fundamental de un levantón no es el homicidio sino la abducción, la escisión de todo vínculo de la víctima con lo humano. Por eso le manda decir a los jefes que ella ganó, que sepultar el cuerpo es su victoria.
Hay una dimensión demográfica de la violencia que no se ha analizado con detalle. Urge, por ejemplo, el dato de qué porcentaje de los muertos encontrados en un municipio son originarios del mismo y cómo varía esta tasa en diferentes regiones de la República. Importa porque es una medida de la profesionalización de la violencia. En lugar de hombres que combinan varias actividades con el narcotráfico, que viven en su pueblo y por lo tanto se someten hasta cierto punto a sus controles comunitarios, vemos grupos constituidos por profesionales que circulan en un amplio territorio y que precisamente están escindidos de la vida local y que mueren lejos de su casa. Es un dato que también ayudaría a analizar con más detalle la hipótesis de que mucho de la violencia, por lo menos tal y como se le ve desde Santa Gertrudis, deriva de una lucha entre instancias, regionales y nacionales —desde la policía municipal hasta el Cártel de Sinaloa— por el control de ciertos recursos locales. Finalmente, ese dato podría permitirnos empezar a ver hasta qué punto la violencia relacionada en principio con el tráfico de drogas se monta o produce otro tipos de conflictos locales.
Algo de lo que más desconcierta en la violencia reciente en México es el desarraigo, el destierro de los cuerpos. Para que un cadáver pueda permanecer más de una hora colgado en un puente peatonal hace falta que esté muy lejos de su casa, de sus Antígonas. Que aparezcan 40 cuerpos tirados en una carretera después de un enfrentamiento y lo único que la gente de los alrededores pueda comentar es que “parecen gente del sur”, muestra que no es posible entender los engranajes de la violencia sin tomar en cuenta la migración en el territorio nacional y la desarticulación del mundo rural que conocimos.
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