MÉXICO, D.F. (Proceso).- No encuentro otras palabras para definir el gobierno de Felipe Calderón que las mismas con las que Alain Finkielkraut definió los totalitarismos de fines del siglo XX: un gobierno que hizo coincidir la burocracia –es decir, una inteligencia puramente funcional– con los poseídos –una inteligencia “sumaria, binaria, abstracta, soberanamente indiferente a la singularidad y a la precariedad de los destinos individuales”.
La diferencia, primero, es que mientras en los totalitarismos esa coincidencia se articulaba en una imagen deformada de la humanidad y del sentido de la Historia, en el gobierno de Calderón no existe imagen alguna de la humanidad ni de la Historia. Entre la burocracia del Estado y los poseídos lo único que reina, bajo el disfraz de la democracia y del progreso, es el poder puro, la disputa sin sentido de territorios, de dinero y de la vida humana como pura instrumentalidad. Segundo, mientras en los totalitarismos, burócratas y poseídos formaban parte de una estructura de Estado monolítica, en el de Calderón no se sabe dónde están: forman parte tanto del Estado como de la ilegalidad. Son, para recordar la imagen que Gustavo Esteva usó para definir la realidad de México, “un lodo” donde la mezcla de los elementos es tan densa que es imposible definir sus fronteras.