domingo, 22 de febrero de 2015

Mario Vargas Llosa - La felicidad, ja, ja

Leí en alguna parte que una encuesta hecha en el mundo entero había determinado que Dinamarca era el país más feliz de la tierra y me disponía a escribir esta columna, prestándome el título de un libro de cuentos de mi amigo Alfredo Bryce que venía como anillo al dedo a lo que quería -burlarme de aquella encuesta-, cuando ocurrió en Copenhague el doble atentado yihadista que ha costado la vida a dos daneses   –un cineasta y el guardián judío de una sinagoga- y malherido a tres agentes.

¿Qué mejor demostración de que no hay, ni ha habido, ni habrá nunca “países felices”? La felicidad no es colectiva sino individual y privada –lo que hace feliz a una persona puede hacer infelices a muchas otras y viceversa- y la historia reciente está plagada de ejemplos que demuestran que todos los intentos de crear sociedades felices –trayendo el paraíso a la tierra- han creado verdaderos infiernos. Los gobiernos deben fijarse como objetivo garantizar la libertad y la justicia, la educación y la salud, crear igualdad de oportunidades, movilidad social, reducir al mínimo la corrupción, pero no inmiscuirse en temas como la felicidad,  la vocación, el amor, la salvación o las creencias, que pertenecen al dominio de lo privado y en los que se manifiesta la dichosa diversidad humana. Esta debe ser respetada pues todo intento de regimentarla ha sido siempre fuente de infortunio y frustración.






Denise Dresser - Joyas por espejitos


En un país de instituciones de peltre, el Instituto Federal Electoral había sido
una institución de oro. En un país en el cual la conanza había sido un bien es-
caso, el IFE la había generado. En México las autoridades electorales durante años
provocaban risa; después produjeron respeto. En México los que vigilaban el proce-
so electoral solían ensuciarlo; entre 1997 y hasta el 2006 aseguraron su limpieza. El
IFE se convirtió en la única joya de la corona, la fuente solitaria de orgullo, la diade-
ma de la democracia. Lamentablemente el PRI y el Partido Verde se han embolsado
el oro ciudadano y han otorgado espejitos a cambio: un Instituto Nacional Electoral
que ya no asegura la equidad y la limpieza. Ayuda a sabotear ambas.

Enrique Anderson-Imbert - El muerto vivo

Enrique Anderson-Imbert

El muerto vivo

Fuimos al cementerio, a despedir los restos de León. Era una cruda maña de invierno. Ya desde muy temprano el cielo negro, redondo, tirante nos avisó así, con su forma de paraguas, que iba a llover. Ahora llovía a cántaros. El viento agitaba los paraguas. El padre y el hermano de León, abrazados, lloraban. tiritando, empapado hasta los huesos, con laringitis, estornudos y fiebre cumplí mi deber: Empecé a leer un disurso fúnebre, en nombre de la redacción de “La Lira”. De pronto vi en las últimas filas del cortejo ¡A él, al muerto, a León! Estaba gozándome, con la cara oculta entre las solapas levantadas del impermeable y el gran sombrero. Fue tanta la sorpresa que solté la pata del paraguas y el paraguas se fue volando con su ala negra. Alguien me lo devolvió respetuosamente. Continué mi discurso, pero sin gana. Comprendí que León nos había hecho la broma de fingirse muerto para asistir a su propio entierro y obligarnos a elogiarlo. Entre frase y frase lo espié, y siempre estaba allí, con las manos en los bolsillos, regocijado. Al terminar el discurso me precipité hacia él, pero se escurrió entre la multitud. Caminaba rápidamente y a pasos cortos para no resbalar sobre el empedrado. Lo vi perderse por las callejuelas de la necrópolis.

Han pasado varios años. El mundo sigue creyéndole muerto. No me atreví a contar a nadie su broma pesada. ¡Para qué! No me hubieran creído. León figura ahora en la historia de nuestra poesía: “Eximio poeta, muerto prematuramente”. Patatín, patatán. Bla, bla, bla. De mi nadie recuerda sino aquel discurso, que luego publicaron como prólogo a sus poesías “póstumas”. No le perdonaré jamás. Cada vez que oigo hablar de las poesías de León me viene un ahogo de ira. Espero verlo el día menos pensado, al doblar la esquina. Me da miedo andar por la ciudad porque sé que cuando lo vea tendré que matarlo.

* Enrique Anderson-Imbert, Cuentos en miniatura (Caracas: Equinoccia, 1976): 60.





Leído en http://www.educoas.org/portal/bdigital/contenido/rib/rib_1996/anexo/anexo42.aspx