A veces los países eligen cuándo se enfrentan a los momentos más terribles de su historia. Sin embargo, otras veces el pasado estalla de golpe. Eso fue lo que ocurrió durante el juicio al alemán Klaus Barbie, el jefe de la Gestapo en Lyon, celebrado hace ahora 30 años y que terminó, el 4 de julio de 1987, con su condena a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad. La expulsión de este antiguo oficial de las SS desde Bolivia en 1983 y su proceso cuatro años más tarde obligaron a los franceses a recordar que la II Guerra Mundial no fue el momento idealizado y fundacional que habían dibujado desde el regreso del general De Gaulle. El de Barbie fue el último gran proceso contra un criminal nazi y, seguramente, el más importante desde el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén en 1960. Pero su importancia radica sobre todo en su efecto sobre la sociedad.
Los franceses se vieron obligados a
recordar que el jefe de la Resistencia en el interior, Jean Moulin, fue
capturado por los nazis, sin duda, pero porque había sido traicionado
por un compañero; también quedó claro que los ocupantes no actuaron
solos, sino apoyados por una milicia formada por los ocupados; y que
algunos ciudadanos sufrieron de manera atroz durante la Ocupación,
mientras que otros muchos simplemente esperaron a que pasase la tormenta
mirando hacia otro lado, sin comprometerse con ninguno de los dos
bandos.