De pronto una mano amistosa detuvo mi marcha. Era Raúl Morodo... “¿Con quién cenas?”, me preguntó después del abrazo, “siéntate con nosotros, te presento, mira, es Adolfo Suárez”. El rostro afable del personaje se me vino encima. Allí estaba el primer Presidente democrático de la nueva España...
Entré a Chile por Argentina. Allí juré ante un “escribano público” que no ejercería el periodismo. Obtuve un permiso. México y Chile habían roto relaciones tres lustros antes. Todos mentíamos. Yo cargaba mi Olivetti Lettera y ellos fingían demencia. Al llegar a Santiago, sin ninguna acreditación internacional, tuve que rentar dos habitaciones, una en el hotel Carrera, justo frente a La Moneda y muy fuertemente vigilado. Allí se encontraba el centro de prensa. Para mí era territorio minado. En el Sheraton había menos controles.
Mi máquina sobre el escritorio y periódicos regados por todos lados anunciaron a las camaristas mi función. Por debajo de mi puerta empezaron a aparecer boletines y documentos sobre lo que en verdad ocurría en las calles. Después vinieron las conversaciones. Yo pisaba El Carrera lo menos posible. Los agentes de la DINA observaban de cerca las transmisiones ¡por télex! Escribir México era riesgoso. Por las noches los rondines detenían sin miramientos y cerraban la ciudad. Yo infringía la ley y nadie podría defenderme. En ocasiones no lograba huir al Sheraton a tiempo. La tensión era enorme.