Regresemos a 1988. El PRI domina por completo la escena política: el partido hegemónico y el país se confunden. Sus cuadros copan todos los espacios de poder mientras que la oposición de derecha, la única real en esos tiempos, no ha ganado siquiera un gobierno estatal. Entonces, al calor de los movimientos reformistas que se suceden en medio mundo, el PRI se desgaja. La Corriente Democrática, asimilada luego con la izquierda institucional, postula a Cuauhtémoc Cárdenas como su candidato. Y la elección se convierte, por primera vez, en un juego real. Una feroz batalla entre la continuidad y la ruptura -para usar los términos del poeta-, entre el pasado y el futuro (con Clouthier como tercero en discordia). Frente al autoritarismo y la corrupción del PRI, Cárdenas encarna la posibilidad de transformar al sistema. Su derrota, a causa del fraude, no le arrebata el triunfo moral.
Seis años después, Salinas de Gortari ha conquistado cierta legitimidad gracias a un sinfín de maniobras, desde reformas estructurales hasta el uso extensivo de programas públicos. Sus ambiciones transexenales se apuntalan con la entrada del país en el NAFTA y con un hombre carismático y dócil como candidato del PRI a sucederlo. El 1o. de enero de 1994, el escenario se trastoca: los zapatistas irrumpen en Chiapas y, a las pocas semanas, Luis Donaldo Colosio cae abatido en Tijuana. La elección adquiere un sesgo ominoso. Otra vez hay que elegir entre la continuidad de Zedillo y la ruptura del atrabiliario Fernández de Cevallos (con Cárdenas como tercero). Tras un brillante inicio de campaña, el candidato del PAN se desvanece y la alternativa se resuelve entre la pax priista y la incertidumbre. Prevalece la primera.
Arrinconados los temores frente a la violencia, el 2000 vuelve a enfrentar la continuidad y la ruptura. Con una diferencia sustancial: el desgaste del aparato priista y un presidente dispuesto a respetar los resultados. La elección moral resulta, esta vez, más o menos sencilla: Vicente Fox se presenta como un candidato bronco y desafiante -aunque luego se revele como un gobernante mediocre-, y los votantes se decantan por él frente a la añeja retórica de Labastida (con Cárdenas, otra vez, como tercero).
En 2006, la batalla entre dos universos irreconciliables se recrudece: de un lado, la continuidad de Calderón frente a la ruptura -nunca más ácida- de López Obrador (con Madrazo en tercer sitio). Nunca la división fue tan tajante: para la mitad del país, López Obrador representa la barbarie; para la otra mitad, Calderón. La lucha se decide por décimas de punto, que muchos achacarán a un fraude. México se desgaja. Para colmo, López Obrador desafía a las instituciones y Calderón desata la "guerra contra el narco", sumiendo al país en la mayor ola de violencia desde el conflicto cristero.
Llegamos, así, al 2012. Y, por primera vez en un cuarto de siglo, el carácter moral en la elección se desdibuja debido a la mediocridad o el cinismo de los candidatos. Tras 12 años de gobiernos panistas, Peña promete una peligrosa nostalgia hacia la época en que el PRI resolvía todos los conflictos con maniobras al margen de la ley. Aún sin ser la favorita del Presidente, Vázquez Mota encarna la continuidad de la política de seguridad pública más perniciosa que ha experimentado el país. Y, tras sus exabruptos del 2006, el discurso de López Obrador se ha vuelto el más conservador: un regreso a los valores de familia y sociedad propios de la década de los cincuenta.
Sólo una sorpresa podría salvarnos de esta abulia. Para lograrlo, Peña debería reconocer la corrupción de los gobiernos pasados y presentes del PRI y emprender una drástica depuración de su partido. Vázquez Mota tendría que repudiar, en los términos más enfáticos, la política de seguridad de Calderón. Y López Obrador tendría que asumir que su vena amorosa no basta: su repudio a las instituciones le hizo un gran daño al país -y a la izquierda- que no puede repararse con simples llamados a la reconciliación. Ahora que se han iniciado las campañas, y que seremos bombardeados con millones de spots, hay pocas esperanzas de que su discurso se transforme. Si ninguno asume sus errores -y los de su partido- y se decide a abandonar los lugares comunes (la renovación del país, la reconciliación, la paz, bla, bla, bla) y a detallar, en primera instancia, las medidas concretas que adoptará en torno a la violencia y el narcotráfico, estaremos obligados a elegir, a regañadientes, sólo entre tres formas distintas de simulación.
Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/651/1301915/default.shtm