A la ya larga lista de políticos criminales o corruptos que continúan en la impunidad se han venido a sumar a últimas fechas los nombres de Fausto Vallejo, cuyos vínculos con el crimen organizado se hacen cada vez más evidentes; de Purificación Carpinteyro, quien intentó utilizar su condición de legisladora para negocios personales, y del comisionado Castillo, quien incurrió en la estúpida acción de encarcelar a José Manuel Mireles –no se encarcela a Pancho Villa–. Ese lugar común del escándalo en México no sólo pone nuevamente de manifiesto la inmensa corrupción de la vida política y sus profundos vínculos con el crimen, sino también el tema del Estado en el que florece la clase política.
Un Estado, según las teorías modernas, tiene una función –la única que le da razón de ser–: cuidar la seguridad, la justicia y la armonía de los ciudadanos, es decir, de la gente. Pero en el fondo, en términos reales, ¿qué es? Una abstracción sin contenido específico. Una “superstición política”, señala Gustavo Esteva, es decir, “una ilusión, un fantasma” que, como los términos “democracia” o “nación”, captura inmerecidamente nuestra fe (Nuestras supersticiones políticas, La Jornada, 23 de junio de 2014). Una palabra, diría Iván Illich, a la que podemos asignarle cualquier valor.