Hay tantas formas de morir como ceremonias para enfrentar el duelo. A veces se muere de golpe cuando el corazón henchido de vida, de cansancio, de experiencias, de hartazgo, encuentra un alto en su camino y dice ¡basta! Con esa muerte, las personas que amaron a quien dejó de latir en sus vidas, se hacen siempre la más añeja pregunta, la más absurda e importante: ¿cómo es posible? si ayer estaba tan contento abrazando a sus hijos o si apenas le vi tan llena de vida y tan sonriente.
Hay siempre dos muertes: la de quien se va y la de quienes le sobreviven, con una pequeña pérdida vital que se parece a una advertencia, al vacío, a la melancolía del no ser que nos espera. Así, las familias de quienes esperaban a sus seres queridos que tomaron un avión que cayó al mar, se niegan al duelo, llenas de ira, desesperadas por hallar una respuesta en tecnicismos que nunca les darán paz emocional. No importa si el más docto ingeniero aeronáutico, especialista en fallas humanas y mecánicas, les muestra un documento que prueba de forma irrefutable que el desplome fue accidental. No importa si la línea aérea reconoce que fue una falla humana, como lo fue la del capitán del barco en Corea del Sur. Nada les consolará, la espera y la consternación por recibir una respuesta inútil son parte de la ceremonia del adiós. Quienes creen en Dios le maldicen, quienes dudan de su existencia le buscan en las horas aciagas. Todos los días mueren miles de personas. Cada minuto en el planeta alguien llora una pérdida que parece irreparable.