I
El 1 de diciembre de 2000 el federalismo mexicano cambió dramáticamente. No hubo una reforma constitucional, ni se transformaron las competencias, los montos presupuestales o las responsabilidades de política pública. Lo que cambió con la llegada de Vicente Fox a la presidencia de la República fue la relación política entre el Ejecutivo federal y los gobiernos estatales. En 1994 el último presidente priista, Ernesto Zedillo, pertenecía al mismo partido que los gobernadores de 28 entidades (y el regente de la ciudad de México). Al tomar posesión, Vicente Fox compartía filiación partidista sólo con siete. Este cambio en la relación de poder dio lugar a una realineación del federalismo mexicano, al fortalecimiento político de los gobernadores como actores políticos en la arena nacional, al aumento sustancial de recursos transferidos a los estados y, también, a atrofias en la operación de políticas intergubernamentales.
La reactivación del federalismo mexicano (que despertaba del letargo centralizador de la dominación priista) había iniciado años atrás. La descentralización parcial de las políticas de salud y educación, entre otras, había dado nuevas áreas de incidencia a los gobiernos estatales. Los recursos transferidos desde la federación habían comenzado a aumentar desde los noventa y, particularmente, desde 1998, gracias al primer presupuesto de egresos aprobado por una Cámara de Diputados sin mayoría del PRI. Y, de manera contundente, la democratización política en las entidades federativas rompió la relación de control político entre el presidente y los gobernadores de todos los partidos.
Todos estos cambios tomaron mayor dimensión una vez que el PAN ocupó la presidencia. Quizá uno de los legados más duraderos (aunque no deliberado) de las administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón será la consolidación de un sistema federal con grandes márgenes de autonomía política de los gobernadores, pero con una enorme dependencia financiera y un entramado complejísimo de políticas intergubernamentales con competencias empalmadas y no siempre bien definidas.
Este arreglo de nuestro sistema federal no es eficaz, no ha servido para mejorar el desempeño de los gobiernos estatales ni ha favorecido la rendición de cuentas. Ha generado, además, una percepción negativa del régimen federal. Analistas y expertos han llenado las páginas de los periódicos y de las revistas académicas de calificativos negativos sobre el federalismo: se habla de un federalismo ine-ficaz o de un “feuderalismo”, en el que caciques regionales o “nuevos virreyes” hacen y deshacen a su antojo, desperdician los recursos públicos, gestionan de forma opaca los programas sociales con fines clientelares, limitan las libertades cívicas y estorban en la implementación de políticas intergubernamentales.