Repantigado en el mullido sillón del amplísimo estudio, Gil aceptó no sin melancolía que el decálogo que Liópez metió con calzador en un texto y presentó en conferencia de prensa para invalidar la elección encierra el misterio central de la fe católica, el dogma único.
Según Liópez y el Movimiento Progresista, usted no debe creer que los mexicanos salieron a votar libremente el primero de julio, usted no debe creer que los votos los contaron los ciudadanos con honestidad, usted no debe creer que fue una jornada electoral limpia y competida, usted no debe creer que ese día los votantes eligieron un candidato. Si usted no cree, usted es enemigo de la democracia. Gil cree que cada vez son más los que creen menos en ese dogma. Y eso pone a Liópez como un basilisco.
Según puede colegir (gran palabra) Gamés, el documento es una amenaza clarísima a los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación: “Ellos y los que no quieren que haya democracia son los responsables, en todo caso, de que no se declare inválida la elección”. Señores magistrados, a comprar paraguas porque va a llover. “Vamos a esperar a que resuelvan. Este es un momento estelar, decisivo, aquí se va a resolver acerca de la legalidad en el país: si rige la Constitución, si hay democracia o lo contrario”. Yastamos. Más claro ni el agua de los cenotes mayas. Señores magistrados, hay de una sopa y no más. Chispiajos con el señor Liópez.
En esta aventura acompañan a Liópez finísimas personas: Alberto Anaya, líder del transparente Partido del Trabajo; Ricardo Monreal, ex coordinador de la campaña del candidato de las izquierdas, mejor conocido como el hombre de los espejuelos, el delirante abogado Jaime Cárdenas y el inexplicable Zambrano. Un equipazo.
La verdad sea dicha, Monreal se ha convertido en uno de los favoritos de esta página del fondo. En entrevista con Carlos Marín en el programa El asalto a la razón, Monreal dijo: “Yo soy católico confeso. Porque debes saber que yo vengo de un lugar que se llama Plateros, una comunidad donde se venera a uno de los santos más venerados del país después de la virgen de Guadalupe y la virgen de los Lagos, que es el Santo Niño de Atocha”. Con razón, decía Gil, les salen las cosas tan bien a estos caballeros: se encomiendan al Santo Niño de Atocha. El niño tiene influencia allá arriba. La verdad, el hombre de los espejuelos no tiene par.
El decálogo de Liópez está un poco raro. A la inequidad, le siguen las encuestas para hacerle propaganda a Peña Nieto, los topes de campaña quebrantados, los obsequios de Soriana y la distribución de los monederos Monex, la compra y distribución de tarjetas telefónicas, la intromisión de los gobiernos priistas, el manejo de una cuenta del Estado de México y la compra de votos. ¿Otra vez la compra de votos? Ah, era para que cuadraran los diez puntos. No se diga más.
Gil jura y perjura que los decálogos de Liópez pueden contener solamente ocho puntos, nomás faltaba que nos fuéramos a detener en naderías neoliberales. El punto 10 del decálogo, por cierto, dice así: “Tráfico con la pobreza de la gente en el medio rural”. Gamés supone que se trata de los pobres que por ser pobres vendieron su voto. ¿No hay en esto una enorme ofensa a la pobreza? ¿Y los pobres que votaron por Liópez? Gilga caminó sobre la duela de cedro blanco con las manos entrelazadas en la espalda: por lo menos hay algo claro entre la bruma de las mentiras, Liópez no aceptará ningún resultado que no invalide la elección. ¿Cómo la ven? Sin albur.
La sentencia de Disraeli espetó dentro del ático: “Los experimentos en política significan revoluciones”.
Gil s’en va
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