Isabel Allende 1942 |
Niña perversa
A los once años Elena Mejías era todavía una cachorra desnutrida,
con la piel sin brillo de los niños solitarios, la boca con algunos huecos por
una dentición tardía, el pelo color de ratón y un esqueleto visible que parecía
demasiado contundente para su tamaño y amenazaba con salirse en las rodillas
y en los codos. Nada en su aspecto delataba sus sueños tórridos ni anunciaba
a la criatura apasionada que en verdad era. Pasaba desapercibida entre los muebles
ordinarios y los cortinajes desteñidos de la pensión de su madre. Era sólo una
gata melancólica jugando entre los geranios empolvados y los grandes helechos
del patio o transitando entre el fogón de la cocina y las mesas del comedor
con los platos de la cena. Rara vez algún cliente se fijaba en ella y si lo
hacía era sólo para ordenarle que rociara con insecticida los nidos de las cucarachas
o llenara el tanque del baño, cuando la crujiente carcasa de la bomba se negaba
a subir el agua hasta el segundo piso. Su madre, agotada por el calor y el trabajo
de la casa, no tenía ánimo para ternuras ni tiempo para observar a su hija,
de modo que no supo cuándo Elena empezó a mutarse en un ser diferente. Durante
los primeros años de su vida había sido una niña silenciosa y tímida, entretenida
siempre en juegos misteriosos, que hablaba sola por los rincones y se chupaba
el dedo. Sus salidas eran sólo a la escuela o al mercado, no parecía interesada
en el bullicioso rebaño de niños de su edad que jugaban en la calle.