Isabel Allende 1942 |
Niña perversa
A los once años Elena Mejías era todavía una cachorra desnutrida,
con la piel sin brillo de los niños solitarios, la boca con algunos huecos por
una dentición tardía, el pelo color de ratón y un esqueleto visible que parecía
demasiado contundente para su tamaño y amenazaba con salirse en las rodillas
y en los codos. Nada en su aspecto delataba sus sueños tórridos ni anunciaba
a la criatura apasionada que en verdad era. Pasaba desapercibida entre los muebles
ordinarios y los cortinajes desteñidos de la pensión de su madre. Era sólo una
gata melancólica jugando entre los geranios empolvados y los grandes helechos
del patio o transitando entre el fogón de la cocina y las mesas del comedor
con los platos de la cena. Rara vez algún cliente se fijaba en ella y si lo
hacía era sólo para ordenarle que rociara con insecticida los nidos de las cucarachas
o llenara el tanque del baño, cuando la crujiente carcasa de la bomba se negaba
a subir el agua hasta el segundo piso. Su madre, agotada por el calor y el trabajo
de la casa, no tenía ánimo para ternuras ni tiempo para observar a su hija,
de modo que no supo cuándo Elena empezó a mutarse en un ser diferente. Durante
los primeros años de su vida había sido una niña silenciosa y tímida, entretenida
siempre en juegos misteriosos, que hablaba sola por los rincones y se chupaba
el dedo. Sus salidas eran sólo a la escuela o al mercado, no parecía interesada
en el bullicioso rebaño de niños de su edad que jugaban en la calle.
La transformación de Elena Mejías coincidió con la llegada
de Juan José Bernal, el Ruiseñor, como él mismo se había apodado y como lo anunciaba
un afiche que clavó en la pared de su cuarto. Los pensionistas eran en su mayoría
estudiantes y empleados de alguna oscura dependencia de la administración pública.
Damas y caballeros de orden, como decía su madre, quien se vanagloriaba de no
aceptar a cualquiera bajo su techo, sólo personas de mérito, con una ocupación
conocida, buenas costumbres, la solvencia suficiente para pagar el mes por adelantado
y la disposición para acatar las reglas de la pensión, más parecidas a las de
un seminario de curas que a las de un hotel. Una viuda tiene que cuidar su reputación
y hacerse respetar, no quiero que mi negocio se convierta en nido de vagabundos
y pervertidos, repetía con frecuencia la madre, para que nadie —y mucho menos
Elena— pudiera olvidarlo. Una de las tareas de la niña era vigilar a los huéspedes
y mantener a su madre informada sobre cualquier detalle sospechoso. Esos trabajos
de espía habían acentuado la condición incorpórea de la muchacha, que se esfumaba
entre las sombras de los cuartos, existía en silencio y aparecía de súbito,
como si acabara de retornar de una dimensión invisible. Madre e hija trabajaban
juntas en las múltiples ocupaciones de la pensión, cada una inmersa en su callada
rutina, sin necesidad de comunicarse. En realidad se hablaban poco y cuando
lo hacían, en el rato libre de la hora de la siesta, era sobre los clientes.
A veces Elena intentaba decorar las vidas grises de esos hombres y mujeres transitorios,
que pasaban por la casa sin dejar recuerdos, atribuyéndoles algún evento extraordinario,
pintándolas de colores con el regalo de algún amor clandestino o alguna tragedia,
pero su madre tenía un instinto certero para detectar sus fantasías. Del mismo
modo descubría si su hija le ocultaba información. Tenía un implacable sentido
práctico y una noción muy clara de cuanto ocurría bajo su techo, sabía con exactitud
qué hacía cada cual a toda hora del día o de la noche, cuánta azúcar quedaba
en la despensa, para quién sonaba el teléfono o dónde habían quedado las tijeras.
Había sido una mujer alegre y hasta bonita, sus toscos vestidos apenas contenían
la impaciencia de un cuerpo todavía joven, pero llevaba tantos años ocupada
de detalles mezquinos que se le habían ido secando la frescura del espíritu
y el gusto por la vida. Sin embargo, cuando llegó Juan José Bernal a solicitar
un cuarto de alquiler, todo cambió para ella y también para Elena. La madre,
seducida por la modulación pretenciosa del Ruiseñor y la sugerencia de celebridad
expuesta en el afiche, contradijo sus propias reglas y lo aceptó en la pensión,
a pesar de que él no calzaba para nada con su imagen del cliente ideal. Bernal
dijo que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante el día, que
no tenía ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes adelantado
y que era muy escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de higiene, era
vegetariano y necesitaba dos duchas diarias. Sorprendida, Elena vio a su madre
registrar sin comentarios al nuevo huésped en el libro y conducirlo hasta la
habitación arrastrando a duras penas su pesada maleta, mientras él llevaba el
estuche con la guitarra y el tubo de cartón donde atesoraba su afiche. Disimulándose
contra la pared, la niña los siguió escaleras arriba y notó la expresión intensa
del nuevo huésped a la vista del delantal de percal pegado a las nalgas húmedas
de sudor de su madre. Al entrar al cuarto Elena encendió el interruptor y las
grandes aspas del ventilador del techo comenzaron a girar con un silbido de
hierros oxidados.
Desde ese instante cambiaron las rutinas de la casa. Había
más trabajo, porque Bernal dormía a las horas en que los demás habían partido
a sus quehaceres, ocupaba el baño durante horas, consumía una cantidad abrumadora
de alimentos de conejo que debían cocinarse por separado, usaba el teléfono
a cada rato y enchufaba la plancha para repasar sus camisas de galán, sin que
la dueña de la pensión le reclamara pagos extraordinarios. Elena volvía de la
escuela con el sol de la siesta, cuando el día languidecía bajo una terrible
luz blanca, pero a esa hora él todavía estaba en el primer sueño. Por orden
de su madre, se quitaba los zapatos, para no violar el reposo artificial en
que parecía suspendida la casa. La niña se dio cuenta de que su madre cambiaba
día a día. Los signos fueron perceptibles para ella desde el principio, mucho
antes de que los demás habitantes de la pensión empezaran a cuchichear a sus
espaldas. Primero fue el olor, un aroma persistente de flores, que emanaba de
la mujer y se quedaba flotando en el ámbito de los cuartos por donde ella pasaba.
Elena conocía cada rincón de la casa y su largo hábito de espionaje le permitió
descubrir el frasco de perfume detrás de los paquetes de arroz y los tarros
de conservas en la despensa. Luego notó la línea de lápiz oscuro en los párpados,
el toque de rojo en los labios, la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata
cuando Bernal bajaba por fin al atardecer, recién bañado, con el pelo todavía
húmedo, y se sentaba en la cocina a devorar sus extraños guisos de faquír. La
madre se sentaba al frente y él le contaba episodios de su vida de artista,
celebrando cada una de sus propias travesuras con una risa fuerte que le nacía
en el vientre.
Las primeras semanas Elena sintió odio por ese hombre que ocupaba
todo el espacio de la casa y toda la atención de su madre. Le repugnaba su pelo
engrasado con brillantina, sus uñas barnizadas, su manía de escarbarse los dientes
con un palito, su pedantería y su descaro para hacerse servir. Se preguntaba
qué veía su madre en él, era sólo un aventurero de poca monta, un cantante de
bares míseros de quien nadie había oído hablar, tal vez un rufián, como había
sugerido en susurros la señorita Sofía, una de las pensionistas más antiguas.
Pero entonces, una tarde caliente de domingo, cuando no había nada que hacer
y las horas parecían detenidas entre las paredes de la casa, Juan José Bernal
apareció en el patio con su guitarra, se instaló en un banco bajo la higuera
y empezó a pulsar las cuerdas. El sonido atrajo a todos los huéspedes, que fueron
asomándose uno a uno, primero con cierta timidez, sin comprender muy bien la
causa de tanta bulla, pero luego sacaron entusiasmados las sillas del comedor
y se acomodaron alrededor del Ruiseñor. El hombre tenía una voz vulgar, pero
era entonado y cantaba con gracia. Conocía todos los viejos boleros y las rancheras
del repertorio mexicano y algunas canciones guerrilleras sembradas de palabrotas
y blasfemias, que hicieron sonrojar a las mujeres. Por primera vez, desde que
la niña podía recordar, hubo en la pensión un ambiente de fiesta. Cuando oscureció
encendieron dos lámparas de parafina para colgarlas de los árboles y trajeron
cervezas y la botella de ron reservada para curar resfríos. Elena sirvió los
vasos temblando, sentía las palabras de despecho de esas canciones y los lamentos
de la guitarra en cada fibra del cuerpo, como una fiebre. Su madre seguía el
ritmo con un pie. De súbito se levantó, la tomó de las manos y las dos empezaron
a bailar, seguidas de inmediato por los demás, incluyendo a la señorita Sofía,
toda remilgos y risas nerviosas. Por un largo rato, Elena se movió siguiendo
la cadencia de la voz de Bernal, apretada contra el cuerpo de su madre, aspirando
su nuevo olor a flores, totalmente dichosa. Pronto, sin embargo, notó que la
rechazaba con suavidad, separándola para seguir sola. Con los ojos cerrados
y la cabeza echada hacia atrás, la mujer ondulaba como una sábana secándose
en la brisa. Elena se retiró y poco a poco también los demás volvieron a sus
sillas, dejando a la dueña de la pensión sola al centro del patio, perdida en
su danza.
Desde esa noche Elena vio a Bernal con ojos nuevos. Olvidó
que detestaba su brillantina, su escarbadientes y su arrogancia, y cuando lo
veía pasar o lo escuchaba hablar recordaba las canciones de aquella fiesta improvisada
y volvía a sentir el ardor en la piel y la confusión en el alma, una fiebre
que no sabía poner en palabras. Lo observaba de lejos, a hurtadillas, y así
fue descubriendo aquello que antes no supo percibir, sus hombros, su cuello
ancho y fuerte, la curva sensual de sus labios gruesos, sus dientes perfectos,
la elegancia de sus manos, largas y finas. Le entró un deseo insoportable de
aproximarse a él para enterrar la cara en su pecho moreno, escuchar la vibración
del aire en sus pulmones y el ruido de su corazón, aspirar su olor, un olor
que sabía seco y penetrante, como de cuero curtido o de tabaco. Se imaginaba
a sí misma jugando con su pelo, palpándole los músculos de la espalda y de las
piernas, descubriendo la forma de sus pies, convertida en humo para metérsele
por la garganta y ocuparlo entero. Pero si el hombre levantaba la mirada y se
encontraba con la suya, Elena corría a ocultarse en el más apartado matorral
del patio, temblando. Bernal se había adueñado de todos sus pensamientos, la
niña ya no podía soportar la inmovilidad del tiempo lejos de él. En la escuela
se movía como en una pesadilla, ciega y sorda a todo salvo las imágenes interiores,
donde lo veía sólo a él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Tal vez dormía
boca abajo sobre la cama con las persianas cerradas, su cuarto en penumbra,
el aire caliente agitado por las alas del ventilador, un sendero de sudor a
lo largo de su columna, la cara hundida en la almohada. Con el primer golpe
de la campana de salida corría a la casa, rezando para que él no se hubiera
despertado todavía y ella alcanzara a lavarse y ponerse un vestido limpio y
sentarse a esperarlo en la cocina, fingiendo hacer sus tareas para que su madre
no la abrumara de labores domésticas. Y después, cuando lo escuchaba salir silbando
del baño, agonizaba de impaciencia y de miedo, segura de que moriría de gozo
si él la tocara o tan sólo le hablara, ansiosa de que eso ocurriera, pero al
mismo tiempo lista para desaparecer entre los muebles, porque no podía vivir
sin él, pero tampoco podía resistir su ardiente presencia. Con disimulo lo seguía
a todas partes, lo servía en cada detalle, adivinaba sus deseos para ofrecerle
lo que necesitaba antes de que ‘lo pidiera, pero se movía siempre como una sombra,
para no revelar su existencia.
En las noches Elena no lograba dormir, porque él no estaba
en la casa. Abandonaba su hamaca y salía como un fantasma a vagar por el primer
piso, juntando valor para entrar por fin sigilosa al cuarto de Bernal. Cerraba
la puerta a su espalda y abría un poco la persiana, para que entrara el reflejo
de la calle a alumbrar las ceremonias que había inventado para apoderarse de
los pedazos del alma de ese hombre, que se quedaban impregnando sus objetos.
En la luna del espejo, negra y brillante como un charco de lodo, se observaba
largamente, porque allí se había mirado él y las huellas de las dos imágenes
podrían confundirse en un abrazo. Se acercaba al cristal con los ojos muy abiertos,
viéndose a sí misma con los ojos de él, besando sus propios labios con un beso
frío y duro, que ella imaginaba caliente, como boca de hombre. Sentía la superficie
del espejo contra su pecho y se le erizaban las diminutas cerezas de los senos,
provocándole un dolor sordo que la recorría hacia abajo y se instalaba en un
punto preciso entre sus piernas. Buscaba ese dolor una y otra vez. Del armario
sacaba una camisa y las botas de Bernal y se las ponía. Daba unos pasos por
el cuarto con mucho cuidado, para no hacer ruido. Así vestida hurgaba en sus
cajones, se peinaba con su peine, chupaba su cepillo de dientes, lamía su crema
de afeitar acariciaba su ropa sucia. Después, sin saber por qué lo hacía, se
quitaba la camisa, las botas y su camisón y se tendía desnuda sobre la cama
de Bernal, aspirando con avidez su olor, invocando su calor para envolverse
en él. Se tocaba todo el cuerpo, empezando por la forma extraña de su cráneo,
los cartílagos translúcidos de las orejas, las cuencas de los ojos, la cavidad
de su boca, y así hacia abajo dibujándose los huesos, los pliegues, los ángulos
y las curvas de esa totalidad insignificante que era ella misma, deseando ser
enorme, pesada y densa como una ballena. Imaginaba que se iba llenando de un
líquido viscoso y dulce como miel, que se inflaba y crecía al tamaño de una
descomunal muñeca, hasta llenar toda la cama, todo el cuarto, toda la casa con
su cuerpo turgente. Extenuada, a veces se dormía por unos minutos, llorando.
Una mañana de sábado Elena vio desde la ventana a Bernal que
se aproximaba a su madre por detrás, cuando ella estaba inclinada en la artesa
fregando ropa. El hombre le puso la mano en la cintura y la mujer no se movió,
como si el peso de esa mano fuera parte de su cuerpo. Desde la distancia, Elena
percibió el gesto de posesión de él, la actitud de entrega de su madre, la intimidad
de los dos, esa corriente que los unía con un formidable secreto. La niña sintió
que un golpe de sudor la bañaba entera, no podía respirar, su corazón era un
pájaro asustado entre las costillas, le picaban las manos y los pies, la sangre
pujando por reventarle los dedos. Desde ese día comenzó a espiar a su madre.
Una a una fue descubriendo las evidencias buscadas, al principio
sólo miradas, un saludo demasiado prolongado, una sonrisa cómplice, la sospecha
de que bajo la mesa sus piernas se encontraban y que inventaban pretextos para
quedarse a solas. Por fin una noche, de regreso del cuarto de Bernal donde había
cumplido sus ritos de enamorada, escuchó un rumor de aguas subterráneas proveniente
de la habitación de su madre y entonces comprendió que durante todo ese tiempo,
mientras ella creía que Bernal estaba ganándose el sustento con canciones nocturnas,
el hombre había estado al otro lado del pasillo, y mientras ella besaba su recuerdo
en el espejo y aspiraba la huella de su paso en sus sábanas, él estaba con su
madre. Con la destreza aprendida en tantos años de hacerse invisible, atravesó
la puerta cerrada y los vio entregados al placer. La pantalla con flecos de
la lámpara irradiaba una luz cálida, que revelaba a los amantes sobre la cama.
Su madre se había transformado en una criatura redonda, ros. ada, gimiente,
opulenta, una ondulante anémona de mar, puros tentáculos y ventosas, toda boca
y manos y piernas y orificios, rodando y rodando adherida al cuerpo grande de
Bernal, quien por contraste le pareció rígido, torpe, de movimientos espasmódicos,
un trozo de madera sacudido por una ventolera inexplicable. Hasta entonces la
niña no había visto a un hombre desnudo y la sorprendieron las fundamentales
diferencias. La naturaleza masculina le pareció brutal y le tomó un buen tiempo
sobreponerse al terror y forzarse a mirar. Pronto, sin embargo, la venció la
fascinación de la escena y pudo observar con toda atención, para aprender de
su madre los gestos que habían logrado arrebatarle a Bernal, gestos más poderosos
que todo el amor de ella, que todas sus oraciones, sus sueños y sus silenciosas
llamadas, que todas sus ceremonias mágicas para convocarlo a su lado. Estaba
segura de que esas caricias y esos susurros contenían la clave del secreto y
si lograba apoderárselos, Juan José Bernal dormiría con ella en la hamaca, que
cada noche colgaba de dos ganchos en el cuarto de los armarios.
Elena pasó los días siguientes en estado crepuscular. Perdió
totalmente el interés por su entorno, inclusive por el mismo Bernal, quien pasó
a ocupar un compartimiento de reserva en su mente, y se sumergió en una realidad
fantástica que reemplazó por completo al mundo de los vivos. Siguió cumpliendo
con las rutinas por la fuerza del hábito, pero su alma estaba ausente de todo
lo que hacía. Cuando su madre notó su falta de apetito, lo atribuyó a la cercanía
de la pubertad, a pesar de que Elena era a todas luces demasiado joven, y se
dio tiempo para sentarse a solas con ella y ponerla al día sobre la broma de
haber nacido mujer. La niña escuchó en taimado silencio la perorata sobre maldiciones
bíblicas y sangres menstruales, convencida de que eso jamás le ocurriría a ella.
El miércoles Elena sintió hambre por primera vez en casi una
semana. Se metió en la despensa con un abrelatas y una cuchara y se devoró el
contenido de tres tarros de arvejas, luego le quitó el vestido de cera roja
a un queso holandés y se lo comió como una manzana. Después corrió al patio
y, doblada en dos, vomitó una verde mezcolanza sobre los geranios. El dolor
del vientre y el agrio sabor en la boca le devolvieron el sentido de la realidad.
Esa noche durmió tranquila, enrollada en su hamaca, chupándose el dedo como
en los tiempos de la cuna. El jueves despertó alegre, ayudó a su madre a preparar
el café para los pensionistas y luego desayunó con ella en la cocina, antes
de irse a clases. A la escuela, en cambio, llegó quejándose de fuertes calambres
en el estómago y tanto se retorció y pidió permiso para ir al baño, que a media
mañana la maestra la autorizó para regresar a su casa.
Elena dio un largo rodeo para evitar las calles del barrio
y se aproximó a la casa por la pared del fondo, que daba a un barranco. Logró
trepar el muro y saltar al patio con menos riesgo del esperado. Había calculado
que a esa hora su madre estaba en el mercado, y como era el día del pescado
fresco tardaría un buen rato en volver. En la casa sólo se encontraban Juan
José Bernal y la señorita Sofía, que llevaba una semana sin ir al trabajo porque
tenía un ataque de artritis.
Elena escondió los libros y los zapatos bajo unas mantas y
se deslizó al interior de la casa. Subió la escalera pegada a la pared, reteniendo
la respiración, hasta que oyó la radio tronando en el cuarto de la señorita
Sofía y se sintió más tranquila. La puerta de Bernal cedió de inmediato. Adentro
estaba oscuro y por un momento no vio nada, porque venía del resplandor de la
mañana en la calle, pero conocía la habitación de memoria, había medido el espacio
muchas veces, sabía dónde se hallaba cada objeto, en qué lugar preciso el piso
crujía y a cuántos pasos de la puerta estaba la cama. De todos modos, esperó
que se le acostumbrara la vista a la penumbra y que aparecieran los contornos
de los muebles. A los pocos instantes pudo distinguir también al hombre sobre
la cama. No estaba boca abajo, como tantas veces lo imaginó, sino de espaldas
sobre las sábanas, vestido sólo con un calzoncillo, un brazo extendido y el
otro sobre el pecho, un mechón de cabello sobre los ojos. Elena sintió que de
pronto todo el miedo y la impaciencia acumulados durante esos días desaparecían
por completo, dejándola limpia, con la tranquilidad de quien sabe lo que debe
hacer. Le pareció que había vivido ese momento muchas veces; sé dijo que no
había nada que temer, se trataba sólo de una ceremonia algo diferente a las
anteriores. Lentamente se quitó el uniforme de la escuela, pero no se atrevió
a desprenderse también de sus bragas de algodón. Se acercó a la cama. Ya podía
ver mejor a Bernal. Se sentó al borde, a poco trecho de la mano del hombre,
procurando que su peso no marcara ni un pliegue más en las sábanas, se inclinó
lentamente, hasta que su cara quedó a pocos centímetros de él y pudo sentir
el calor de su respiración y el olor dulzón de su cuerpo, y con infinita prudencia
se tendió a su lado, estirando cada pierna con cuidado para no despertarlo.
Esperó, escuchando el silencio, hasta que se decidió a posar su mano sobre el
vientre de él en una caricia casi imperceptible. Ese contacto provocó una oleada
sofocante en su cuerpo, creyó que el ruido de su corazón retumbaba por toda
la casa y despertaría al hombre. Necesitó varios minutos para recuperar el entendimiento
y cuando comprobó que no se movía, relajó la tensión y apoyó la mano con todo
el peso del brazo’ tan liviano de todos modos, que no alteró el descanso de
Bernal. Elena recordó los gestos que había visto a su madre y mientras introducía
los dedos bajo el elástico de los calzoncillos buscó la boca del hombre y lo
besó como lo había hecho tantas veces frente al espejo. Bernal gimió aún dormido
y enlazó a la niña por el talle con un brazo, mientras su otra mano atrapaba
la de ella para guiarla y su boca se abría para devolver el beso, musitando
el nombre de la amante. Elena lo oyó llamar a su madre, pero en vez de retirarse
se apretó más contra él. Bernal la cogió por la cintura y se la subió encima,
acomodándola sobre su cuerpo a tiempo que iniciaba los primeros movimientos
del amor. Recién entonces, al sentir la fragilidad extrema de ese esqueleto
de pájaro sobre su pecho, un chispazo de conciencia cruzó la algodonosa bruma
del sueño y el hombre abrió los ojos. Elena sintió que el cuerpo de él se tensaba,
se vio cogida por las costillas y rechazada con tal violencia que fue a dar
al suelo, pero se puso de pie y volvió donde él para abrazarlo de nuevo. Bernal
la golpeó en la cara y saltó de la cama, aterrado quién sabe por qué antiguas
prohibiciones y pesadillas.
—¡Perversa, niña perversa! —gritó. La puerta se abrió y la
señorita Sofía apareció en el umbral.
Elena pasó los siete años siguientes en un internado de monjas,
tres más en una universidad de la capital y después entró a trabajar en un banco.
Entretanto, su madre se casó con su amante y entre los dos siguieron administrando
la pensión, hasta que tuvieron ahorros suficientes para retirarse a una pequeña
casa de campo, donde cultivaban claveles y crisantemos para vender en la ciudad.
El Ruiseñor colocó su afiche de artista en un marco dorado, pero no volvió a
cantar en espectáculos nocturnos y nadie lo echó de menos. Nunca acompañó a
su mujer a visitar a la hijastra, tampoco preguntaba por ella, para no alborotar
las dudas de su propio espíritu, pero pensaba en ella a menudo. La imagen de
la niña permaneció intacta para él, los años no la rozaron, siguió siendo la
criatura lujuriosa y vencida de amor a quien él rechazó. En verdad, a medida
que transcurrían los años el recuerdo de esos huesos livianos, de esa mano infantil
en su vientre, de esa lengua de bebé en su boca, fue creciendo hasta convertirse
en una obsesión. Cuando abrazaba el cuerpo pesado de su mujer, debía concentrarse
en esas visiones, invocando meticulosamente a Elena, para despertar el impulso
cada vez más difuso del placer. En la madurez iba a las tiendas de ropa infantil
y compraba bragas de algodón para deleitarse acariciándolas y acariciándose.
Después se avergonzaba de esos instantes desaforados y quemaba las bragas o
las enterraba profundamente en el patio, en un intento inútil de olvidarlas.
Se aficionó a rondar las escuelas y los parques, para observar de lejos a las
muchachas impúberes, que le devolvían por unos momentos demasiado breves el
abismo de ese jueves inolvidable.
Elena tenía veintisiete años cuando fue a visitar la casa de
su madre por primera vez, para presentarle a su novio, un capitán del ejército
que llevaba un siglo rogándole que se casara con él. En uno de esos atardeceres
frescos de noviembre llegaron los jóvenes, él vestido de paisano, para no parecer
demasiado arrogante en galas militares, y ella cargada de regalos. Bernal había
aguardado esa visita con la ansiedad de un adolescente. Se había mirado al espejo
incansablemente, escrutando su propia imagen, preguntándose si Elena vería los
cambios o si en la mente de ella el Ruiseñor habría permanecido invulnerable
al desgaste del tiempo. Se había preparado para el encuentro escogiendo cada
palabra e imaginando todas las posibles respuestas. Lo único que no se le ocurrió
fue que en vez de la criatura de fuego por quien él había vivido atormentado,
aparecería ante sus ojos una mujer desabrida y tímida. Bernal se sintió traicionado.
Al anochecer, cuando pasó la euforia de la llegada y la madre
y la hija se habían contado las últimas novedades, sacaron unas sillas al patio
para aprovechar el fresco. El aire estaba cargado con el olor de los claveles.
Bernal ofreció un trago de vino y Elena lo siguió para buscar los vasos. Por
unos minutos estuvieron solos, frente a frente en la estrecha cocina. Y entonces
el hombre, que había aguardado durante tanto tiempo esa oportunidad, retuvo
a la mujer por un brazo y le dijo que todo había sido una terrible equivocación,
que esa mañana él estaba dormido y no supo lo que hizo, que nunca quiso lanzarla
al suelo ni llamarla así, que tuviera compasión y lo perdonara, a ver si así
él lograba recuperar la cordura, porque en todos esos años el ardiente antojo
por ella lo había acosado sin descanso, quemándole la sangre y corrompiéndole
el espíritu. Elena lo miró asombrada y no supo qué contestar. ¿De qué niña perversa
le hablaba? Para ella la infancia había quedado muy atrás y el dolor de ese
primer amor rechazado estaba bloqueado en algún lugar sellado de la memoria.
No guardaba ningún recuerdo de aquel jueves remoto.
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