domingo, 11 de enero de 2015

Ambrose Bierce - El dedo medio del pie derecho

Ambrose Bierce (1842 - 1914)

El dedo medio del pie derecho

Es bien sabido que la vieja casa Manton está hechizada. En toda la zona rural que la rodea, e incluso en la ciudad de Marshall, situada a una milla de distancia, no hay una sola persona de mente imparcial que tenga la menor duda al respecto; la incredulidad se limita a esas personas que recibirán el término de «chifladas» en cuanto esta útil palabra haya penetrado en la esfera intelectual del Advance de Marshall. La evidencia de que la casa está hechizada es doble: el testimonio de testigos desinteresados que han aportado la prueba ocular, y el de la propia casa. Los primeros pueden ser rechazados por cualquiera de las diversas objeciones que se le ocurra plantear al ingenuo; pero los hechos que están al alcance de la observación de todos son materiales y pueden controlarse.

En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por los mortales desde hace más de diez años, y junto con sus edificios exteriores está entrando lentamente en decadencia: circunstancia que, por sí sola, nadie en su sano juicio se aventuraría a ignorar. Está un poco alejada del tramo más solitario de la carretera que une Marshall con Harriston, en un claro que en otro tiempo fue una granja, y sigue desfigurado por secciones de valla podrida y medio cubierta por zarzas que antaño cercaba un suelo estéril y pedregoso que hace ya muchísimo tiempo que no sabe lo que es un arado. La casa se encuentra en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy despintada por el tiempo y con una gran necesidad de atención del vidriero, ya que la población masculina infantil de la región ha dado pruebas, de la manera que le es habitual, de su desaprobación a esa casa sin habitantes. Tiene una altura de dos pisos, es de planta casi cuadrada y la fachada delantera está traspasada por una sola puerta flanqueada a cada lado por una ventana, totalmente recubiertas ambas de tablones. Las ventanas correspondientes del piso superior, que no están protegidas, permiten la entrada de la luz y la lluvia en las habitaciones del segundo piso. Hierbas buenas y malas crecen a su antojo por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo estropeados por el viento, se inclinan todos en la misma dirección, dando la impresión de que estuvieran haciendo un esfuerzo concertado por escapar de allí. En resumen, tal como el humorista de la ciudad de Marshall explicaba en las columnas del Advance, «la proposición de que la casa Manton está hechizada es la única conclusión lógica que puede obtenerse». El hecho de que fuera en aquella misma morada donde al señor Manton le pareció adecuado una noche de hace unos diez años levantarse y cortarle la garganta a su esposa y a sus dos hijos pequeños, yéndose a vivir enseguida a otra parte del país, tiene sin duda su parte de responsabilidad en el hecho de que a la atención pública el lugar le parezca adecuado para los fenómenos sobrenaturales.









Una tarde de verano llegaron a la casa cuatro hombres montados en una carreta. Tres de ellos se bajaron enseguida, y el que iba conduciendo ató la yunta al único poste que quedaba de lo que había sido una valla. El cuarto permaneció sentado en el carro.

-Vamos -dijo uno de sus compañeros acercándose a él, mientras los otros dos se dirigían a la casa-. Éste es el lugar.

-¡Dios mío! -respondió sin moverse el otro-. Esto es una broma y me parece que están todos en el ajo.

-Quizás yo lo esté -contestó el otro mirándole directamente a la cara y hablándole con un tono que tenía algo de desprecio-. Pero recordará que la elección del lugar se le dejaba a los otros con su consentimiento. Claro que si tiene miedo de los espectros...

-Yo no le tengo miedo a nada -le interrumpió el otro con un juramento antes de saltar al suelo. Los dos se unieron a los otros en la puerta, que uno de ellos había abierto ya con cierta dificultad porque la cerradura estaba oxidada. Entraron todos. Dentro estaba oscuro, pero el que había abierto la puerta sacó una vela y cerillas y la prendió. Abrió después una puerta que tenía a su derecha en cuanto estuvieron en el pasillo. Daba paso a una habitación grande y cuadrada que la vela sólo podía iluminar muy débilmente. El suelo tenía una espesa capa de polvo que ahogaba parcialmente el ruido de sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de un encaje podrido, y que con la agitación del aire que produjo su entrada iniciaron unos movimientos ondulantes. La habitación tenía dos ventanas en los lados, pero desde ninguna de ellas podía verse nada salvo la tosca superficie interior de los tablones clavados a escasos centímetros del cristal. No había chimenea ni muebles; no había nada: aparte de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos seres que no formaban parte de la estructura.

Debían tener un aspecto extraño bajo la luz amarillenta de la vela. El que se había bajado del carro con mayor desgana resultaba especialmente espectacular: casi podría decirse que sensacional. Era de mediana edad, de fuerte constitución, pecho y hombros anchos. Viendo su figura cualquiera habría dicho que tenía la fuerza de un gigante, y si se le miraba a los rasgos de la cara, cualquiera se convencería de que estaba dispuesto a utilizarla como tal. Iba bien afeitado y con el pelo, grisáceo, muy corto. Su frente baja estaba cruzada por arrugas encima de los ojos, que se volvían verticales sobre la nariz. Las cejas, negras y espesas, seguían la misma ley, y sólo un último giro hacia arriba impedía lo que se habría convertido en un punto de contacto. Muy hundidos bajo las cejas, brillando bajo la luz oscura, había unos ojos de color incierto pero evidentemente demasiado pequeños. Su expresión tenía algo formidable que no mejoraba con la boca cruel y las mandíbulas anchas. La nariz estaba, sin embargo, bastante bien, en cuanto que nariz; pero nadie espera demasiado de las narices. Todo lo que tenía de siniestro el rostro de aquel hombre parecía acentuado por una palidez que no era natural: daba la impresión de que careciera totalmente de sangre.

El aspecto de los otros hombres era bastante común: eran personas de esas que uno conoce y se olvida de haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre que hemos descrito, y entre ellos y el de mayor edad, que se mantenía apartado, no parecía existir ningún sentimiento amable. Evitaban mirarse el uno al otro.

-Caballeros -dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves-. Creo que todo está bien. ¿Está dispuesto, señor Rosser?

El hombre que se encontraba apartado del grupo inclinó la cabeza y sonrió.

-¿Y usted, señor Grossmith?

El hombre pesado inclinó la cabeza y frunció el ceño.

-Si me hacen el favor de quitarse las prendas exteriores.

Enseguida se quitaron los sombreros, abrigos, chalecos y pañuelos de cuello, que arrojaron fuera de la puerta, al pasillo. El hombre que llevaba la vela asintió y el cuarto hombre -el que había presionado a Grossmith para que bajara del carro- sacó del bolsillo de su abrigo dos largos machetes de aspecto asesino que extrajo inmediatamente de sus vainas de cuero.

-Son exactamente iguales -dijo dándole a cada uno de los dos personajes principales uno de los cuchillos, pues en ese momento hasta el observador más torpe habría comprendido la naturaleza de la reunión. Iba a ser un duelo a muerte.

Cada luchador cogió un cuchillo, lo examinó críticamente cerca de la vela y comprobó la fuerza de la hoja y del mango sobre su rodilla levantada. Después, el ayudante de cada uno de ellos se dirigió al otro.

-Si le parece bien, señor Grossmith -dijo el hombre que sostenía la luz-, se colocará usted en esa esquina.

Indicó el ángulo de la habitación más alejado a la puerta, y hacia allí se retiró Grossmith, después de que su ayudante se despidiera de él con un apretón de manos que no tenía nada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rosser, y tras una consulta en susurros con su ayudante, éste le dejó y se unió al otro ayudante junto a la puerta. En ese momento se apagó la vela dejando la habitación en una oscuridad profunda. Quizás se debiera a una corriente provocada por la puerta abierta, pero con independencia de cuál fuera la causa, el efecto resultó sorprendente.

-Caballeros -dijo una voz que parecía extrañamente desconocida en esas condiciones alteradas que afectan a las relaciones de los sentidos-: no se moverán hasta que oigan que se ha cerrado la puerta exterior.

Se escucharon sonidos de pisadas, después el de la puerta interior al cerrarse y, finalmente, la puerta exterior, con un golpe que sacudió el edificio entero.

Unos minutos más tarde, el hijo de un granjero que se había retrasado se encontró con un carro ligero que conducían furiosamente hacia la ciudad de Marshall. Afirmó que tras las dos personas del asiento delantero había una tercera, con las manos sobre los hombros inclinados de los otros, quienes parecían luchar en vano para liberarse del tercero. A diferencia de las otras, esa figura iba vestida de blanco y sin la menor duda se había subido al carro cuando éste pasó junto a la casa hechizada. Como el muchacho podía jactarse de haber tenido muchísimas experiencias anteriores en esa zona sobrenatural, su palabra tenía con justicia el peso del testimonio de un experto. La historia (en relación con los acontecimientos del día siguiente) apareció en el Advance, con algunos ligeros embellecimientos literarios y la sugerencia, a modo de conclusión, de que a esos caballeros se les permitiría utilizar las columnas del periódico para dar su versión acerca de la aventura nocturna. Pero nadie reclamó ese privilegio.


II


Los acontecimientos que habían llevado a aquel «duelo en la oscuridad» fueron bastante simples. Una noche, tres jóvenes de la ciudad de Marshall estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel del pueblo, fumando y discutiendo acerca de los asuntos que es natural interesen a hombres jóvenes y educados de un pueblo del sur. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A una distancia escasa desde la que era fácil escucharles, pero sin tomar parte en la conversación, se sentaba un cuarto hombre que aquellos tres no conocían. Simplemente sabían que cuando a primera hora de la tarde había llegado en la diligencia, se había registrado en el hotel con el nombre de Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie salvo con el recepcionista del hotel. Sin embargo, parecía apreciar singularmente su propia compañía; o tal como lo expresó el personnel del Advance, era «muy adicto a las malignas asociaciones». Pero habría que añadir entonces, para hacer justicia al desconocido, que el personnelera de una disposición demasiado alegre como para poder juzgar a alguien diferentemente dotado, y que además había experimentado un ligero rechazo cuando intentó hacerle una «entrevista».

-Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer -estaba diciendo King-. Ya sea natural o... adquirida. Sostengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su correlativo defecto mental y moral.

-Deduzco de ello -intervino con solemnidad Rosser-, que una dama que carezca de la ventaja moral de una nariz encontraría que la lucha por convertirse en la señora King sería una empresa ardua.
-Desde luego que puede expresarlo de ese modo -le respondió el otro-. Pero hablando en serio, en una ocasión abandoné a una joven de lo más encantadora al enterarme accidentalmente de que había sufrido la amputación de un dedo de un pie. Mi conducta fue brutal, si quieren considerarlo así, pero si me hubiera casado con esa joven me habría sentido desgraciado durante toda la vida, y habría hecho que también ella se sintiera así.

-Mientras que al casarse con un caballero de opiniones más liberales, escapó a ese destino y se encontró con que le abrieron la garganta-intervino Sancher con una ligera risotada.
-Ah, ya sabe a quién me refiero. Ciertamente, se casó con Manton, pero nada sé de su liberalidad; no estoy seguro de que no le cortara la garganta al descubrir que le faltaba eso que es tan excelente en una mujer: el dedo corazón del pie derecho.

-¡Fíjense en ese tipo! -dijo Rosser en voz baja fijando su mirada en el desconocido.

Evidentemente aquel tipo estaba escuchando la conversacion intensamente.

-¡Vaya descaro! -murmuró King-. ¿Qué podemos hacer?

-Eso es fácil -contestó Rosser levantándose-. Señor -dijo dirigiéndose al desconocido-: creo que sería mejor que se fuera con su silla al otro extremo del porche. La presencia de unos caballeros es. una situación que, evidentemente, no le resulta familiar.

El hombre se puso en pie y avanzó hacia ellos con los puños cerrados y el rostro blanco por la rabia. Ahora estaban todos en pie y Sancher se interpuso entre los beligerantes.

-Ha sido usted apresurado e injusto -le dijo a Rosser-. Este caballero no ha hecho nada que merezca ese lenguaje.

Pero Rosser no retiró ninguna palabra. Dada la costumbre del país y de la época, aquella disputa sólo podía tener una consecuencia.

-Exijo la satisfacción debida a un caballero -dijo el desconocido, ya más tranquilo-. No tengo ningún conocido en esta región. Quizás usted, señor, tendrá la amabilidad de representarme en este asunto -añadió haciendo un gesto a Sancher.

Sancher aceptó la misión; hay que confesar que con cierta desgana, pues ni el aspecto ni las maneras de aquel hombre eran totalmente de su agrado. King, que durante el coloquio apenas había apartado la mirada del rostro del desconocido y no había dicho ni una sola palabra, consintió con un gesto actuar como ayudante de Rosser, y como consecuencia de todo aquello, una vez se hubieron retirado los elementos principales, se acordó un encuentro para la noche siguiente. La naturaleza de las disposiciones tomadas ya se ha revelado. El duelo a cuchillo en una habitación oscura fue en otro tiempo algo común en la vida del suroeste. Lo que veremos más adelante es la delgada capa de barniz de «caballería» que ocultaba la brutalidad esencial de dicho código.


III

Bajo el calor de un mediodía de verano, la antigua casa Manton resultaba verdaderamente fiel a sus tradiciones. Era terrena, de la tierra. La luz del sol la acariciaba cálida y afectuosamente, despreciando evidentemente su mala reputación. La hierba que verdeaba todo el área frontal parecía crecer no sólo espesamente, sino con una exhuberancia natural y gozosa, mientras las matas florecían como si fueran plantas. Formando encantadores juegos de luces y sombras, y poblados de pájaros de agradables cantos, los olvidados árboles de sombra ya no luchaban por escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo su carga de sol y de cantos. Incluso en las ventanas altas, sin cristales, había una expresión de paz y alegría debida ala luz interior. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un temblor vivo incompatible con esa gravedad que es atributo de lo sobrenatural.

Ése era el aspecto que presentaba el lugar ante el sheriff Adams y los dos hombres que le habían acompañado desde Marshall para ir a verla. Uno de ellos era el señor King, ayudante del sheriff; el otro, llamado Brewer, era un hermano de la fallecida señora Manton. Según una benéfica ley del Estado relativa a cualquier propiedad que hubiera sido abandonada durante un cierto período de tiempo por un propietario cuya residencia no podía averiguarse, el sheriff era el custodio legal de la granja Manton y de las dependencias que le pertenecieran. Aquella visita se debía a una simple conformidad superficial al mandato de un tribunal al que había acudido el señor Brewer con el fin de tomar posesión de la propiedad en cuanto que heredero de su hermana fallecida. Por una simple coincidencia, la visita se realizó al día siguiente de la noche en que el ayudante del sheriff, King, había abierto la casa con un propósito muy distinto. Su presencia actual no la había decidido él: le habían ordenado que acompañara a su superior y en aquel momento no se le ocurrió nada que fuera más prudente que simular prontitud en obedecer la orden.

Abriendo cuidadosamente la puerta principal, que para su sorpresa no estaba cerrada, el sheriff se alarmó al ver en el suelo del pasillo al que daba ésta un confuso montón de prendas masculinas. El examen reveló que se componía de dos sombreros y el mismo número de abrigos, chalecos y pañuelos de cuello, todos en un estado de conservación notablemente bueno, aunque algo manchados por el polvo sobre el que yacían. El señor Brewer quedó igualmente asombrado, pero no se registró la emoción del señor King. Con un renovado y vivo interés por aquel acto, el sheriff abrió y empujó una puerta que daba a la derecha y los tres hombres entraron por ella. La habitación parecía vacía... pero no, cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz pudieron ver algo en el ángulo más alejado de la pared. Era una figura humana: la de un hombre acurrucado en la esquina. Había algo en su actitud que obligó a los intrusos a detenerse cuando apenas habían traspasado el umbral. La figura fue definiéndose con mayor claridad cada vez. El hombre estaba apoyado sobre una rodilla, la espalda contra un ángulo de la pared, los hombros elevados hasta la altura de las orejas, las manos delante del rostro con las palmas hacia afuera, los dedos extendidos y curvados como si fueran garras; el rostro blanco y vuelto hacia arriba sobre el cuello echado hacia atrás tenía la expresión de un temor indescriptible, con la boca abierta a medias y los ojos increíblemente abiertos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un machete que había caído, evidentemente, de su propia mano, no había ningún otro objeto en la habitación.

Sobre el espeso polvo que cubría el suelo encontraron algunas huellas confusas cerca de la puerta y a lo largo de la pared que daba a ésta. En una de las paredes adjuntas, más allá de las ventanas entabladas, estaba el rastro que él mismo había hecho hasta llegar a aquella esquina. Para acercarse al cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El sheriff tocó uno de sus brazos extendidos; estaba tan rígido como el hierro, y la aplicación de una fuerza suave hizo oscilar el cuerpo entero sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido por la excitación, contempló fijamente el rostro distorsionado.
-¡Que Dios se apiade de nosotros! -gritó de pronto-. ¡Es Manton!

-Tiene usted razón -añadió King, en un evidente intento de mantenerse tranquilo-. Conocí a Manton. Entonces llevaba barba y el cabello largo, pero es él.

Podría haber añadido: «Lo reconocí cuando desafió a Rosser. Le dije a Rosser y a Sancher quién era él antes de que le preparáramos esta trampa horrible. Cuando Rosser salió de esta habitación oscura detrás de nosotros, olvidando sus prendas exteriores por la excitación, y viniéndose con nosotros en mangas de camisa, durante todo aquel deshonroso procedimiento, sabíamos que estábamos tratando con ese cobarde y asesino.»

Pero el señor King no dijo nada de aquello. Estaba esforzándose por penetrar en el misterio de la muerte de aquel hombre. Que no se había movido de la esquina que le habían asignado; que su postura no era ni de ataque ni de defensa; que había dejado caer el arma; que evidentemente había perecido por un horror terrible a algo que había vista éstas eran las circunstancias que la inteligencia turbada del señor King no podía comprender correctamente.

Buscando a tientas en su oscuridad intelectual una pista que le permitiera salir de ese laberinto de dudas, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como acostumbra a hacer quien medita profundamente, vio algo que allí, a la luz del día y en presencia de sus compañeros, le afectó poderosamente llenándole de terror. En el polvo que se había acumulado en el suelo a lo largo de tantos años, desde la puerta por la que ellos habían entrado, cruzando la habitación y deteniéndose a un metro del cadáver acurrucado de Manton, había tres líneas paralelas de huellas: las impresiones ligeras pero claras de unos pies desnudos, las dos del exterior, de unos niños pequeños, y la interior, de una mujer. No habían regresado desde el punto en que terminaban: todas señalaban en una dirección. Brewer, que se había dado cuenta de ellas en ese mismo momento, se inclinó hacia adelante en una actitud de atención reconcentrada, pero horriblemente pálido.

-¡Miren! -gritó señalando con ambas manos la huella más cercana del pie derecho de la mujer, donde ésta evidentemente se había detenido-. Falta el dedo del centro... ¡era Gertrude!

Gertrude era la fallecida señora Manton, la hermana del señor Brewer.






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