sábado, 26 de mayo de 2012

César Cansino - Populismo en México: Recuento de daños.

por César Cansino (Cd. de México, 1963) es doctor en ciencias políticas y en filosofía. Fundó y dirigió durante diez años la revista Metapolítica y el Centro de Estudios de política Comparada.

¿Se puede hablar de un populismo mexicano? ¿Quiénes serían sus exponentes históricos? ¿Existe un peligro de neopopulismo? ¿Encarnado por quién? César Cansino hace un recorrido por la historia reciente de México para responder a estos interrogantes.

Ilustración: Fabricio Vanden Broeck

Los costos del populismo en México han sido muy altos, y lejos de apuntalar el desarrollo, la democracia y la justicia social, los ha inhibido o retardado.[1] Empero, en descargo del populismo, casi siempre se ha recurrido a él después de gobiernos grises y mediocres en su desempeño. Parece que el populismo aparece y reaparece pendularmente, impulsado por experiencias precedentes apagadas o deslucidas, pues bien empleado constituye un poderoso instrumento retórico para reavivar el interés social, reponer las bases de apoyo de los gobernantes y neutralizar las demandas populares. Así sucedió, por ejemplo, con los populismos de Luis Echeverría y José López Portillo, después de la muy desafortunada gestión de Gustavo Díaz Ordaz, o con el populismo de Carlos Salinas de Gortari, posterior al deslucido gobierno de Miguel de la Madrid, o más recientemente, con Vicente Fox respecto de Ernesto Zedillo.

Considero que solo puede hablarse propiamente de populismo cuando la experiencia política analizada comparte los siguientes atributos semánticos, independientemente del tipo de régimen en el que se presenta: (1) una pulsión simbólicamente construida que coloca al pueblo, gracias a una simbiosis artificial con su líder, por encima de la institucionalidad existente; (2) un recurso que disipa las mediaciones institucionales entre el líder y el pueblo, gracias a una supuesta asimilación del primero al segundo, y (3) una personalización de la política creada por la ilusión de que el pueblo solo podría hablar a través de su líder. Huelga decir que cada uno de estos atributos implica una carga antiinstitucional más o menos grave dependiendo de cada caso.[2]

La presencia recurrente del populismo en México, tanto en el viejo régimen autoritario como en la incipiente democracia postautoritaria, se debe sobre todo a la pobre modernización de su sistema político, la cual se refleja en: (1) escasa reglamentación de la institución presidencial, que abre la puerta al voluntarismo del líder; (2) una cultura política propicia para el paternalismo y el victimismo; (3) un sistema que fomenta la concentración del poder en el vértice; (4) una débil secularización social respecto del Estado; (5) ausencia de un Estado de derecho democrático y (6) escasa aceptación del valor de la ley erga omnes.

De populismos a populismos

A la hora de las clasificaciones, no siempre ha habido consenso. Por lo que respecta al populismo clásico de Cárdenas, que coincide con los de Getúlio Vargas en Brasil o Juan Domingo Perón en Argentina, surge en un contexto con fines autoritarios, por más que algunos analistas quieran ver en él una fuerza fundamental en la democratización del país gracias a la incorporación simbólica y efectiva de amplios sectores populares que se encontraban excluidos tanto política como económicamente.[3] En realidad, el objetivo no era democratizar, sino integrar al país y sentar las bases del Estado nacional. Para lograrlo, Cárdenas articuló con maestría la noción de soberanía nacional con la de soberanía popular, bajo la potente estructuración ideológica del nacionalismo revolucionario, que sería definitivamente enmarcada en la muy famosa política de masas del cardenismo.[4]

En los hechos, el populismo de Cárdenas significó la cancelación de cualquier atisbo de individualismo, por eso se presentaba como una creación antidemocrática y antiliberal.[5] De igual modo, cancelaba el mayor número posible de las formas de disenso, ya que al suponer que todo está contenido en la masa, nada por afuera de ella puede tener su razón de ser políticamente hablando. Asimismo, se puede decir que esta confección conllevaba una fuerte virulencia lista a la acción, dispuesta a manifestarse como una pura expresión de fuerza política (por ejemplo, el caso del llamado para pagar los costos de la expropiación petrolera) o de soporte popular en el gobierno (legitimidad). Por último, se le confiere a la masa un carácter de sujeto político pero sin autonomía, corroborando el enorme lastre que llevaría en las décadas siguientes a la sociedad mexicana hacia el letargo y la heteronomía o, dicho en un lenguaje próximo a la vorágine de aquel tiempo, hacia el corporativismo.

En el caso de Cárdenas es innegable que concentró en su persona una excesiva personalización del poder que, al final, conllevaría a un culto “autóctono” y peculiar de su figura y sus capacidades de decidir por encima de las reglas impersonales del juego político, aunado a una legitimidad abiertamente carismática y tradicional. De hecho, debemos en buena medida al estilo personal de gobernar de Cárdenas muchos de los elementos que posteriormente caracterizarían al presidencialismo mexicano, entendido como una forma pervertida de gobierno presidencialista. En muchas interpretaciones del cardenismo suelen obviarse los varios efectos perniciosos de largo plazo que este gobierno tuvo por concentrarse en los aspectos positivos de corto plazo, como si esto fuera suficiente para exculpar al General de haber optado por un esquema entre bolchevique y fascista para el Estado mexicano.

A diferencia del populismo clásico de Cárdenas, el populismo de los años setenta, que abarcó dos sexenios sumamente controversiales –Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982)–, no constituyó un mecanismo centralmente orientado a integrar a las masas populares al sistema político, sino que se caracterizó por una expansión excesiva del gasto público orientada a asegurar el control político. Sin embargo, más allá de esta diferencia de orientación, la resurrección del populismo en los setenta adoptó prácticamente todos los rasgos definitorios de los populismos clásicos. De hecho, se puede decir que se trata de populismos clásicos tardíos.

Por lo que respecta a la estrategia discursiva, el populismo de los años setenta mostró una maleabilidad y oportunismo inusitados. El nuevo eje de la retórica oficial fue la “democratización” del sistema político, con lo cual se ofrecía ante todo una respuesta a las exigencias de participación de las clases medias en expansión, que habían adquirido mayor capacidad de cuestionamiento al régimen. Pero los años setenta también estuvieron marcados por la Guerra Fría, por un repunte del internacionalismo comunista, por golpes de Estado en América Latina pretextando la amenaza roja. En el caso de México, los populismos de Echeverría y López Portillo enarbolaron un discurso con tonos claramente proclives al socialismo y explotaron cada oportunidad que tuvieron a su alcance para mostrar su afinidad con las causas de izquierda: apertura de las fronteras al exilio latinoamericano, encuentros permanentes con Fidel Castro, Salvador Allende y otros líderes socialistas, protagonismo de México en la defensa de las banderas políticas del Tercer Mundo, etcétera. En materia ideológica, por último, habría que añadir que tanto Echeverría como López Portillo fueron decididos promotores del nacionalismo, muy en sintonía con las enseñanzas de Cárdenas.

Ambos gobiernos fueron desastrosos para el país, en términos de crisis económica, rezagos sociales y democratización efectiva, por más que Echeverría promoviera una presunta “apertura democrática” y López Portillo, una reforma política en 1977, experiencias que más que catalizar la democracia permitieron al régimen autoritario posponerla indefinidamente con paliativos o liberalizaciones políticas parciales.[6]

El último tramo del siglo XX vio emerger en varios países de América Latina fórmulas populistas de nuevo cuño (neopopulismos), a medio camino entre el populismo clásico y un populismo de tendencia liberal, tales como Carlos Salinas de Gortari en México, Carlos Menem en Argentina, Fernando Collor de Mello en Brasil, Alberto Fujimori en Perú y Abdalá Bucaram en Ecuador, cuya particularidad fue promover la globalización en sus respectivos países. En el otro extremo, también emergieron líderes populistas abiertamente antiliberales, tales como Carlos Palenque y Max Fernández en Bolivia (que como tales son precursores de los populismos contemporáneos o neopopulismos de Hugo Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia), o López Obrador en México, que sin haber llegado a la presidencia mantiene afinidades ideológicas con este tipo de posicionamientos.

A diferencia de los populismos clásicos y tardíos, estos populismos neoliberales se dan en contextos democráticos o en procesos de democratización, lo que les confiere una legitimidad de origen con la que no contaron los primeros. Por otra parte, sin abandonar una retórica populista o “solidarista” con los marginados, tuvieron que suavizar los contenidos nacionalistas y antiimperialistas de otras épocas, pues les tocó ser promotores de la implantación de modelos económicos que a la larga acarrearon en sus respectivos países enormes costos sociales después de éxitos momentáneos. Otra característica común de estos populismos radica en sus desenlaces, casi siempre envueltos en el escándalo y la reprobación general, pues representaron en la mayoría de los casos graves retrocesos en lo que a conquistas democráticas se refiere. Así, por ejemplo, Salinas de Gortari en México supo aprovechar muy bien la legitimidad que le reportaron los éxitos iniciales de su Programa de Solidaridad como la firma de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, pero a costa de reposicionar en el país prácticas y estilos claramente autoritarios que trabajosamente habían comenzado a desandarse en los años precedentes.

No deja de ser interesante cómo en América Latina el peso de la tradición terminó imponiéndose en una época que precisamente miraba hacia una nueva era de mundialización económica y liberalización de mercados, con el consiguiente adelgazamiento de los Estados sociales que de manera tan ostensible se edificaron en todos nuestros países. Es decir, la premodernidad de nuestros sistemas políticos pudo más que los impulsos modernizadores; los resabios autoritarios, más que los avances democráticos, condenando nuevamente a nuestros países a la debacle política y económica.

El gobierno de Vicente Fox compartió con el de Salinas de Gortari su talante liberal, con la diferencia de que se dio en el contexto de una democratización efectiva. El sexenio de Fox inició con fuertes expectativas de distintos sectores sociales y políticos, generadas por el llamado “bono democrático de la alternancia”. Es innegable, por ejemplo, el aumento del pluralismo político, así como la “normalización” del mecanismo electoral, algunas expresiones sintomáticas del grado de avance en dirección democrática del país. No obstante, a pesar del terreno ganado, el contexto político mexicano era y sigue siendo el de una incipiente democracia que día con día se esfuerza por no perder los logros, antes que asegurarlos o profundizarlos.

De hecho, a pesar de encarnar la alternancia democrática gracias a su oferta de cambio y renovación ampliamente respaldada, Fox dejó grandes pasivos a su paso, pero sobre todo no pudo o no quiso apuntalar la recién conquistada democracia mediante una reforma integral del Estado.

El componente retórico populista de Fox puede establecerse en la negociación y las polémicas que encabezó desde la tribuna mediática. Su apuesta como gobierno de la alternancia, independientemente de sus pobres resultados, estuvo supeditada en tres puntos al cuidado de su imagen frente a la opinión pública: (1) su cercanía con la gente, (2) su tolerancia para aceptar errores y críticas y (3) la percepción media ciudadana convencida de su honradez.[7] Precisamente por ello, es un caso que puede definirse como un populismo que discursivamente expresa una extraña mezcla de antipolítica recubierta con un fuerte caparazón de democracia.

Finalmente, Fox encarna un tipo de legitimidad de corte carismático, gracias al cual contribuyó a cambiar la rigidez de las formas políticas tradicionales de nuestro país, incluyendo como parte de su personalidad algunos rasgos extraordinarios a los ojos del público, al punto de volverse, si bien no un traductor de las necesidades sociales, sí un certero interlocutor de la sociedad (por las maneras de hablar y presentarse en público).

La tesis del péndulo

Si la tesis del péndulo que aventuraba al inicio es válida, México se encontraría hoy nuevamente en la antesala de un gobierno populista, pues el actual sexenio de Felipe Calderón no solo ha sido incapaz de conectar con la sociedad sino que es percibido por muchos como el principal responsable de la actual debacle que padece el país. Sin embargo, no basta que haya un terreno fértil para el populismo; también se requiere un nuevo caudillo que lo encarne y reposicione, un líder que concite los apoyos necesarios que lo catapulten al poder por la vía electoral. Ese caudillo existe: se llama Andrés Manuel López Obrador; pero, a diferencia de hace seis años, ya no cuenta con el arrastre de entonces. Hoy las tendencias lo colocan en un lejano tercer lugar entre los candidatos que aspiran a la presidencia. Quizá el populismo de López Obrador ha sido más una etiqueta para desacreditarlo que una realidad, a juzgar incluso por su desempeño como jefe de Gobierno del Distrito Federal. No se puede descartar tampoco que la explotación de lo popular en la retórica de López Obrador, que existe, sea más una estrategia para llegar al poder que un canon para actuar en caso de lograrlo. Una cosa es cierta: de todos los candidatos a la presidencia, solo López Obrador califica hoy como líder populista. Josefina Vázquez Mota, la candidata de Acción Nacional, está en las antípodas de López Obrador, y Enrique Peña Nieto, el abanderado del Revolucionario Institucional, solo ha capitalizado el malestar hacia el partido en el gobierno, con lugares comunes e insustanciales.

En esa perspectiva, en caso de ganar cualquiera de estos últimos la presidencia, el péndulo se mantendrá en el otro extremo del populismo, ya sea en el improductivo continuismo calderonista o en el reposicionamiento del otrora “partido oficial”, que no se ha desentendido del todo de sus viejos y antidemocráticos estilos de gobernar. Quizá estemos frente a una paradoja. Tan grande es hoy el malestar social hacia la clase política en general, tan evidente el desencanto por las promesas incumplidas por parte de los gobiernos de la alternancia, tan dramática la parálisis nacional inducida por una casta política cínica y corrupta que ha secuestrado al país y que gobierna en el vacío, que quizá lo que México necesite hoy más que nunca es precisamente un vuelco que reposicione a la sociedad como principio y fin del quehacer gubernamental, un terremoto que estremezca la política institucional, restituyéndole algo de decoro y legitimidad, que reconcilie a la sociedad con sus representantes. ¿Una sacudida populista? Tal vez. ~

[1] El presente ensayo constituye una revisitación y actualización de un trabajo precedente sobre el tema: C. Cansino e I. Covarrubias, En el nombre del pueblo. Muerte y resurrección del populismo en México, México, Cepcom, 2006.

[2] Una perspectiva de este tipo puede encontrarse en G. Olivera, “Revisitando el síntoma del ‘populismo’”, Metapolítica, México, vol. 9, núm. 44, noviembre-diciembre de 2005, pp. 52 y ss.

[3] Véase, por ejemplo, F. Freidenberg, La tentación populista. Una vía al poder en América Latina, Madrid, Síntesis, 2007, y E. Laclau, La razón populista, Buenos Aires, fce, 2005.

[4] Véase A. Córdova, La política de masas del cardenismo, México, Era, 1974.

[5] E. Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del sistema político mexicano (1940-1996), México, Tusquets, 1997, p. 25. Véase también J. A. Aguilar Rivera, “El liberalismo cuesta arriba, 1920-1950”, Metapolítica, México, vol. 7, núm. 32, noviembre-diciembre de 2003, p. 36.

[6] Véase C. Cansino, La transición mexicana. 1977-2000, México, Cepcom, 2000.

[7] J. A. Aguilar Rivera, “Fox y el estilo personal de gobernar”, en S. Schmidt (coord.), La nueva crisis de México, México, Aguilar, 2003, p. 149.

Leído en: http://letraslibres.com/revista/dossier/populismo-en-mexico-recuento-de-danos?page=full

Ricardo Rocha - Hartazgo.



Hartos de la manipulación de los grandes medios, hartos de la incapacidad y los abusos de los gobiernos, hartos de que los consideremos borregos manipulables. Con ese sentimiento de fastidio, y una mezcla de entusiasmo e irritación, se convocaron y se organizaron ellos solos, en una manifestación inédita donde destacan dos grandes elementos: no tienen cabezas visibles y provienen de muy diversos orígenes y universidades.

Por Ricardo Rocha

 





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Jorge Javier Romero Vadillo - Visión de túnel.


No quiero ser aguafiestas y menos cuando muchos queridos amigos están entusiasmados y el alma les ha vuelto al cuerpo, pero me temo que las manifestaciones juveniles contra la candidatura de Peña Nieto al final no serán más que una anécdota de esta campaña por lo demás inane. En el mejor de los casos, de crecer el rechazo juvenil, puede que contribuyan a movilizar voto juvenil indeciso y con ello consigan que la mayoría del ganador no sea absoluta, lo que no sería poca cosa y contribuiría a bajarle los humos a los priístas ensoberbecidos que ya hacen cuentas alegres sobre la vuelta a los tiempos de supremacía en los que el Presidente hacía y deshacía. Claro que ni en el escenario más favorable a sus aspiraciones hegemónicas, el PRI podría alcanzar en las Cámaras una mayoría suficiente para poder prescindir de otros partidos en caso de impulsar reformas constitucionales, pero con los números que han predominado en las encuestas hasta ahora poco les faltaría para tener la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y en el Senado, con lo que el Presidente tendría un amplio margen de maniobra para actuar sin voltear a ver a las demás fuerzas políticas a la hora de aprobar leyes ordinarias y, sobre todo, el presupuesto de egresos, para cuya sanción bastaría con llegar a buenos acuerdos de reparto con los gobernadores de su propio partido.

Las protestas estudiantiles contra el candidato del PRI, que han llegado a ser calificadas por algún entusiasta como “la primavera mexicana”, como si lo que estuviéramos presenciando fuera equiparable a las revueltas que en los países árabes terminaron haciendo caer a regímenes autoritarios longevos, son sin duda una expresión notable de movilización juvenil que muestra cierto descontento entre sectores informados de universitarios con los pobres resultados de nuestra democracia. También es una prueba de los alcances de las redes sociales, novedad que irrumpe en esta campaña, para movilizar en torno a causas políticas, pero está muy lejos de convertirse en una expresión masiva de rechazo al retorno del antiguo régimen y, por lo demás, no está claro que se vaya a convertir en un vuelco electoral a favor de alguno de los otros candidatos, aunque sin duda el principal beneficiario de las movilizaciones sea el candidato de la izquierda.

Lo que suele ocurrir en las campañas es que a quienes se involucran les de visión de túnel y pierdan la perspectiva del entorno. Las campañas mueven emociones y cntusiasmos. De pronto parece que la simpatía que muestran los convencidos es extrapolable a toda la sociedad. Cada acto, cada reunión, convence de que nadie en su sano juicio podría votar por el adversario, y en la medida en la que los activistas se rodean de quienes comparten su proyecto dejan de percibir como real la fuerza de los otros candidatos. Me temo que los jóvenes movilizados han entrado en el túnel y no ven que que si bien ellos están indignados y creen en lo justo de su protesta, las mayorías electorales se construyen de otra manera y no se limitan a los universitarios de la Ciudad de México y otras zonas urbanas del país.

Por lo demás, resulta descepcionante que la movilización tenga como punto de partida la negación y no el entusiasmo por un proyecto renovador. Si bien López Obrador es el más probable beneficiario de la movilización electoral contra Peña Nieto, no ha sido su proyecto el que ha logrado sacudir la indignación de los jóvenes ; ha sido el antipriísmo el que ha sacado del letargo a los jóvenes indignados, no la identificación con un candidato y su programa.

Sin embargo, las movilizaciones juveniles, las protestas contra la manipulación informativa y las pretensiones de ningún era sus reclamos se han convertido en los hechos más emotivos de una campaña sin otros brotes de entusiasmo. Los protagonistas que le han dado color a esta contienda no han sido ni los partidos ni sus abanderados, limitados, grises y reiterativos, sino los jóvenes que han salido a las calles a mostrar que todavía hay quienes pueden tener esperanza en el cambio.

Lo que está ocurriendo en estos días puede convertirse en una gran resaca cuando se conozcan los resultados electorales y se vea que lo que parecía un maremoto no fue más que una pequeña ola. Muchos jóvenes en el 72 estuvieron convencidos de que su entusiasmo era compartido por todo un país y no daban crédito a los resultados que anunciaban una contundente derrota de McGovern frente a Nixon, tan odiado. Lo primero que deberían considerar quienes hoy cantan victoria por el relativo éxito de su convocatoria es que el país no se reduce a los universitarios, por notable que sea la coincidencia entre los de la Ibero, los del TEC y los de la UNAM. Sólo si los resultados electorales no los desmovilizan y de esta indignación queda energía para darle cuerpo a una respuesta política organizada, capaz de exigir cuentas al próximo Presidente y de engendrar nuevas expresiones políticas organizadas, las movilizaciones juveniles de estos días tendrán trascendencia más allá de la anécdota festiva que a alguno ha conmovido hasta las lágrimas.

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Ricardo Alemán - La chabacana "primavera azteca".


Repentinamente, y con la ingenuidad propia de quienes han crecido en la burbuja de familias pudientes, menudearon entre no pocos manifestantes de universidades privadas la tentación y el desatino de emparentar un par de marchas de protesta juveniles —claramente manipuladas— con la llamada Primavera Árabe.

Y por supuesto que la apetecible “tentación” la retomaron integrantes de la comentocracia mediática que, rápidamente, la orientaron en dirección a la coyuntura política de su preferencia. Así, en cuestión de días —y gracias a las redes sociales—, apareció la versión recargada de los modernos patriotas; la impronta de los jóvenes en la elección presidencial.

Sin embargo, a la chabacana “primavera azteca” le faltó no sólo el gobernante sátrapa que tenían en Túnez y en Egipto, sino que resulta risible la comparación entre México y los países árabes. Pero lo más importante, le faltó lo esencial: las verdaderas masas juveniles.

Y es que si bien la chabacana “primavera azteca” la encabezaron un puñado selectivo de jóvenes universitarios —a los que antaño, AMLO llamó “pirrurris”— que se educan en las no menos exclusivas universidades privadas, lo cierto es que no aparecen por ningún lado los verdaderos agraviados por una clase política mediocre como la mexicana. No aparecen los millones de jóvenes sin futuro, pero sí aparecen todas las consignas que, paradójicamente, abandera el candidato presidencial de las izquierdas.

Por eso la pregunta. ¿Y dónde están los millones de muchachos que por falta de oportunidades y dinero son obreros, albañiles, empleados, choferes; los millones que con esfuerzos sorprendentes trabajan y estudian en escuelas públicas; los campesinos, los desempleados, los ninis, los sin futuro… No están los agraviados, los sin futuro, sino los privilegiados.

Pero lo más simpático de la chabacana “primavera azteca” es que su motor no fue el descontento con el dictador en turno, tampoco con la fea opresión del gobierno despótico, y menos contra la antidemocracia que nos ahoga. No, la “ternurita” “primavera azteca” se gestó a partir de una grosera y grotesca manipulación político-electoral que —al paso de los días— ya dio sus resultados. Y, claro, confirmó lo que aquí dijimos en su momento: que se trató de un movimiento a favor de un candidato presidencial y contra otro.

Por eso no sorprendió a nadie que de manera repentina apareciera en la Plaza de las Tres Culturas —plaza emblema de la llamada “primavera del 68 mexicano”— el candidato presidencial de las llamadas izquierdas, el inefable AMLO, a quien proclamaron como su líder, guía y ejemplo —y el mejor de las candidaturas presidenciales— para la “juventud mexicana”. Y quedó claro lo que aquí siempre denunciamos —y que muchos se negaron a reconocer—: que detrás del montaje inicial en la Ibero estaba lo que vimos en la Plaza de las Tres Culturas. Una cuidadosa estrategia para hacer creer que los jóvenes están con AMLO.

Sin embargo, y a despecho de los organizadores del grosero montaje —a los que debemos un aplauso por la genial impostura de la Ibero—, en la Plaza de Tlatelolco tampoco aparecieron las masas juveniles de agraviados, los sin oportunidades. Eso sí, ahí estuvieron los líderes de Morena que operan en escuelas privadas y las caravanas de acarreados juveniles del PRD, el PT y el Movimiento Ciudadano. 

Ayer de nuevo se movilizaron los jóvenes en el DF —y en otras ciudades del país— para exhibir sus reclamos. Marcharon en la Estela de Luz, pero nadie fue capaz de criticar el símbolo de la corrupción del gobierno azul. En cambio, siguió el llamado a no votar por Peña, seguido de la increíble y grosera cantaleta de que detrás de su movimiento no hay motivos políticos o de partido.

Y claro, la chabacana “primavera azteca” no llamó a rechazar a un gobierno de sátrapas, a repudiar a un gobierno represor y antidemocrático, porque ese no es el problema mexicano. Pero tampoco se ocuparon de cuestionar a los criminales “maestros” que tienen paralizada la educación en esa Oaxaca; nunca censuraron la mafia magisterial; tampoco censuraron a la clase política mediocre —de derecha, izquierda y centro—, menos llamaron por el voto reflexivo e informado.

No, la “primavera azteca” llamó a trasmitir el debate en cadena nacional, votar contra Peña y por la estupidez de moda: “La democratización de los medios”, todas, banderas de AMLO. Y, claro, es un movimiento apartidista.

EN EL CAMINO

Por cierto, ¿sabrán la barbaridad que proponen con la consigna de “democratizar a los medios”? Regresaremos al tema.

Twitter: @RicardoAlemanMx

Leído en: http://www.excelsior.com.mx/index.php?m=nota&seccion=opinion&cat=11&id_nota=836367

Rafael Loret de Mola - El último semestre.

Rafael Loret de Mola

Felipe Calderón pretende adelantarse a los tiempos y asegura que, en materia económica, su gobierno entrega “buenas cuentas”. Olvida que viene el tsunami recesivo desde Europa, para el cual no estamos preparados, y que el imperativo de ahorrar en el gobierno estadounidense inhibe cualquier posibilidad de rescate financiero de sobrevenir una crisis en los meses por venir. ¿Cómo, entonces, lanzar la perorata sobre una solvencia tan vulnerable y pasajera que puede alcanzar todavía a la administración en curso?¿México, otra vez, va a aparentar que está bien para posibilitar el saqueo de los ricos y el desplome posterior a cargo de los pobres? La estrategia ya funcionó varias veces y la amnesia colectiva promueve la reincidencia.

Como Zedillo –de nuevo, el referente presenta el paralelismo entre el actual mandatario y este predecesor suyo-, el Ejecutivo desdeña las malas señales. El ex presidente mencionado –por cierto, insisto, el más votado de la historia por la histeria del miedo en 1994-, aseguró que los “tsunamis” asiáticos, cuando la economía del yen se vino a los suelos por obra y gracia de Wall Street, sólo dañan la superficie y jamás profundizan. Fue patente su error porque, al final de su gobierno, las medidas antisociales correctivas –como las que ahora está aplicando el derechista gobierno español, por ejemplo-, produjeron la explosión electoral de la que, desde luego, no pudo salvarse el otrora invencible priísmo, abanderado, además, por un ingenuo usado a la medida de los verdaderos intereses de Zedillo, el sinaloense Francisco Labastida; por eso, claro, éste no pudo defenderse ni en el primer “round”.

El hecho es que, de nueva cuenta, el mandatario Calderón da ocasión para plantearnos si su desesperación, de cara al finiquito de noviembre, coincide con sus explicables temores a ser objeto de vendettas –por lo cual se domiciliará fuera de nuestras fronteras-, y a estar expuesto a un posible seguimiento judicial de sus actuaciones. Hay demasiada sangre de por medio y muy escasas indagatorias: Sólo el cinco por cierto de los crímenes cometidos contra la población civil, por parte de las mafias, ha tenido algún tipo de continuidad judicial. El inexplicable rezago, cuando la Secretaría de Seguridad Pública presume de contar con elementos de vanguardia, como sus búnkers bajo catorce metros del suelo que sólo han servido, hasta hoy, como auditorios para conferencias laudatorias, es evidente síntoma de complicidad y sobre ello, si se trata de regresar a la senda de la justicia, debería responder el personaje central de la trama... a menos de que la impunidad sea parte de las negociaciones para la transición sin sobresaltos... como en 2000.

Ahora bien, por momentos, Calderón parece favorecer la alternancia –a favor del PRI se entiende- y en otras ocasiones revira, inclinándose por la aspirante de su partido, el PAN, cuyo rezago de veinte puntos, arrastrado desde el inicio de las campañas, va tomando forma de definitivo. ¿Está sopesando cuál es la ruta menos compleja para él al desconfiar de Josefina Vázquez Mota y de los panistas que desean tomar distancia de lo que prevén como desastre seguro?¿Culparán después a los mexicanos por su misoginia –un elemento a considerar, sin duda-, para justificar la caída de la señora Vázquez cuya ansiedad y nerviosismo son, cada día, más notorios? Al parecer, a diferencia de Calderón, la dama en cuestión no parece estar lista para negar sus principios democráticos de la mano de sus operadores de importación. Y en esto recala, aseguran, su mayor debilidad proselitista... pero también su fortaleza histórica. Perder con dignidad es bastante mejor que ganar sin honra, como Calderón.

El hecho es que los vaivenes frecuentes, fabricados por quienes detentan fuerza pública, es decir el general secretario Guillermo Galván Galván y el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, están destinados a modificar el rumbo de la contienda, desestabilizando cuanto se pueda, acaso con el vano intento de reventar las elecciones y obligar a una especie de golpe de Estado técnico, sin posibilidad de una segunda vuelta electoral, parte de la reforma calderonista torpemente rechazada por las oposiciones; ahora, claro, hubiese sido una extraordinaria opción para agotar los chantajes –como el del PANAL que está cobrando éxito, sorprendentemente, por el perfil de un candidato de estilo ciudadano que parece detestar a la clase política aunque se preste para una parodia orquestada por la “maestra” Elba Esther Gordillo-, y asegurar la afluencia mayoritaria a favor de algunos de los postulantes. Las “primeras minorías”, por antonomasia, han resultado un desastre... desde la administración de Zedillo, el más votado quien sin embargo fue el primero en alcanzar un porcentaje mayor al cincuenta por ciento de los sufragios; una por otra.

Ni Fox, ni mucho menos Calderón –éste apretado en un cuestionable treinta y cinco por ciento de votos emitidos, a la par “oficialmente” con el abanderado de la izquierda en 2006, López Obrador-, han podido presentar un proyecto viable de gobierno porque no han sido capaces de negociar con disciplina política, esto es con el considerando destinado a rectificar asimilando la opinión de los contrarios. Sin una actitud tolerante y seria, es imposible llegar a acuerdos plurales, con esencia democrática. Y esto no han sabido entenderlo y asimilarlo ni los Fox ni Calderón y su cauda de cuñados incómodos, además de su consorte Margarita, discreta sólo durante la primera fase del sexenio; después, comenzó a ser la gran administradora familiar.

La amnesia, insisto, es el mejor instrumento para asegurar la explotación política. Como nadie quiere recordar, ni siquiera los dirigentes, los criminales siguen sus carreras políticas y atosigan a quienes han denunciado hechos incontrovertibles, como los generales perseguidos y encarcelados recientemente, en una trama por demás sucia y plagada de incongruencias. ¿Se castiga al general Tomás Ángeles Dauahare, ex subsecretario y secretario particular de Enrique Cervantes, y no a éste sobre quien penden distintos señalamientos sobre acercamientos –con muy buenas dotes de por medio- con los cárteles más poderosos, en apariencia desaparecidos? ¿Vive Amado Carillo Fuentes, protegido por la DEA estadounidense o al calor de la mafia rusa, según versiones encontradas cada uno con cierto nivel de credibilidad? ¿Todo lo sucedido a través del sexenio de la violencia tiene que ver con la idea de forzar un mando único entre los capos con Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, colocado entre los mayores multimillonarios del planeta b-si bien muy alejado de Carlos Slim-, a la cabeza... hasta que se desplomó el Jet Lear que transportaba al gallego-madrileño-campechano Juan Camilo Mouriño en noviembre de 2008?

Los peores crímenes son los que cuentan con escenografías inexpugnables. Casi perfectos al grado de que no pocos colegas lo resumen así:

 --Nadie cree en las versiones oficiales; pero no existen elementos para considerar lo contrario.

Menos, claro, si no se buscan siguiendo los intereses de la cúpula gobernante tan infiltrada como un sector de las jerarquías castrenses. ¿Lo ignora Calderón o se fundamenta en ello para aspirar a negociar su salida libre de traspiés, sacudimientos y pesquisas? Esto es: A la manera de Zedillo quien pasó de ser el referente de la corrupción y la depauperación nacionales a icono de los demócratas de nuevo cuño, los panistas arribistas, capaces de explicarse la historia sólo a partir de ellos. Acaso por ello, Calderón sigue contando, muy de cerca, con el mencionado ex presidente que prohijó la alternancia preparando el entorno y el ambiente a base de descomponer al país. Y lo logró sobradamente.

Por ello, Calderón está tan ansioso de rendir cuentas económicas antes de que lleguen los huracanes de Europa y sigan los tornados desde Wall Street. Ganando tiempo, sí, para que lleguen las elecciones y pueda manejarlas al gusto de quienes dominan sus agendas aunque con ello, una vez más, se traicione a la democracia. Esto es lo verdaderamente grave, no la recurrencia descalificatoria entre los candidatos de cada uno de los partidos políticos en juego. Cómo estará la cosa que sobre el desprestigio galopante de la señora Gordillo, su anodino candidato, Gabriel Quadri de la Torre, avanza y atesora más de seis puntos porcentuales de las intenciones de voto. Una crecida, francamente, espectacular. 

rafloret@yahoo.com.mx

Leído en: http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/el-ultimo-semestre

Javier Sicilia - La responsabilidad estadounidense.

Javier Sicilia
Para Alejandro Solalinde, por todo su amor.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- La guerra contra las drogas, que ha puesto al desnudo no sólo la corrupción del Estado y de los partidos en México, sino el desamparo de la nación, tiene su origen en Estados Unidos. Hace un poco más de 40 años, el 17 de junio de 1971, el presidente Nixon la declaró.

Aunque la guerra tenía un objetivo de cinco años, nunca se detuvo. Las siguientes administraciones la han continuado. A los 2 mil 500 millones de dólares invertidos durante esas cuatro décadas en ayuda militar e intervenciones armadas en Colombia, Panamá y ahora en México, se han sumado otros 15 mil 500 millones de dólares, por parte de Obama, con resultados cada vez más espantosos: Colombia está deshecha; México y Centroamérica, destrozados; debajo de su aparente bienestar, Estados Unidos no ha disminuido el número de sus consumidores, calculados en 20 millones; sus cárceles están repletas de gente detenida por posesión de drogas, y la criminalización de las minorías afroamericanas, latinas y de migrantes se ha incrementado.

La guerra contra las drogas –un asunto que debería tratarse como una cuestión de salud pública– ha instalado una verdadera guerra, donde las armas estadunidenses –un asunto de seguridad nacional que se trata como un asunto de comercio legal– están armando tanto a los ejércitos de los Estados como a los sicarios de la delincuencia, y generando un estado de dolor, terror y muerte que sólo beneficia a los criminales, a los funcionarios y a los empresarios corruptos, y que amenaza con destruir la vida civil y democrática de México y de muchas naciones, incluyendo la de Estados Unidos.

Lo más terrible de todo esto es que, a pesar de que muchas organizaciones civiles de EU y de México estamos empujando para terminar con esta guerra, ni el gobierno de Obama ni el de Calderón ni el que proponen los candidatos a las presidencias de México y de EU están interesados en hacerlo. Las razones son múltiples: desde las complicidades criminales –lo que importa es el dinero y el poder, surjan de donde sea– hasta el puritanismo degradado –es mejor el terror y la muerte que aceptar la droga–. Ambos, sin embargo, tienen su origen en un protestantismo llevado a su más alta peligrosidad: su desacralización.

El capitalismo o, mejor, la economía moderna, nació, según Max Weber, allí; pero también, consecuencia de esa economía egoísta, el desprecio por los otros. A diferencia del mundo católico –para el cual el mundo está redimido y hay que llevar esa redención a todos–, para el protestante el mundo está caído y sólo la gracia puede salvar al hombre. Para los colonizadores protestantes del norte, una tierra deshabitada o poblada por paganos era, como lo señaló Lutero, una tierra salvaje, y el deber de los cristianos en ella no era convertir, sino preservarse a sí mismos. “Los indios americanos fueron (así) tratados como naturaleza salvaje a la que hay que someter o exterminar” (Paz). De allí las reservaciones, la esclavitud de los negros y la necesidad de las armas.

Esa mentalidad, desalojada de su argumentación teológica, no sólo se ha preservado en la cultura estadunidense, sino que, al igual que el egoísmo capitalista, se ha extendido por el mundo. Calderón, Vázquez Mota y Peña Nieto, quienes se dicen católicos, piensan así. También lo piensan el cristiano Obama, el mormón Romney y la gran cantidad de conservadores estadunidenses para quienes el sufrimiento de México es asunto de “esos vecinos extraños que están corrompidos”. Para ellos, los muertos, los desaparecidos, los descuartizados, los adictos, no importan. Son lo extraño, lo salvaje –a veces las “bajas colaterales”–, lo que hay que someter o exterminar mediante la violencia ya sea legal –el Plan Mérida– o ilegal –el operativo Rápido y Furioso– o, es la lógica del cristiano AMLO, simplemente ignorar, mientras el dinero manchado de sangre “salvaje” corre por los bancos estadunidenses y mexicanos, y la corrupción de los Estados y de los partidos continúa su horrenda marcha.

Lo que en la época de la colonización, arropada por el argumento teológico, era ahorro y defensa para preservarse del mundo caído, hoy se ha vuelto economía y muerte. En el puritanismo degradado de la mentalidad estadunidense, que ha contaminado a nuestros países corrompidos por un catolicismo patrimonialista y degradado, es escandaloso fumar o consumir drogas. No lo es, para evitar ese flagelo, vender armas, criminalizar, destruir las instituciones políticas, resguardar la corrupción, militarizar y generar una violencia donde todos perdemos en dignidad y en vida.

Contra ese deterioro moral, que se pretende moral, hay que poner en el centro de todo al ser humano. Junto a la degradación de la tradición puritana y católica, la fuente del Evangelio nos enseña que la causa de Dios es la causa del hombre o, traducido en términos de laicidad, la causa de la vida política es la dignidad del hombre, de todos los hombres: los otros no son lo extraño ni lo salvaje, son nuestros prójimos. Detener la guerra contra las drogas con políticas humanas debe ser la prioridad de la agenda política y civil de México y EU. Sin ella, el horror de la barbarie disfrazada de pureza se instalará para siempre entre nosotros.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

Leído en: http://www.proceso.com.mx/?p=308521

Enrique Anderson Imbert - La pierna dormida.

Enrique Anderson Imbert
(1910-2000)

La pierna dormida.

Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: "y si dejara la izquierda aquí?" Meditó un instante. "No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba."

Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las sabanas.

Leído en: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/anderson/eai.htm