Javier Sicilia |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La guerra contra las drogas, que ha puesto al desnudo no sólo la corrupción del Estado y de los partidos en México, sino el desamparo de la nación, tiene su origen en Estados Unidos. Hace un poco más de 40 años, el 17 de junio de 1971, el presidente Nixon la declaró.
Aunque la guerra tenía un objetivo de cinco años, nunca se detuvo. Las siguientes administraciones la han continuado. A los 2 mil 500 millones de dólares invertidos durante esas cuatro décadas en ayuda militar e intervenciones armadas en Colombia, Panamá y ahora en México, se han sumado otros 15 mil 500 millones de dólares, por parte de Obama, con resultados cada vez más espantosos: Colombia está deshecha; México y Centroamérica, destrozados; debajo de su aparente bienestar, Estados Unidos no ha disminuido el número de sus consumidores, calculados en 20 millones; sus cárceles están repletas de gente detenida por posesión de drogas, y la criminalización de las minorías afroamericanas, latinas y de migrantes se ha incrementado.
La guerra contra las drogas –un asunto que debería tratarse como una cuestión de salud pública– ha instalado una verdadera guerra, donde las armas estadunidenses –un asunto de seguridad nacional que se trata como un asunto de comercio legal– están armando tanto a los ejércitos de los Estados como a los sicarios de la delincuencia, y generando un estado de dolor, terror y muerte que sólo beneficia a los criminales, a los funcionarios y a los empresarios corruptos, y que amenaza con destruir la vida civil y democrática de México y de muchas naciones, incluyendo la de Estados Unidos.
Lo más terrible de todo esto es que, a pesar de que muchas organizaciones civiles de EU y de México estamos empujando para terminar con esta guerra, ni el gobierno de Obama ni el de Calderón ni el que proponen los candidatos a las presidencias de México y de EU están interesados en hacerlo. Las razones son múltiples: desde las complicidades criminales –lo que importa es el dinero y el poder, surjan de donde sea– hasta el puritanismo degradado –es mejor el terror y la muerte que aceptar la droga–. Ambos, sin embargo, tienen su origen en un protestantismo llevado a su más alta peligrosidad: su desacralización.
El capitalismo o, mejor, la economía moderna, nació, según Max Weber, allí; pero también, consecuencia de esa economía egoísta, el desprecio por los otros. A diferencia del mundo católico –para el cual el mundo está redimido y hay que llevar esa redención a todos–, para el protestante el mundo está caído y sólo la gracia puede salvar al hombre. Para los colonizadores protestantes del norte, una tierra deshabitada o poblada por paganos era, como lo señaló Lutero, una tierra salvaje, y el deber de los cristianos en ella no era convertir, sino preservarse a sí mismos. “Los indios americanos fueron (así) tratados como naturaleza salvaje a la que hay que someter o exterminar” (Paz). De allí las reservaciones, la esclavitud de los negros y la necesidad de las armas.
Esa mentalidad, desalojada de su argumentación teológica, no sólo se ha preservado en la cultura estadunidense, sino que, al igual que el egoísmo capitalista, se ha extendido por el mundo. Calderón, Vázquez Mota y Peña Nieto, quienes se dicen católicos, piensan así. También lo piensan el cristiano Obama, el mormón Romney y la gran cantidad de conservadores estadunidenses para quienes el sufrimiento de México es asunto de “esos vecinos extraños que están corrompidos”. Para ellos, los muertos, los desaparecidos, los descuartizados, los adictos, no importan. Son lo extraño, lo salvaje –a veces las “bajas colaterales”–, lo que hay que someter o exterminar mediante la violencia ya sea legal –el Plan Mérida– o ilegal –el operativo Rápido y Furioso– o, es la lógica del cristiano AMLO, simplemente ignorar, mientras el dinero manchado de sangre “salvaje” corre por los bancos estadunidenses y mexicanos, y la corrupción de los Estados y de los partidos continúa su horrenda marcha.
Lo que en la época de la colonización, arropada por el argumento teológico, era ahorro y defensa para preservarse del mundo caído, hoy se ha vuelto economía y muerte. En el puritanismo degradado de la mentalidad estadunidense, que ha contaminado a nuestros países corrompidos por un catolicismo patrimonialista y degradado, es escandaloso fumar o consumir drogas. No lo es, para evitar ese flagelo, vender armas, criminalizar, destruir las instituciones políticas, resguardar la corrupción, militarizar y generar una violencia donde todos perdemos en dignidad y en vida.
Contra ese deterioro moral, que se pretende moral, hay que poner en el centro de todo al ser humano. Junto a la degradación de la tradición puritana y católica, la fuente del Evangelio nos enseña que la causa de Dios es la causa del hombre o, traducido en términos de laicidad, la causa de la vida política es la dignidad del hombre, de todos los hombres: los otros no son lo extraño ni lo salvaje, son nuestros prójimos. Detener la guerra contra las drogas con políticas humanas debe ser la prioridad de la agenda política y civil de México y EU. Sin ella, el horror de la barbarie disfrazada de pureza se instalará para siempre entre nosotros.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Leído en: http://www.proceso.com.mx/?p=308521
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