Uno de los capítulos más penosos e indignos de la vida política en México es el que ha escrito en los últimos meses el gobernador de Michoacán, Fausto Vallejo. Primero, la enfermedad física y ahora la anulación política desde el centro, han hecho del priista una figura inútil y sin autoridad que, con su debilidad y su aferre al poder, se convirtió en uno de los factores que agravaron la crisis social y de seguridad que hoy vive su estado.
Vallejo se convirtió en un problema desde que la difícil herencia de un estado controlado totalmente por el narcotráfico lo rebasó por completo. El cáncer que le destruyó parte del esófago y lo obligó a una operación que lo tuvo entre la vida y la muerte no hizo sino agravar el vacío de autoridad que este político ya había generado desde que se vio rebasado por la compleja problemática michoacana, agravada tras seis años de una cruenta guerra iniciada en el sexenio de Felipe Calderón.