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Eugenio Aguirre 1944 |
La expiación del rey
Sentado en su trono de piedra, en la catedral octagonal de Aquisgrán, Carlomagno contempla a sus súbditos con la mirada ausente de quien ha sufrido un descalabro terrible.
La noticia de la ignominiosa muerte, a manos de los moros, de su caballero predilecto, del paladín del reino por excelencia, Roldán el Temerario, en Roncesvalles, es un puñal de hielo que le atraviesa el corazón, lo ata y lo mineraliza hasta confundirlo con la roca que simboliza su poder.
Su lengua, acostumbrada a gritar sus pensamientos y emociones, esta vez sólo puede pronunciar los huecos de un silencio paralizado, las hirientes vocales petrificadas, las consonantes derrotadas. Su boca es un túnel que hospeda la amargura y la miseria.
Nunca debió dejarlo partir. Todos los augurios habían sido nefastos. La urraca parada en el brocal del pozo del palacio real, defecando grumos de color granate almandino. La sábana manchada con la huella seminal de sus mutuas micciones en la noche previa a la elaboración del horóscopohoróscopo que, al día siguiente, había vaticinado incertidumbre y desgracia para las huestes, niebla y Parca para sus capitanes. La señal en el hombro de Roldán que él había descubierto al desnudarlo de su túnica, ese pequeño lunar en forma de corona de espinas apenas perfilado, pero que, sin embargo, llevaba la impronta de su ausencia. Todo había pronosticado el mal en su más pura y cabal dimensión, mas él no lo había visto o no había querido verlo. Ciego o indolente. Igual de innobles ambas actitudes. Y, se devanaba el seso, cómo podría expiar esa culpa. ¿Cómo resarcir al reino, a sus caballeros, a sus vasallos de esa pérdida por la que se sentía el único responsable?