Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra".
Gabriel García Márquez
A los 18 años de edad, y casi al concluir la preparatoria, era un sueño escapar a Zihuatanejo con una amiga-novia de 21. La bahía se veía hermosa. El desarrollo turístico, en el invierno de 1971, era todavía escaso. Las cabañas costaban, si no mal recuerdo, 50 pesos diarios de aquel entonces. No había, por supuesto, sanitarios y las duchas eran unas cubetas de las que había que tirar para dejar caer el agua dulce.
Una curiosa comunidad se alojaba en esas cabañas. La mayoría eran hippies estadounidenses o británicos. Algunas familias mexicanas en busca de una vacación barata llegaban también pero se mantenían aparte. En las noches los hippies se reunían, tocaban guitarras, cantaban, conversaban y fumaban sustancias que modificaban la percepción.
Yo llevaba un ejemplar de una novela publicada unos años atrás por Editorial Sudamericana. El autor, un colombiano radicado en México, era amigo de Emilio García Riera, el crítico cinematográfico de Excélsior en cuya casa me quedaba con frecuencia a invitación de sus hijos. Todos mis amigos me decían que la obra era extraordinaria, pero quizá me había resistido a leerla porque estaba de moda.
Una tarde, en la cabaña en que me quedaba con esa chica que me tenía enamorado, empecé a leer: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...". Sin darme cuenta quedé atrapado por el ambiente mágico de Macondo, esa aldea inicialmente "de 20 casas de barro y cañabrava construida a orillas de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos".
Las horas empezaron a pasar. La tarde se convirtió en noche y la noche en madrugada. Sólo cerré el libro cuando el sueño me venció para empezar a leerlo de manera inmediata al despertar. A duras penas me tomé el tiempo para comer y fui indiferente no sólo a la playa y al sol sino a la compañía de la comunidad y, me temo, a mi compañera.
No sé si fueron dos o tres días. Deben haber sido cuando menos cien horas de soledad. El hecho es que cuando terminé el libro y deslumbrado salí de la cabaña al sol inclemente de Zihuatanejo, esa chica de 21 años ya había empezado un amorío con un gringo bastante mayor que los dos.
Supongo que quedé herido. A los 18 uno se toma un abandono con seriedad... especialmente cuando el objeto del amor es una guapa chica tres años mayor. Pero los personajes de la novela -José Arcadio, Úrsula y sus descendientes que se repiten en nombres y se confunden a pesar de la tabla genealógica que proporciona el libro- me revoloteaban todavía en la cabeza como flores amarillas disfrazadas de mariposas.
Recuerdo el regreso a una gélida Ciudad de México y el rompimiento formal en una cafetería al lado del cine París en el Paseo de la Reforma. Cien años de soledad, sin embargo, me había dejado preparado para lo inevitable. Seguramente si el amor hubiera durado más habríamos tenido un hijo con cola de cerdo "porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra".
A más de cuatro décadas de distancia recuerdo todavía aquella lectura apasionada con el gusto de una historia de amor. Los adolescentes ven la vida como una gran fiesta o como tragedia, pero todo ocurre por alguna razón. A aquella chica no la he vuelto a ver. Cien años de soledad, sin embargo, se quedó en mi vida convertida en parte de mi memoria literaria.
VALLE DE GUADALUPE
Más de 130 productoras de vino se concentran ya en el valle de Guadalupe de Ensenada. Algunas de las nuevas vienen con restaurantes, hoteles y spas incluidos. Inversionistas de fuera están dispuestos a pagar verdaderas fortunas por tierras que hace unos años no costaban nada en el afán de cumplir su sueño de ser productores de vino. Es un proceso similar al que se vio en el pasado en Napa, California.
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