martes, 25 de marzo de 2014

Federico Reyes Heroles - Sin rencores


De pronto una mano amistosa detuvo mi marcha. Era Raúl Morodo... “¿Con quién cenas?”, me preguntó después del abrazo, “siéntate con nosotros, te presento, mira, es Adolfo Suárez”. El rostro afable del personaje se me vino encima. Allí estaba el primer Presidente democrático de la nueva España...

Entré a Chile por Argentina. Allí juré ante un “escribano público” que no ejercería el periodismo. Obtuve un permiso. México y Chile habían roto relaciones tres lustros antes. Todos mentíamos. Yo cargaba mi Olivetti Lettera y ellos fingían demencia. Al llegar a Santiago, sin ninguna acreditación internacional, tuve que rentar dos habitaciones, una en el hotel Carrera, justo frente a La Moneda y muy fuertemente vigilado. Allí se encontraba el centro de prensa. Para mí era territorio minado. En el Sheraton había menos controles.
Mi máquina sobre el escritorio y periódicos regados por todos lados anunciaron a las camaristas mi función. Por debajo de mi puerta empezaron a aparecer boletines y documentos sobre lo que en verdad ocurría en las calles. Después vinieron las conversaciones. Yo pisaba El Carrera lo menos posible. Los agentes de la DINA observaban de cerca las transmisiones ¡por télex! Escribir México era riesgoso. Por las noches los rondines detenían sin miramientos y cerraban la ciudad. Yo infringía la ley y nadie podría defenderme. En ocasiones no lograba huir al Sheraton a tiempo. La tensión era enorme.






La noche del 4 de octubre de 1988, la víspera del plebiscito que decidiría si Chile se abría paso a la democracia o el terrible dictador se quedaba en el poder, pero ahora legitimado, subí al restaurante de El Carrera a cenar algo en plena soledad. De pronto una mano amistosa detuvo mi marcha. Era Raúl Morodo, el brillante jurista, cofundador con Tierno Galván del Partido Socialista Popular y conocido opositor a Franco. “¿Con quién cenas?”, me preguntó después del abrazo, “siéntate con nosotros, te presento, mira, es Adolfo Suárez”. El rostro afable del personaje se me vino encima. Allí estaba el primer Presidente democrático de la nueva España (1976-1981), el gran artífice de la transición. Acudían como observadores de otra transición.
La noche fue muy larga. A eso de las doce se escuchó la primera explosión. Desde las alturas mirábamos Santiago. Una zona quedó en total oscuridad. El mesero, sonriente, nos susurró: “Ya comenzó Pinocho con sus travesuras”. Las explosiones se sucedieron, la oscuridad creció. Comunistas subversivos penetraban para dar un golpe, declaró el dictador preparando el terreno. Los meseros mantuvieron el servicio, el vino acudió a nuestra mesa. A eso de las 4 de la madrugada vimos cómo otro integrante de la Junta llegaba a La Moneda, con el tiempo se sabría que había sido Matthei, quien advirtió al dictador que los otros tres miembros ya no lo acompañarían en su nueva aventura golpista.
Esa larga noche con Suárez propició otros encuentros, uno memorable convocado por Miguel Limón con Granados Chapa y otros amigos. Así tuve el privilegio de conocer a ese otro Suárez, el que con enorme arrojo y habilidad había conducido el parto de la democracia española. Suárez no dejó memorias, pero Morodo, su amigo y asesor, contó muchos detalles en Atando cabos, memorias de un conspirador moderado, un gran referente. Suárez platicaba muy suelto. Primera anécdota. Las múltiples reuniones entre Santiago Carrillo, líder del Partido Comunista, y Suárez, Presidente, llegaron a un callejón sin salida. El PC debía reconocer a la Monarquía y el régimen al PC y legalizar la vida sindical. Ninguno de los dos podía firmar un documento, pues las decisiones pasaban por la Asamblea del Partido y por las cortes. Se impuso la política de gran altura. Nos miramos a los ojos, nos estrechamos las manos y el acuerdo fue a la palabra, nos dijo. Con muchas resistencias las cortes aprobaron lo pactado, pero el PC guardó silencio. Suárez no dudó de Carrillo, pero los duros lo exhibían como un ingenuo. Un día Carrillo convocó a una conferencia de prensa para hablar de otro asunto, apareció con la bandera española. El reconocimiento estaba dado.
Otra más. El 23-F de 1981, el día que Tejero con 200 guardias civiles irrumpió con disparos en el Congreso de los Diputados, dos personas no se fueron al piso, Suárez y el vicepresidente Gutiérrez Mellado. Suárez encaró a Tejero. Horas después los dos fueron detenidos junto con Felipe González, Alfonso Guerra y Carrillo. Los guardias condujeron a Suárez a la Oficina de Ujieres. En el trayecto Suárez vio cómo un militar se cuadraba a su paso, él era su Presidente. Ya en la oficina contaba qué pensó, esto no está perdido, la República ya está en la conciencia de muchos españoles. Se cuenta que Tejero entró y encañonó a Suárez y que le espetó “cuádrese”, mirándolo a los ojos. El militar bajó el arma. Se dice que la asonada fue propiciada por militares sulfurados por la legalización del PC. Suárez platicaba su confrontación con uno de ellos, creo que con De Santiago. “Te recuerdo, Presidente, que en este país ha habido más de un golpe de Estado”, le lanzó el militar. Y vino la respuesta: “Y yo a ti te recuerdo, general, que en España sigue existiendo la pena de muerte”.
Político nato, de formas suaves, pero sobre todo recto y conciliador, Suárez supo construir los puentes en una sociedad brutalmente polarizada. Esa fue su transición. Quizá la gran lección para México es que en política el rencor es un pésimo consejero. Suárez enterró rencores, así entró a la historia.
                *Escritor


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