Leí en alguna parte que una encuesta hecha en el mundo entero había
determinado que Dinamarca era el país más feliz de la tierra y me
disponía a escribir esta columna, prestándome el título de un libro de
cuentos de mi amigo Alfredo Bryce que venía como anillo al dedo a lo que
quería -burlarme de aquella encuesta-, cuando ocurrió en Copenhague el
doble atentado yihadista que ha costado la vida a dos daneses –un
cineasta y el guardián judío de una sinagoga- y malherido a tres
agentes.
¿Qué mejor demostración de que no hay, ni ha habido, ni
habrá nunca “países felices”? La felicidad no es colectiva sino
individual y privada –lo que hace feliz a una persona puede hacer
infelices a muchas otras y viceversa- y la historia reciente está
plagada de ejemplos que demuestran que todos los intentos de crear
sociedades felices –trayendo el paraíso a la tierra- han creado
verdaderos infiernos. Los gobiernos deben fijarse como objetivo
garantizar la libertad y la justicia, la educación y la salud, crear
igualdad de oportunidades, movilidad social, reducir al mínimo la
corrupción, pero no inmiscuirse en temas como la felicidad, la
vocación, el amor, la salvación o las creencias, que pertenecen al
dominio de lo privado y en los que se manifiesta la dichosa diversidad
humana. Esta debe ser respetada pues todo intento de regimentarla ha
sido siempre fuente de infortunio y frustración.
Dinamarca es uno
de los países más civilizados del mundo por el funcionamiento ejemplar
de su democracia –basta ver la magnífica serie televisiva Borgen para
comprobarlo-, por su prosperidad, por su cultura, porque las distancias
que separan a los que tienen mucho de los que tienen poco no son tan
vertiginosas como, digamos, en España o el Perú, y porque, hasta ahora
al menos, su política hacia los inmigrantes, esforzándose por
integrarlos y al mismo tiempo respetar sus costumbres y creencias, ha
sido una de las más avanzadas, aunque, por desgracia, tan poco exitosa
como las de los otros países europeos. Pero la felicidad o infelicidad
de los daneses está fuera del alcance de las mediciones superficiales y
genéricas de las estadísticas; habría que escarbar en cada uno de los
hogares de ese bello país y, probablemente, lo que resultaría de esa
exploración impertinente de la intimidad danesa es que las dosis de
dicha, satisfacción, frustración o desesperación en esa sociedad son
tan varias, y de matices tan diversos, que toda generalización al
respecto resulta arbitraria y falaz. Por otra parte, basta con pasar
revista a las manifestaciones de dolor, perplejidad, angustia y
confusión en que ha sumido al pueblo danés el último atentado terrorista
para advertir cómo, al igual que todos los otros países de la tierra,
de los más ricos a los más pobres, de los más libres a los más
tiranizados, también en Dinamarca la seguridad es ahora precaria y nadie
allá está libre de ser asesinado –o decapitado- por la ola de fanatismo
que se sigue extendiendo por el mundo igual que esas pestes que en la
Edad Media parecían caer sobre los hombres como castigos divinos.
El
terrorista, Omar Abdel Hamid El Hussein, un joven de 22 años, de origen
palestino pero nacido y educado en Dinamarca, no era, según el
testimonio de profesores y compañeros, un marginado semianalfabeto lleno
de rencor hacia la sociedad de la que se sentía excluido, sino –algo
que no es infrecuente entre los últimos yihadistas europeos-
inteligente, estudioso, amable y “con voluntad de servir a los demás”,
según precisa uno de sus conocidos. Sin embargo, formó parte de
pandillas y estuvo en prisión por atracos y violencias diversas. En
algún momento esta “buena persona” se volvió un delincuente y un
fanático. Antes de cometer sus crímenes colgó vídeos de propaganda del
Estado Islámico –probablemente en los mismos días en que este Estado
decapitaba en Libia a 21 cristianos coptos sólo por el crimen de no ser
musulmanes y filmaba semejante hazaña con lujo perverso de detalles- y
lanzaba feroces arengas antisemitas. Todo indica que sin el valeroso Dan
Uzan, que le impidió la entrada ofrendando de este modo su vida, el
terrorista hubiera perpetrado en la sinagoga, donde se celebraba un bar
mitzvah, una matanza descomunal.
Su objetivo primero, cuando atacó
el centro cultural donde lo atajaron los tres guardias que resultaron
malheridos, era Lars Vilks, el dibujante y caricaturista sueco-Suecia
es, como Dinamarca, otro de los países más civilizados, democráticos y
prósperos del mundo-, a quien los fanáticos islamistas persiguen con
saña desde que, el año 2007, realizó una exposición de sus trabajos en
los que Mahoma aparecía con el cuerpo de un perro. Hombre tranquilo,
nada provocador, Lars Vilks ha explicado que no hizo aquello con el
ánimo de ofender las creencias religiosas de nadie, sino para ejercitar
una libertad que considera la irreverencia y el humor cáustico derechos
irrenunciables. Lo ha pagado caro; ya ha sido víctima de dos atentados,
le han quemado su casa, debe andar protegido por una escolta del
Gobierno sueco las veinticuatro horas del día y Al Qaeda ofrece un
premio de 100 mil dólares a quien lo mate (y 50 mil a quien “degüelle” a
Ulf Johansson, el editor que publicó sus caricaturas).
El caso de
Lars Vilks es interesante porque muestra las ambiciones ecuménicas del
fanatismo islamista: no persigue sólo restaurar el fundamentalismo
primitivo de su religión entre los creyentes sino intervenir en los
espacios donde el Islam no existe o es minoritario a fin de someterlo a
las mismas prohibiciones y tabúes oscurantistas. El Occidente
democrático y liberal, que ha dejado de considerar a la mujer un ser
inferior y un objeto en manos del varón, que ha separado la religión del
Estado, que respeta la crítica y la disidencia y practica la tolerancia
y coexistencia en la diversidad, es su enemigo y un objetivo cada vez
más frecuente de sus operaciones sanguinarias.
Es obvio que esta
amenaza no va a tener éxito ni destruir a Occidente. El peligro es que,
por prudencia o, incluso, por convicción, algunos gobiernos occidentales
comiencen a hacer concesiones, autoimponiéndose limitaciones en el
campo de la libertad de expresión y de crítica, con el argumento
multiculturalista de que las costumbres y las creencias del otro deben
ser respetadas (¿aún a costa de tener que renunciar a las propias?). Si
este criterio llegara a prevalecer, los fanáticos islamistas habrían
ganado la partida y la cultura de la libertad entrado en un proceso que
podría culminar en su desaparición. Por este camino todas las grandes
conquistas de la democracia, desde el pluralismo político, la igualdad
entre hombres y mujeres, hasta el derecho de crítica que incluye el de
la irreverencia por supuesto, habrían sellado su sentencia de muerte. Ya
en algunos lugares en Europa se ha admitido el uso del velo islámico,
símbolo flagrante de la humillación y discriminación de que es víctima
la mujer en algunos países musulmanes, y la existencia de piscinas
públicas separadas por sexos, con argumentos que podrían llegar a la
demencia de tolerar los matrimonios pactados por los padres y hasta la
castración ritual de las adolescentes para garantizar su virtud.
Cualquier concesión en este campo no sirve para apagar la sed de los
fanáticos; por el contrario, los envalentona y convence de que el
enemigo está retrocediendo, que tiene miedo y se sabe ya derrotado.
La
primera ministra danesa, Helle Thorning-Schmidt, en el homenaje que
rindió a sus compatriotas asesinados por el yihadista danés, recordó que
las mayores víctimas del fanatismo islamista son los propios
musulmanes, a los que los fanáticos asesinan y torturan por millares en
el Medio Oriente y en África. Hay que tenerlo presente y saber, por
eso, que los europeos que como el dibujante Lars Vilks se enfrentan con
coraje al desafío del terror, luchan para salvar de la barbarie no sólo a
Europa y Occidente, sino a la humanidad entera.
Leído en http://www.vanguardia.com.mx/columnas-lafelicidadjaja-2273669.html
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