Entre el 15 de septiembre y el 5 de noviembre se efectuaron en todo el país los congresos distritales de Morena, en los cuales participaron más de 100 mil adherentes y se eligieron cerca de 2 mil 500 consejeros estatales (que serán también coordinadores distritales y delegados al congreso nacional), y para decidir si el movimiento busca su registro como partido político nacional.
Sobre este punto, más de 80 por ciento de los delegados votó porque Morena transite el camino hacia un partido político con registro nuevo. En lo particular, yo coincido con esta posición, aun reconociendo sus retos y acechanzas. Me explico.
Dadas las circunstancias prevalecientes en México, la estrategia de una opción política de auténtica izquierda no puede ser otra que la de propiciar un cambio de régimen, dominado ahora por un poder oligárquico depredador y de extraordinaria capacidad destructiva. Lo que algunos llaman “izquierda moderna“ sólo es una cortina de humo para encubrir su funcionalidad con el neoliberalismo fracasado y con el régimen de opresión y privilegios que nos agobia.
Ahora bien, un proyecto transformador de la vida social no podrá cristalizar y ni siquiera encaminarse con los partidos actuales de la llamada izquierda, por la simple razón de que a sus burocracias dirigentes les estorba dicho proyecto, ya que frenaría el carrusel de candidaturas y cargos del que se han apropiado a fin de preservar y ampliar sus intereses personales y de grupo.
En cuanto a las diversas expresiones del movimiento social, si bien su contribución ha sido y será esencial para un cambio profundo de la sociedad, la naturaleza reivindicativa de sus legítimas búsquedas y demandas, así como la focalización territorial de sus luchas, resultan limitantes que vuelven indispensable un referente político nacional.
En consecuencia, el reto de Morena es dotar de contenido al espacio político que postula la necesidad de un cambio verdadero. Si el camino elegido para ello es pacífico, deberá basarse en la movilización social y la participación electoral, lo que implica inequívocamente su registro como partido político.
La legítima discrepancia con la participación electoral como medio para impulsar el cambio de régimen, tiene como sustento sólido la indisposición oligárquica y del sistema político para aceptar un proyecto cualitativamente distinto al suyo. Prueba de ello son los tres fraudes en la elección presidencial que hemos vivido en apenas un cuarto de siglo.
Esta penosa realidad habrá de repetirse a menos de que el bloque opositor construya un poder social capaz de frenarla y revertirla, salida ésta (por ahora de resultados impredecibles) que nos remite al tema de la organización, reto prioritario en el futuro de Morena.
Por otra parte, es innegable el riesgo de la burocratización del nuevo partido, de la repetición de la traumática experiencia del PRD, pues el riel electoral suele provocar descarri- lamientos y extravíos. Semejante acechanza exige la formulación y la práctica de un partido distinto a todos los ante- riores, sólo igual a sí mismo por su capacidad para construirse con creatividad y con un sólido anclaje ético y moral.
Empero, una cultura política basada en los principios y las convicciones no se establece por decreto; por el contrario, sólo puede ser fruto de una conciencia colectiva sobre su necesidad, junto con una práctica perseverante que la confirme a cada paso. Por ello, un postulado central del proyecto alternativo de nación enarbolado en la reciente campaña presidencial plantea la necesidad de la
revolución de las conciencias, en el sentido de una regeneración ética en la sociedad y en el partido.
Sobra decir que este sendero será accidentado y lleno de obstáculos. De entrada –como antes se decía–, la vida electoral y los triunfos comiciales forjaron burocracias partidistas conservadoras y ambiciosas, proclives a la corrupción y alejadas completamente del ideal moral y del proyecto de transformación de la realidad social.
Pero más que eso. La longeva hegemonía priísta permeó a la sociedad mexicana y edificó una cultura política avasalladora que fatalmente se reprodujo en los partidos de izquierda y, en mayor o menor grado, también en las organizaciones sociales de oposición. En el reino de la necesidad, las legiones de clientes políticos sustituyeron a las militancias conscientes, generando las condiciones propicias para el burocratismo y el abandono de los principios.
Así, el riesgo de la burocratización de Morena está presente, y más vale que esto se tome muy en serio, pues los lamentos posteriores de nada servirían. De entrada, será indispensable contar con espacios estables de organización y participación de los militantes y de la base social del nuevo partido, ajenos a cualquier cálculo de clientela política. De ello dependerá la calidad democrática de la organización, la forma como se procesen y tomen las decisiones y el escrutinio colectivo de los órganos de dirección y de sus integrantes. El antídoto contra la discrecionalidad de los líderes es la existencia de una base organizada y actuante, terreno fértil además para la rendición de cuentas y la revocación del mandato.
Ligado a ello, deberá existir un proceso permanente de formación política, entendido y asumido como un derecho de todos. No hay mejor instrumento que el educativo para propiciar el desarrollo de la conciencia, elevar la calidad interpretativa de la realidad social, introyectar el valor del conocimiento y del pensamiento crítico, motivar y generar vínculos de respeto y solidaridad. Sostenida en el empleo de una metodología participativa, la formación política deberá jugar un papel estelar en la construcción de Morena en su nueva etapa.
En otro orden de ideas, es un falso problema situar como excluyentes al movimiento y al partido. El asunto en todo caso es que el partido tenga también la naturaleza de movimiento, posibilidad cierta en caso de que posea la capacidad de acompañar su propuesta programática con la movilización de sus miembros y simpatizantes. Asimismo, el partido deberá asumir el compromiso de apoyar la lucha social y sus demandas, así como la de abrir sus espacios electorales a los mejores representantes de la sociedad civil.
Otro aspecto sustancial de un partido distinto pasa por la edificación de su identidad, lo que implica ir más lejos del actual pegamiento unitario de Morena, que es el carisma y el liderazgo de López Obrador, convertidos en un patrimonio sentimental por millones de seguidores, buena parte de los cuales elevan la confianza en el líder político a un nivel casi religioso.
Junto con tal fervor, es indispensable que la militancia y la base social de Morena se apropien gradualmente del proyecto de transformación de México, abarcando en ello la asimilación de una memoria enraizada en las mejores tradiciones culturales y de lucha del pueblo mexicano, de una propuesta programática y de gobierno y de una utopía compartida de lo que queremos para nuestro país.
Sembrar, con la idea de ir forjando una nueva escala de valores en la sociedad y en el partido, es una demanda ética insoslayable, sin la cual será imposible superar la siniestra disgregación social provocada por la imposición ideológica del capitalismo salvaje que padecemos y por la nefasta cultura política heredada de la dominación priísta.
Son muchos los retos y las acechanzas de Morena en la nueva etapa por la que decidió transitar. Sin duda, la moneda está en el aire y su giro es enigmático, pero también es cierto que sin un partido de nuevo tipola llama de la esperanza en el renacimiento de México podría extinguirse por quién sabe cuánto tiempo.
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