Recomendado por Atl Coatl.
Joaquín Villalobos tiene un agradecible gusto por la controversia que lo ha convertido en una voz indispensable en el debate sobre seguridad pública en México: dice lo que muchos critican, lo que otros tantos piensan y lo que nadie más se atreve a defender. Sin embargo, en algunos de sus textos el ánimo polémico acaba dominando al rigor analítico. Su más reciente colaboración en nexos, me temo, cojea de esa pata.1
El artículo tiene dos ideas básicas: 1) derrotar a la delincuencia organizada en México sólo es posible mediante un combate frontal que hace inevitable un largo periodo con elevados niveles de violencia, y 2) cualquier persona que proponga ideas para reducir los niveles de violencia en el corto plazo es presa de la “aversión al conflicto”.
¿Qué es la “aversión al conflicto”? El término, tomado del último libro de Jorge Castañeda, se refiere a una supuesta manía de “administrar problemas en vez de resolverlos” y sería presuntamente un atavismo producto de la “cultura del subdesarrollo”.
No entra en esa ecuación la posibilidad de que existan problemas que, por su naturaleza misma, no sean resolubles sino sólo administrables. La diabetes no se resuelve. El SIDA no se resuelve. La delincuencia organizada tampoco: se acota, se contiene, se margina, pero no se resuelve (si por resolver queremos decir eliminar, claro está; si Joaquín quiere decir otra cosa, sería útil conocer su definición). O tal vez sí se puede resolver, pero al costo de liquidar las libertades públicas. Nadie en el siglo XX fue más eficaz en el combate a las mafias que Benito Mussolini.2 Pero en una sociedad libre, el problema no es binario, es de grados.
Allí está la Yakuza japonesa como un ejemplo de una mafia “administrada”.3 Allí está la mafia neoyorquina como otro: las autoridades estadunidenses empezaron a combatir al crimen organizado en la década de 1890 y todavía el año pasado realizaron detenciones de mafiosos en Nueva York.4 ¿Resolvieron el problema o lo administraron? La discusión en México no es cómo eliminar a la delincuencia organizada, sino cómo ponerle límites mucho más severos que los que hoy tiene, en el menor plazo y al menor costo posibles.
Para lograr ese objetivo se requiere indudablemente fortalecer los instrumentos del Estado: limpiar y transformar a las policías, reformar el sistema de justicia penal, recuperar el control de las prisiones, combatir la corrupción en todos los niveles. Nadie en México, salvo los delincuentes, se opone a esa agenda. Nadie tampoco está en contra de la construcción de ciudadanía y de modificar las condiciones sociales que favorecen la expansión de la delincuencia.
Pero hay un problema: esas tareas van a tomar una generación ¿Qué hacemos de aquí a entonces? ¿Qué hacemos para limitar los costos y la violencia que pueda acarrear el proceso? La respuesta de Joaquín es: nada. Debemos resignarnos a tener 25 mil homicidios o más al año durante un plazo largo: cualquiera otra cosa sería una rendición frente a los delincuentes.
Parece irritarle la búsqueda de alternativas. Y en algunos casos no le falta razón para la molestia: algunas de las ideas que flotan en el ambiente son notoriamente inviables o están mal razonadas.
Es sin duda una tontería afirmar que se debió haber esperado a tener condiciones óptimas antes de confrontar a la delincuencia organizada, como si no hubiera habido en 2006 y 2007 coyunturas que obligasen a una reacción. Igualmente absurdo es suponer que el asunto se arregla con más “inteligencia”, sin preguntarse para qué se quiere y cómo se pretende obtener. De acuerdo también en que discutir el estatus legal de las drogas es una distracción. La legalización de las drogas es como el Mesías: de seguro vendrá, pero probablemente tarde.
Pero Joaquín mete en el mismo paquete a ideas que pueden reducir los niveles de violencia en el corto plazo y que en nada detraen del objetivo último de reducir la peligrosidad de la delincuencia organizada. Peor aún, las distorsiona hasta la caricatura. Nadie en su sano juicio ha afirmado que se debe combatir sólo a los cárteles violentos. Lo que se ha propuesto es que se les combata prioritariamente, como un mecanismo para desincentivar la violencia. Ello no obsta para que siga la persecución en contra de todos los demás.
Definir prioridades y modular intensidades no es, bajo ningún concepto, una renuncia a establecer el imperio de la ley: es lo que hacen todas las fuerzas del orden en un mundo donde los recursos son limitados. Se puede debatir que delitos o delincuentes deben ser los objetos primarios de atención en cualquier momento dado, pero de ahí a afirmar, como lo hace Joaquín, que quien no comparta las preferencias del gobierno ha asumido “la defensa de un statu quo que da ventaja a los criminales frente a los ciudadanos”, media un trecho inmenso.
Las críticas a las propuestas inspiradas en el trabajo de Mark Kleiman son particularmente débiles.5 Según se desprende del texto de Joaquín, las ideas no le gustan por dos motivos: 1) los programas de disuasión focalizada a veces no funcionan en Estados Unidos, y 2) no fueron pensadas específicamente para el contexto mexicano o latinoamericano. Sobre el primer punto, nunca nadie ha dicho que ese tipo de acciones siempre funcionen: lo que se ha afirmado es que pueden funcionar. Y la realidad es que funcionan en la mayoría de los casos: una revisión sistemática reciente a programas de disuasión focalizada encontró reducciones importantes de delitos específicos en 10 de las 11 intervenciones consideradas.6
Sobre el segundo punto, es correcto afirmar que “ni los programas experimentales ni las teorías que los sustentan fueron pensados para las selvas colombianas, las favelas brasileñas, el Petén de Guatemala, las maras de San Salvador, los barrios de Ciudad Juárez o los dominios del Chapo Guzmán”. Pero lo mismo vale para la internet, los antibióticos o la democracia ¿Es eso razón suficiente para descartar su uso? ¿No hay manera de adaptar a nuestro contexto el conocimiento extranjero?
México no es Estados Unidos. Pero nadie está pidiendo que se repliquen mecánicamente las experiencias estadunidenses. El propio Kleiman elaboró una propuesta de disuasión focalizada específica para el caso de México que tiene como premisa básica la debilidad de las instituciones mexicanas y que por tanto se apalanca en las capacidades de Estados Unidos.7 La propuesta puede o no ser viable en los términos descritos, pero lo que no se entiende es en qué sentido se puede interpretar como una evasión del conflicto.
La disuasión focalizada es una fórmula para prevenir conductas específicas de delincuentes, mediante la comunicación directa de amenazas creíbles. No implica trato alguno con los delincuentes: simplemente necesita que se explicite una raya fijada por las autoridades y que, pasada esa raya, se intensifique la persecución en contra del transgresor ¿El Estado no recupera soberanía cuando impone límites a los criminales? ¿Qué conflicto se está evadiendo?
En el fondo, Joaquín parece defender la tesis de que los violentos son consustancialmente violentos, sin importar la estructura de incentivos que enfrenten. Esa idea no sólo niega medio siglo de investigación criminológica,8 sino que encuentra su refutación perfecta, irónicamente, en la propia carrera de Joaquín. Él empuñó las armas cuando, a su juicio, las circunstancias lo demandaban y las abandonó cuando las circunstancias cambiaron.
Guardando las distancias, ¿por qué no podría suceder algo similar con los narcos? ¿Por qué no podrían comportarse de manera distinta si cambia la matriz de riesgo y recompensa? El mismo Joaquín reconoce que es posible tener un equilibrio de baja violencia en presencia de mercados ilegales. ¿No se podría reconstituir un equilibrio de esa naturaleza en México, en paralelo a los esfuerzos de transformación institucional, pero sin requerir que éstos concluyan?
La idea le parece ilusa a Joaquín, ¿por qué? En esencia, porque ése no fue el camino que emprendió Colombia. Hay algo de lo que cuestiona a la hora de discutir las propuestas de disuasión focalizada —la imitación extralógica de soluciones extranjeras— en su defensa del modelo colombiano. No se detiene a analizar las diferencias entre Colombia y México, ni a hacer distingos sobre qué resulta aplicable y qué no de la experiencia colombiana. Peor aún, tiene mucho de caricatura su descripción de la trayectoria histórica del país sudamericano.
Consideren la siguiente afirmación: “La violencia en Colombia no se redujo, ni con paramilitarismo, ni con guerra sucia, ni con disuasiones, ni con negociaciones, ni dejando de perseguir capos... La violencia sólo comenzó a reducirse cuando el Estado se decidió a recuperar, por la fuerza, los territorios que estaban en manos de cárteles, paramilitares y narcoguerrilleros”. Esa narrativa tiene una omisión seria: la desmovilización negociada de las llamadas autodefensas (los paramilitares) entre 2003 y 2006.9 Eso fue todo, menos una rendición incondicional: requirió conversaciones abiertas, la firma de un acuerdo formal y la aprobación del Congreso colombiano de una ley ad hoc que le concedió amplios beneficios jurídicos a los paramilitares. Los 31 mil desmovilizados de los que habla Joaquín fueron resultado de ese proceso, el cual se saldó con una importante disminución de los niveles de violencia (al menos inicialmente). Dicho de otra manera, para reducir la violencia, Álvaro Uribe estuvo dispuesto a negociar con delincuentes. ¿Él también sufría de la “aversión al conflicto”?
El Estado racional weberiano que impone su soberanía incontestable a sangre y fuego es una fantasía no sólo en Colombia. El Estado de derecho es siempre y en todo lugar un terreno negociado, donde persisten espacios amplísimos de tolerancia no codificada a formas diversas de ilegalidad.
En México se señala a menudo que la tasa de impunidad es de 99%. Lo que se dice menos es que en Estados Unidos la cifra es de 90% y eso sin contar la inmensa cantidad de delitos transaccionales (la compra y venta en mercados ilegales) que no son capturados por las encuestas de victimización.10 ¿Por qué se tolera tanta ilegalidad, mucha de la cual sucede a plena luz del día y en las narices de la autoridad? ¿Por “aversión al conflicto”? ¿O será que hay otros valores —la libertad, la estabilidad social, la protección de la vida humana— que entran también en el cálculo?
No existe contradicción entre construir el Estado y lo que Joaquín llama “administrar el crimen”. Esa tarea la hacen todos los Estados modernos del mundo. No implica entrar en componendas con los delincuentes. Significa que el Estado, en situación de fuerza pero con plena conciencia de sus limitaciones, ponga rayas, fije prioridades y disuada las peores conductas, aun si eso implica tolerar temporalmente otras. No hay nada particularmente conservador en esa visión y nada eminentemente progresista en sugerir que no hay más ruta que el combate a ultranza, sin referencia a costos y vidas humanas.
Leido en http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2102548
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