domingo, 10 de marzo de 2013

Héctor DeMauleón - ¡Viva Madero, mueran los chinos!

En la ciudad de México llamamos “barrio chino” a una veintena de restaurantes y comercios que se apeñuscan en el segundo tramo de la calle de Dolores, y al callejón misterioso donde Arturo de Córdova y Leticia Palma filmaron en los años cincuenta la película En la palma de tu mano. Es, sin duda, el barrio chino más pequeño del mundo. En ese sitio funcionaron durante mucho tiempo fumaderos de opio y casinos clandestinos. Por ahí pasó varias veces, con la brasa roja de un Chesterfield encajada en la boca, Filiberto García, el personaje principal de la novela El complot mongol.




Una calle, un callejón, 20 restaurantes. ¿A qué debemos tanta economía? La brevedad esconde un relato horrible de xenofobia. En la década de 1920 el gobierno mexicano prohibió la entrada al país de trabajadores chinos, un senador (Andrés Magallón) propuso que los que ya vivían en México fueran confinados en barrios especiales, y el presidente Álvaro Obregón expidió un decreto que les prohibía vender comestibles, entrar a los restaurantes, casarse con mujeres mexicanas, tener acceso a los puestos públicos y salir de sus barrios luego de las 12 de la noche. El ex presidente y ex gobernador de Sonora, Adolfo de la Huerta, los había acusado de transmitir la sarna, la lepra, el tracoma y la tuberculosis. Una historia que el país ha tratado meticulosamente de olvidar.

En los últimos años del siglo XIX, el gobierno de Porfirio Díaz abrió las puertas a la inmigración china en un intento de reclutar mano de obra barata que trabajara en las minas y el tendido de vías férreas a lo largo del país. “Por tres o cuatro pesos al mes trabaja el chino en la construcción de cualquier camino o edificio”, se leía en la prensa. En 1910 ya vivían en México 30 mil trabajadores chinos que llegaron huyendo de la pobreza, las hambrunas, las rebeliones campesinas y la violencia que asolaba cíclicamente a su país, o del Acta de Exclusión China promulgada años antes en Estados Unidos, donde se les acusaba de ser sucios, tener apariencia desagradable y quitarle el trabajo a los blancos (las novedades no son más que tímidas variaciones, nos recuerda Borges en “El Congreso”).

Aquellas oleadas de inmigrantes estaban formadas por varones solitarios, reservados, austeros, que trabajaban maquinalmente de sol a sol, a cambio de un salario de miseria. En los estados del norte, sin embargo, muchos de ellos lograron prosperar. Primero se alquilaron como lavanderos y cocineros; y luego se transformaron en comerciantes, tenderos, restauranteros, hoteleros y dueños de casinos. En Torreón esa elite emergente logró inaugurar incluso una suntuosa Compañía Bancaria y de Tranvías, que no tardó en herir diversas susceptibilidades.

En 1906, el programa político del Partido Liberal Mexicano —dirigido por Ricardo Flores Magón—, sostuvo que “el chino, dispuesto por lo general a trabajar con el más bajo salario, sumiso, mezquino en aspiraciones, es un gran obstáculo para la prosperidad de otros trabajadores”. Acusó a los inmigrantes de ser “una competencia funesta”. Según un relato de Juan Puig, en mítines maderistas realizados en Durango se repudió su presencia en el país y se les acusó de abatir los salarios. La campaña de hostigamiento derivó en un feroz movimiento antichino, impulsado por grupos de poder económico, que no tardó en envenenar a los sectores más pobres y analfabetas. La investigadora Flora Botton ha recogido notas de prensa en las que se les critica su físico, “su moral, sus hábitos, su monstruosa lengua, verdadera matraca de monosílabos”.

“¡Viva Madero y mueran los chinos!”, se gritó en 1911 en la ciudad de Torreón, cuando la población se alzó en armas contra el porfirismo. En mayo de ese año, Emilio Madero y Benjamín Argumedo lanzaron un ataque contra esa ciudad. El general porfirista Emiliano Lojero había posicionado tiradores en puntos estratégicos, así como en las azoteas de las casas más altas, pero sus hombres fueron aplastados y tuvieron que desalojar la zona. Comenzó un episodio de robo y saqueo que alcanzó su punto culminante con una orden girada por Benjamín Argumedo: “Maten a todos los chinos”. Ese día más de 300 inmigrantes fueron asesinados a mansalva. A algunos los arrastraron, con reatas, desde los caballos. A otros los arrojaron desde las azoteas para que sus cabezas reventaran contra las piedras del pavimento. Muchos fueron cazados a tiros en las habitaciones donde se escondían. Se dice que a los cadáveres los despojaron hasta de los zapatos. La caja fuerte de la Compañía Bancaria y de Tranvías fue dinamitada.
La historia se repetiría en 1913 en Monterrey (600 chinos fueron masacrados) y en 1916 en Chihuahua (200 inmigrantes asesinados). La persecución, alentada por panfletos, caricaturas y notas de prensa, tolerada por autoridades locales y estatales, se replicó a lo largo del país. En Mexicali, donde se exigía a estos inmigrantes el pago de contribuciones para la construcción de escuelas y carreteras, se decidió imponerles un impuesto trimestral “per cápita”, por la sencilla razón de “ser chinos”.

En 1915 se inició en Sonora la construcción de barrios orientales. En diversas regiones proliferaron los clubes antichinos. Al finalizar la década de los veinte, más de la mitad de la población china había huido del país. Tras varios años de ensañamiento, la campaña terminó con la llegada de Lázaro Cárdenas al poder, aunque las manifestaciones de racismo se prolongaron todavía una década. A mediados de los cuarenta comenzó a formarse un pequeño gueto en la calle de Dolores. Estábamos en paz con la Liga de las Naciones: la ciudad de México podía ufanarse de tener, al fin, un barrio chino. El barrio chino más pequeño que hay en el mundo.

Héctor de Mauleón. Escritor y periodista. Autor de La perfecta espiral, El derrumbe de los ídolos y El secreto de la Noche Triste, entre otros libros.

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