En el bar El Granaíno de Benijófar (Alicante, 4.200 habitantes) recuerdan bien la secuencia. El veterinario Marcelo Gurruchaga apuró con sosiego su café esa tarde en su agradable terraza. Charló diez minutos de negocios con un acompañante desconocido. Y se marchó. Dos días después relataba a la Guardia Civil, con una caja de cenizas entre las manos, que su esposa, una argentina de 46 años, llevaba una semana muerta. Que la mujer falleció el Jueves Santo por una sobredosis de fármacos tras una depresión por sobrepeso. Que intentó reanimarla sin éxito en su clínica veterinaria durante tres horas. Y que descuartizó su cadáver y trasladó los restos a una incineradora de animales. Un truculento relato que saltó en mil pedazos bajo la presión de sus dos hijos. Ellos no le creyeron cuando insistió en que su madre estaba de vacaciones de Semana Santa. La juez tampoco y ordenó su ingreso en prisión provisional y sin fianza por un presunto delito de homicidio. El acusado no tenía denuncias por malos tratos.
En Benijófar cuesta arrancar detalles de su único veterinario, un discreto y risueño argentino de 45 años que se manejaba con soltura entre los adinerados jubilados ingleses. Sus vecinos se preguntan cómo pudo mantener el tipo tras la muerte de su esposa. Durante una semana llevó una doble vida que no levantó sospecha. Francisco le vendió un cupón de la ONCE dos días después del suceso. “Me llamó la atención que tenía la persiana de la clínica cerrada”, afirma. En el bar Lucas le vieron por última vez saludando a un hombre la noche previa a su confesión. Se mostró distante, pero educado. Caminaba solo. En su clínica colgó durante varios días un cartel de “Cerrado por enfermedad”, según otro testimonio.
El marido tardó una semana en comunicar a la Guardia Civil que la mujer había muerto por sobredosis de fármacos
Los vecinos atan cabos a posteriori. Pero, como indica José Segura, copropietario de El Granaíno, Gurruchaga no se metía en líos y proyectaba la imagen de mantener una “excelente relación” con su mujer. “Estaban muy enamorados”, zanja este hombre, que se consideraba amigo de la familia desde que el hijo menor del veterinario, de 19 años, trabajó en su restaurante como camarero. El matrimonio se tomó una cerveza en la terraza del bar unas horas antes del suceso. Su dueño insiste en que el presunto homicida era un reputado profesional que regalaba tratamientos a los vecinos y acogía a perros abandonados.
El negocio de las mascotas marchaba bien, según sus vecinos. Gurruchaga y su mujer acumulaban desde la apertura de la moderna clínica, en 2007, una sólida clientela de británicos y alemanes de las cercanas urbanizaciones de Ciudad Quesada y Benimar. Él se encargaba de las operaciones y ella le asistía en la tienda y en el servicio de peluquería para mascotas. La hija mayor, de 25 años, echaba una mano y el menor se formaba para emular algún día a su padre. No se adivinaban problemas. El matrimonio recogía currículos para contratar a veterinarios que supieran inglés y ultimaba el alquiler de un piso en el propio edificio de la clínica. Querían vivir más cerca del trabajo, según una vecina.
Quienes conocieron a la víctima no dan crédito a la hipótesis que la investigación maneja como más probable: que la mujer murió durante una fallida liposucción realizada por su marido en la clínica. La fallecida era de baja estatura y pesaba unos 70 kilos, según varias vecinas. Había superado una enfermedad y siempre sonreía, según una comerciante.
En el enigmático relato de los hechos sobresale una evidencia. El presunto homicida contactó el Jueves Santo, el día de la muerte de su mujer, con la incineradora de animales IPA, proveedora de su clínica desde 2008. Encargó una cremación urgente de un perro de gran tamaño. Argumentó que tenía prisa porque los propietarios del animal, unos extranjeros de los que no dio detalles, se marchaban pronto del país. Y dos días después, según la empresa, se presentó con varias bolsas cerradas en la nave de la incineradora, en el espectral polígono industrial Los Azárabes, a unos diez kilómetros de la clínica. Solicitó que no se abrieran los paquetes por su avanzado estado de descomposición. Advirtió de que los restos eran desagradables. Pidió recuperar sus cenizas, una opción que encarece un proceso que cuesta 30 euros por cada cinco de kilos de animal.
En su clínica de Benijófar colgó durante varios días un cartel que anunciaba “Cerrado por enfermedad”
El veterinario aguardó pacientemente en el edificio modular de IPA hasta el fin del trabajo y cargó en el maletero de su coche las cajas con los huesos pulverizados. Un portavoz de la empresa admite que el operario que realizó el trabajo no revisó el contenido de las bolsas porque “no existe ningún protocolo al respecto”.
El presunto homicida se presentó en el cuartel de la Guardia Civil de Almoradí (Alicante) a dar su versión de la muerte de su esposa una semana después. Había elegido uno de los métodos más efectivos a su alcance para destruir huellas de un cadáver. “Esto requiere tiempo y determinación. Normalmente, estos actos los cometen personas que tienen algo que ocultar”, explica el profesor de Criminología de la Universidad de Valencia (UV) Vicente Garrido. “Si realmente se suicidó, ¿por qué se deshace del cadáver?”, se pregunta.
El catedrático de Derecho Penal de la UV José Luis González Cussac apunta: “Sin el cadáver resulta muy difícil una condena por delito de homicidio”. Y añade que el acusado podría enfrentarse a una exigua pena de exhumación ilegal.
Son las tres de una calurosa tarde. Benijófar se repone a cámara lenta del golpe. En unos días arrancará la temporada turística, que dura hasta mediados de septiembre. Los jóvenes camareros, en su mayoría extranjeros, se cruzan de brazos con la mirada perdida. Un horizonte de mesas vacías presagia una mala campaña. Entre ramos de flores, un cartel cuelga del escaparate de la clínica veterinaria Pet Care. “No nos llame, por favor”.
Leído en http://politica.elpais.com/politica/2013/04/12/actualidad/1365770786_679864.html
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