PRIMER TIEMPO: El diagnóstico del doctor. Ahora resulta que los demonios no son quienes nos tienen en el Infierno, y que lo que durante años se ha señalado como “la docena trágica” de los presidentes Luis Echeverría y José López Portillo, para describir cómo tiraron la economía al basurero, no fue tanto como lo pintan. Quien lo afirma no es un economista de la vieja guardia, nostálgico del mundo keynesiano de la postguerra, sino el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, alter ego del presidente Enrique Peña Nieto. Videgaray, hijo de la generación que gobierna el país desde mediados de los 80, afirma que el estancamiento de la economía se viene dando desde hace tres décadas, después de 20 años de crecimiento sostenido. Según su diagnóstico, el sexenio de Echeverría (1970-1976), que terminó con la estabilidad del peso y su devaluación a cuatro meses de dejar el poder —brincó de 12.50 pesos por dólar a 22—, no fue macro económicamente tan malo como lo piensan los mexicanos. Y los cuatro primeros años de López Portillo tampoco. No se les podrá eximir de culpa por no haber sido previsores y ajustar el modelo económico al ritmo de los cambios en el mundo, pero las responsabilidades parecen estar más diversificadas. Visto a través de las declaraciones epidérmicas de Videgaray, sólo hasta la gran crisis en el gobierno de López Portillo, cuando no ajustó los precios de petróleo para aprovechar la crisis en el mercado mundial, comenzó a dar tumbos la política económica que llevó al ex presidente a pensar en Miguel de la Madrid, el primer mandatario químicamente tecnócrata, y no en David Ibarra, un economista de la escuela cepalina que no compartía la visión inhumana y antisocial del capitalismo que enarbola la tecnocracia. De la Madrid vivió en oposición silenciosa la nacionalización de la banca en 1982, que trajo una sequía económica y un control de cambios que metió a México en el túnel de oscuridad en el desarrollo y crecimiento del que ahora habla Videgaray.
SEGUNDO TIEMPO: El advenimiento de la tecnocracia bonapartista. Si el final del sexenio de Luis Echeverría fue de agitación social en el norte del país —que dio a luz el neopanismo de los bárbaros del norte— y tumbos en el tipo de cambio, el de José López Portillo, con su propia devaluación y una economía colapsada, terminó en medio de rumores de un golpe de Estado. Miguel de la Madrid, que emergió de una subsecretaría de Hacienda a la Secretaría de Programación y Presupuesto, a la Presidencia, comenzó congruente consigo mismo: sobrio, nada espectacular ni estrafalario. Le tocaron tiempos fatales. La nueva caída en los precios del petróleo que provocaron fuertes turbulencias en los mercados, y los terremotos en la ciudad de México que rompieron todos los presupuestos por los destrozos en la infraestructura del corazón federal, lo acuchillaban. Pudo haber regresado al modelo de los 70s y dejar como su sucesor a su secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog, o al “hermano que nunca tuvo”, Alfredo del Mazo, secretario de Energía, pero se inclinó por su secretario de Programación y Presupuesto, Carlos Salinas, quien en 1985, con el primer gran recorte a la burocracia, puso las primeras ruedas formales al modelo neoliberal. De la Madrid optó por la persona ideológicamente más comprometida con el neoliberalismo, aunque hasta el final peleó la candidatura el aceite de esa agua, Manuel Bartlett, secretario de Gobernación. Salinas colocó al equipo que gobernaría tres sexenios la política económica, encabezado por Pedro Aspe, padre del actual secretario de Hacienda, Luis Videgaray, y con Ernesto Zedillo, su sucesor y luego enemigo hasta la muerte política, en el asiento de atrás. La tecnocracia bonapartista de Salinas, por su diseño vertical y metaconstitucional —gobernó con reglamentos por encima de la Constitución—, ilusionó al país con el manejo de las expectativas de llevar a México al primer mundo. Salinas, en efecto, lo llevó, pero no le dio las llaves para abrir su puerta. Al final de su sexenio, la vida en rosa se ennegreció con la crisis de los tesobonos y una economía prendida con alfileres que a los 19 días de iniciado el gobierno de Zedillo, se despegó.
TERCER TIEMPO: El error de los tecnócratas. El 20 de noviembre de 1994, el secretario saliente de Hacienda Pedro Aspe, y el relevo designado, Jaime Serra, estuvieron a punto de liarse a golpes durante la última reunión del Pacto Económico. El tema de fondo era que Aspe se negaba a devaluar el peso ante la crisis que existía, y Serra no quería que esa decisión recayera en el próximo gobierno. Aspe se impuso y, como pensaba Serra, la crisis le cayó encima al gobierno de Ernesto Zedillo. La madrugada del 19 de diciembre, Serra adelantó a los empresarios que deslizarían 15% del peso frente al dólar para enfrentarla, pero cuando trascendió el anuncio, el mercado enloqueció y el peso perdió más del 100% su valor. Desde un punto de vista técnico, ese porcentaje no era para esa crisis, pero Serra soslayó lo que siempre decía Aspe: "En México, las devaluaciones son sicológicas”. El sistema de pagos se colapsó y se inventó el Fobaproa, muy criticado políticamente, pero que evitó la claudicación del país como soberano. Cesado Serra, su relevo Guillermo Ortiz y el coordinador de asesores presidencial, Luis Téllez, amenazaron a Washington: si no hay rescate financiero, habrá moratoria. El presidente Bill Clinton decidió, por razones de seguridad nacional, tenderle la mano a México. Para ganar tiempo, Zedillo creó distracciones y persiguió al hermano del ex presidente Carlos Salinas. Cuando le fue insuficiente, apareció “El Chupacabras”. La tecnoburocracia en el poder, estaba rota. Desde su autoexilio, Salinas escribió dos libros que son tan anchos como un ladrillo, para sudar un odio contra Zedillo que escondió una verdad: su sucesor no construyó el segundo piso del modelo económico, la regulación. Tampoco lo hicieron los tecnócratas de esa misma generación de ’85 en los gobiernos panistas, que prolongaron el estancamiento del que se queja el secretario de Hacienda Luis Videgaray. No puede ser. No es fortuito, trasluce el pensamiento de quien más influye en el presidente Enrique Peña Nieto, que la regulación sea una de las marcas que quiere imprimir en sus reformas. Pero nadie de quienes extrañan a John Maynard Keynes, debe dar de brincos. La tecnocracia seguirá —Videgaray no puede ir contra natura— controlando a México, pero le construirán el piso que les faltó, a ver si ahora les funciona plenamente el modelo.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
Twitter: @rivapa
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