Anton Chejov 1860 - 1904 |
Los muchachos
-¡Volodia ha llegado! -gritó alguien en el patio.
-¡El niño Volodia ha llegado! -repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor- ¡Ya está ahí!
Toda la familia de Korolev, que esperaba
de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En
el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados
por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.
Los trineos estaban vacíos; Volodia se
hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su
bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo
obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos
estaban blancos de nieve.
Su madre y su tía lo estrecharon, hasta casi ahogarlo, entre sus brazos.
-¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?
La criada Natalia había caído a sus pies
y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de
alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la
casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la
mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero éste se
hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil.
-¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!
Milord, un enorme perro negro, estaba
también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y
ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!
Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible.
Luego, cuando se hubieron fatigado de
gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que además de
Volodia se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y
tapabocas e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un
rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha.
-Volodia, ¿quién es ése? - preguntó muy quedo la madre.
-¡Ah, sí!- recordó Volodia. Tengo el
honor de presentarles a mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo
año. Lo he invitado a pasar con nosotros las Navidades.
-¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted
bienvenido! -dijo con tono alegre el padre-. Perdóneme; estoy en mangas
de camisa. Natalia, ayuda al señor Chechevitzin a desnudarse. ¡Largo,
Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!
Un cuarto de hora más tarde Volodia y
Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío,
estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de invierno,
atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samovar y
sobre la vajilla. Hacía calor en el comedor, y los dos muchachos
parecían por completo felices.
-¡Bueno, ya llegan las Navidades! -dijo
el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo-. ¡Cómo pasa el
tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú al colegio, y
ahora hete ya de vuelta. Señor Chechevitzin, ¿un poco más de té? Tome
usted pasteles. No esté usted cohibido, se lo ruego. Está usted en su
casa.
Las tres hermanas de Volodia -Katia,
Sonia y Macha-, de las que la mayor no tenía más que once años, se
hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su
hermano.
Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenía la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido confundir por un pillete.
Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenía la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido confundir por un pillete.
Su actitud era triste; guardaba un
constante silencio y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas,
mirándolo, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en extremo
inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus reflexiones,
que si le preguntaban algo sufría un ligero sobresalto y rogaba que le
repitiesen la pregunta.
Las niñas habían observado también que
el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba y se
mantenía muy grave. Hasta se diría que no experimentaba contento
alguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, sólo una vez se
dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por demás extrañas;
señaló al samovar y dijo:
-En California se bebe ginebra en vez de té.
También él se hallaba absorto en no
sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez
en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos.
Luego del té se dirigieron todos al
cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno de
la mesa y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada de
los dos jóvenes.
Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y aun a veces con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado. A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba
Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y aun a veces con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado. A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba
-¿Quién ha agarrado mis tijeras? ¿Has sido tú, Iván Nicolayevich?
-¡Dios mío! -se indignaba Iván Nicolayevich con voz llorosa. ¡Hasta de tijeras me privan!
Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado pero, un instante después, volvía de nuevo a entusiasmarse.
El año anterior, cuando Volodia había
venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, había
manifestado mucho interés por estos preparativos; había fabricado
también flores; se había entusiasmado ante el árbol de Navidad; se
había preocupado de su ornamentación. A la sazón no ocurría lo mismo.
Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta hacía las
flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los dos
caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana,
separados de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo.
Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron a examinar una de las cartas.
Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron a examinar una de las cartas.
-Por de pronto, a Perm -decía muy quedo Chechevitzin- de allí, a Tumen.... Después, a Tomsk...
-Espera... Eso es de Tomsk a Kamchatka...
-En Kamchatka nos meteremos en una canoa y atravesaremos el estrecho de Bering, henos ya en América. Allí hay muchas fieras...
-¿Y California? -preguntó Volodia.
-California está más al sur. Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar y robar.
Durante todo el día Chechevitzin se
mantuvo a distancia de las muchachas y las miró con desconfianza. Por
la tarde, después de merendar, se encontró durante algunos minutos
completamente solo con ellas. La cortesía más elemental exigía que les
dijese algo. Se frotó con aire solemne las manos, tosió, miró
severamente a Katia y preguntó:
-¿Ha leído usted a Mine-Rid?
-No... Dígame: ¿sabe usted patinar?
Chechevitzin no contestó nada. Infló los
carrillos y resopló como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras
una corta pausa, dijo:
-Cuando una manada de antílopes corre
por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan
gritos de espanto.
Tras un nuevo silencio, añadió:
-Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los mosquitos.
-¿Y qué es eso?
-Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo?
-Volodia nos dijo que usted es el señor Chechevitzin.
-No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.
Las niñas, que no habían comprendido nada, lo miraron con respeto y un poco de miedo.
Chechevitzin pronunciaba palabras
extrañas. Él y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no
tomaban parte en los juegos y se mantenían muy graves; todo esto era
misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia,
comenzaron a espiar a ambos muchachos. Por la noche, cuando los
muchachos se fueron a acostar, se acercaron de puntillas a la puerta de
su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios lo que supieron!
Supieron que ambos muchachos se
aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo
estaba ya preparado para su viaje: tenían un revólver, dos cuchillos,
galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de
cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar muchos
millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes, luego
buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber ginebra, y,
como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas
plantaciones. Mientras las dos niñas espiaban a la puerta los muchachos
hablaban con gran animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a
Volodia "mi hermano rostro pálido" en tanto que Volodia llamaba a su
amigo "Montigomo, Garra de Buitre".
-No hay que decirle nada a mamá -dijo
Katia al oído de Sonia mientras se acostaban. Volodia nos traerá de
América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá no le dejará ir a
América.
Todo el día de Nochebuena estuvo
Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por
su parte, andaba cabizbajo y, con sus gruesos mofletes, parecía un
hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las
habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se detuvo
una vez delante del icono, se persignó y dijo:
-¡Perdóname! Dios mío, soy un gran pecador. ¡Ten piedad de mí, pobre y desgraciada mamá!
Por la tarde se echó a llorar. Al ir a
acostarse abrazó largamente y con efusión a su madre, a su padre y a
sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo de su emoción; pero
la pequeñita, Macha, no comprendía nada, absolutamente nada, y lo
miraba con sus grandes ojos asombrados.
A la mañana siguiente, temprano, Katia y
Sonia se levantaron, y una vez abandonado el lecho se dirigieron
quedamente a la habitación de los muchachos, para ver cómo huían a
América. Se detuvieron junto a la puerta y oyeron lo siguiente:
-Vamos, ¿ quieres ir? -preguntó con cólera Chechevitzin- Di, ¿no quieres?
-¡Dios mío! -respondió llorando Volodia-. No puedo, no quiero separarme de mamá.
-¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo
ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso
está muy mal, hermano rostro pálido!
-No me da miedo; pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá?
-Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no?
-Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá.
-Bueno; en ese caso me voy solo -declaró
resueltamente Chechevitzin-. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has
querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a
hacer! Me voy solo.
Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás.
Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás.
Volodia se echó a llorar con tanta
desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar
también. Hubo algunos instantes de silencio.
-Vamos, ¿no me acompañas? -preguntó una vez más Chechevitzin.
-Sí, me voy... contigo.
-Bueno; vístete.
Y para dar ánimos a Volodia,
Chechevitzin empezó a contar maravillas de América, a rugir como un
tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió en fin a Volodia darle
todo el marfil y también todas las pieles de los leones y los tigres
que matase.
Aquel muchachito delgado, de cabellos
crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre
extraordinario, admirable. Héroe valerosísimo arrostraba todo el
peligro y rugía como un león o como un tigre auténticos.
Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia con los ojos arrasados en lágrimas dijo:
-¡Qué miedo tengo!
Hasta las dos, hora en que se sentaron a
la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se
advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaron en la cuadra,
en el jardín; se los hizo buscar después en la aldea vecina; todo fue
en vano. A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando la familia
se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba una gran inquietud y
lloraba.
Buscaron a Volodia y a su amigo durante
toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En
toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran agitación. A la
mañana siguiente llegó un oficial de policía. Mamá no cesaba de llorar.
Pero hacia el mediodía unos trineos, arrastrados por tres caballos
blancos, jadeantes, se detuvieron junto a la puerta.
-¡Es Volodia! -exclamó alguien en el patio.
-¡Volodia está ahí! -gritó la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor.
El enorme perro Mirara, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!
Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora.
Volodia se lanzó al cuello de su madre.
Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor
Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete.
-¿Es posible? -decía con tono enojado-.
Si se sabe esto en el colegio los pondrán de patitas en la calle. Y a
usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha
hecho. Espero que será usted castigado por sus padres... ¿Dónde han
pasado la noche?
-¡En la estación! -respondió altivamente Chechevitzin.
Volodia se acostó, y hubo que ponerle
compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de
Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió con su
hijo.
Chechevitzin, hasta su partida, se
mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas
no les dijo palabra; pero tomó el cuaderno de Katia y dejó en él, a
modo de recuerdo, su autógrafo:
“Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles”.
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