Vicente Leñero (1933 - 2014) |
La gota de agua
—No hay
agua.
Con la mala noticia, el domingo 31 de enero amanecía definitivamente sucio.
Pensé que me sería imposible abrir los ojos porque tendría los párpados pegados
por legañas, duras como resistol. Me sentí anticipadamente mugriento, sudoroso,
oliendo a chivo, barbón. El cabello tieso, la cara escurrida, las uñas negras,
el alma toda convertida en un costal de inmundicias que debería cargar durante
la mañana entera, la tarde y la noche de ese domingo infeliz.
—No exageres —dijo Estela cuando me oyó repelar.
En calzoncillos hice girar las llaves del lavabo y de la regadera. Ni una gota
cayó de la nariz del lavabo; gorgoriteó apenas la manzana de la regadera y dos
o tres lagrimones gravitaron hasta el piso de azulejo gimiendo plop, plop.
—Ni una maldita gota en toda la casa, me lleva la chingada.
Subí a la azotea y trepé por la escalera marina.
Aunque sabía muy bien, gracias a la ley de los vasos comunicantes, que bastaba
con asomarme a un tinaco para conocer el nivel de agua absoluto, destapé los
dos: primero el tinaco derecho y luego el tinaco izquierdo. Vacíos. Dos
tinacotes horizontales con capacidad de 1,100 litros cada uno, sobrados
recipientes para el consumo diario de una familia de seis miembros y dos
sirvientas: vacíos, totalmente vacíos, vacíos. Metí la cabeza dentro de los
vientres huecos. Parecían dos enormes piñatas de cemento que me habría gustado
romper a palos, carajo. Además de vacíos, los tinacos estaban sucios. Capas de
lodo reseco encenagaban sus fondos: mugre, tierra, lama, seguramente bacterias
que el filtro de la cocina no conseguía exterminar y que a través del agua
dizque potable viajaban luego hasta nuestros sistemas digestivos provocando las
salmonelosis de Mariana, las amibiasis de mi hija Estela o vaya Dios a saber
cuáles y cuántas infecciones que dejábamos pasar más o menos desapercibidas o
automedicadas con cloromicetín.
Problemón también éste: el de los tinacos sucios. No en balde el periódico del
Instituto del Consumidor instaba a todo mundo a desinfectar cuanto antes sus
tinacos. Tendríamos que enfrentar también este problema, pero no ahora, pensé.
No ahora, no ahora, seguí pensando mientras descendía por la escalera marina y recordaba
al arquitecto Fernando Juárez Jiménez, residente de la Constructora Libertad en
el tiempo en que remodelamos la casa.
Estábamos en plena construcción cuando el arquitecto Juárez me dijo:
—Sería bueno hacer una cisterna, ¿no le parece?
El Joven Juárez, como lo apodaban mis hijas, era un muchacho moreno y barbón
recién recibido en el Poli y recién casado con una chica brasileña. Trabajaba
con ahínco en nuestra obra aunque a veces tenía diferencias con Pepita Saissó,
la autora del proyecto.
—¿Para qué una cisterna? —pregunté al Joven Juárez.
—Para prevenir la escasez de agua —respondió.
Sonreí discretamente por la nariz, pero lo dejé explayarse en sus teorías sobre
el desorbitado crecimiento de una ciudad que en ese año de 1975 empezaba a
preocupar, según él, a los urbanistas. Aún las clases medias disfrutábamos mal
que bien de los servicios fundamentales, pero en diez años —decía el Joven
Juárez— el tránsito se volverá imposible, la polución atmosférica espantosa,
fallará el suministro de energía eléctrica y no habrá agua potable suficiente
para satisfacer la demanda de una metrópoli en franco proceso de
descomposición. ¿De dónde y cómo traer agua hasta una ciudad trepada sobre el
altiplano, sin ríos caudalosos que la alimenten? Agotados los mantos acuíferos
y exprimidos los manantiales más próximos se hará indispensable ir cada vez más
lejos por el agua; entubarla a lo largo de kilómetros y kilómetros, almacenarla
y bombearla luego con mayúsculos esfuerzos y gastos de energía a un costo
estratosférico. En diez o en veinte años, antes de que termine el siglo —decía
el Joven Juárez— un vaso de agua será tan preciado y tan costoso como un vaso
de leche.
Volví a sonreír, ahora con lástima. Lástima de que las nuevas generaciones
crecieran con esa mentalidad apocalíptica más propia de ancianos que de
jóvenes. Y el progreso ¿qué? Crecían los problemas, desde luego, pero crecían
también las posibilidades de solución. El ingenio humano y el instinto de
sobrevivencia no se secaban como un pozo. Con ese pesimismo jamás se habrían
inventado la máquina de vapor, la electricidad, el teléfono, el avión. Inventos
todos que transformaron radicalmente el sistema de vida de sociedades
pretéritas cuando ya los catastrofistas de entonces anunciaban su inminente
destrucción.
—Aquí se puede abrir el agujero —dijo el Joven Juárez mientras tendía su cinta
metálica en el patio delantero de la casa—. Una cisterna de tres, por tres, por
metro y medio de profundidad, digamos.
Pobre juventud, pensé. Su pesimismo no es a fin de cuentas sino el resultado de
una crisis religiosa: han perdido la fe. Como ya no se cree en la providencia
divina, ya no se cree tampoco en el progreso.
—Trece punto cinco metros cúbicos de capacidad ―multiplicó el Joven Juárez en
su calculadora de bolsillo—. La cisterna puede almacenar trece mil quinientos
litros.
Me fui de espaldas:
—Será como tener bajo tierra doce tinacos de mil cien litros. Una buena reserva
para las épocas de escasez.
Sacudí el hombro de Juárez con un par de palmadas.
—Es una exageración, arquitecto.
—Hay que prevenir el futuro.
—Qué futuro ni qué ojo de hacha. En San Pedro de los Pinos no ha faltado el
agua jamás.
El Joven Juárez no estaba para saberlo ni yo para contarlo, pero en San Pedro
de los Pinos viví toda mi infancia. La colonia formaba parte del antiguo Rancho
Nápoles y apenas comenzaron a fraccionarla mi padre adquirió terrenos por
dondequiera pagando a un peso el metro cuadrado. Aunque eran pesos 0.720, de
aquellos pesos, de todos modos hizo un gran negocio. En el sexto tramo de
Avenida Dos construyó tres casas: una para nuestra familia, otra para su madre
y la tercera que rentaba de igual manera a como rentaba muchas más que
construyó, compró o cambalacheó en diferentes calles de la colonia.
Extraordinario comerciante, mi padre se pasó gran parte de su vida comprando y
vendiendo casas en San Pedro de los Pinos. En su testamento legó una a cada uno
de sus hijos, pero las puso a nombre de mi madre para comprometernos a pagarle
una renta. La casa que mi padre destinó para mí, ésta que ahora reconstruíamos
con el Joven Juárez como residente, era la casa de mi abuela, y recuerdo muy
bien cuando yo venía de niño a asomarme al pozo agujereado allá detrás, en el
jardín.
—Un pozo, arquitecto. Un verdadero pozo, como los de pueblo.
Desde luego eso ocurría a fines de los treinta, principios de los cuarenta,
cuando el San Pedro de los Pinos de entonces nada tenía que ver con el de ahora.
Las calles eran de tierra, hoyancudas, y en época de lluvias se formaban
espantosos lodazales donde se atascaban los autos horas y horas. Por eso los
taxis se resistían a viajar hasta San Pedro. Cuando abordábamos uno, mi madre
hacía trepar primero a toda la pipiolera y sólo hasta que la portezuela se
cerraba, ya con el taxi en marcha, se atrevía a decir al chofer: Vamos
adelantito de Tacubaya, adelantito. Era un rumbo con ambiente pueblerino. En
Calle Nueve, casi esquina con Avenida Dos, se extendía un enorme establo al que
regresaban las vacas todas las tardes, con la del cencerro por delante,
ocupando el aneho de la calle. Por Avenida Cuatro, la que ahora se llama
Patriotismo, cruzaba bamboleándose el tranvía amarillo Mixcoac-Tacubaya. El par
de vías se hallaba montado sobre un alto terraplén, y como la ruta era de un
solo sentido, cuando una de las máquinas estaba a punto de iniciar su viaje
desde la estación Primavera, el conductor necesitaba antes utilizar un teléfono
de cuerda para comunicarse a Mixcoac y preguntar si tenía vía libre.
Me di cuenta de que el Joven Juárez se conmovió con mis recuerdos porque lo vi
oprimirse los párpados con el índice y el pulgar de su mano derecha, pero no
quiso admitirlo. Dijo que el polvillo de la grava que estaba descargando un
camión materialista le había lastimado los ojos.
Lo llevé a la zona posterior.
—Aquí es donde estaba el pozo, arquitecto. Ya para entonces se habían
descubierto enormes mantos líquidos en el subsuelo de San Pedro de los Pinos.
Precisamente toda el agua que necesita la colonia proviene de pozos artesianos
perforados en distintos puntos del rumbo. Hay uno en el parque de la Calle
Diecisiete, otro en el Pombo, ¿no los ha visto?
—¿Y son suficientes?
—Claro que son suficientes. Le digo que en San Pedro de los Pinos nunca falta
el agua, a Dios gracias.
—Qué bueno —dijo el arquitecto Juárez.
Regresamos al patio de entrada. El camión materialista había terminado de
descargar la grava.
—¿Nos olvidamos entonces de la cisterna?
—Es innecesaria.
—Déjeme siquiera instalarle dos tinacos de mil cien litros en la azotea.
Y dale con la visión apocalíptica.
—Con uno es suficiente, arquitecto. Aquí el agua tiene una presión terrible:
sube todo el día. En casa de mis padres éramos ocho de familia, teníamos un
solo tinaco de seiscientos litros y durante veinte años nunca padecimos
escasez.
—Déjeme ponerle dos, el costo es mínimo. No se arrepentirá.
Más por no dar la imagen de intransigente que por estar convencido de los
razonamientos del Joven Juárez acepté la instalación en la azotea de sus dos
tinacotes de mil cien litros.
Ahora, seis años después de terminada la obra, esos dos tinacotes se hallaban
vacíos, huecos como dos piñatas huecas, sin una pinche gota de agua.
—No te pongas así —me dijo Estela cuando regresé al comedor.
—¿Sabes lo que significa?
—Que estamos sin agua.
—Significa que en toda la noche, en toda toda toda la noche, el periodo de más
presión, no subió agua hasta la azotea. Significa que el gasto de
abastecimiento se ha abatido en forma alarmante. Significa que enfrentamos una
situación de emergencia.
Mariana abrió sus ojos como aceitunas.
—¿Por qué no hay agua? —preguntó.
Me acuclillé frente a mi hija de once años como se lo había visto hacer a
Spencer Tracy en una vieja película en la que actuaba de papá bueno.
—Mira, Mariana, te voy a explicar. El agua que usamos todos los días llega de
la calle por unos tubos así de grandes, de fierro, que están enterrados abajo
de la banqueta. Cuando hay mucha agua, las gotitas corren apretadas apretadas y
se empujan y se avientan entre sí con gran fuerza, porque no caben en el tubo.
Esta fuerza es la que hace que el agua suba altísimo.
—Tiene mucha presión y llega a los tinacos.
—Exactamente.
—Y cuando no tiene presión solamente llega a la llave de la entrada, pero no
alcanza a subir a la azotea.
—Exacto, Mariana, exacto, eso es lo que pasa. Ya lo habías entendido muy bien.
—Claro papá, no soy estúpida —replicó Mariana y empezó a desayunar sus hot
cakes con miel de maple.
Yo desayuné nada más una taza de café negro, convencido de que enfrentábamos
una situación de emergencia, al borde del colapso.
Efectivamente, por vez primera en la historia de nuestros percances domésticos,
la escasez del líquido potable se prolongaba hasta el periodo nocturno. Antes
habíamos padecido fallas en el suministro, cierto. Durante los estiajes del 79,
del 80, del 81, los tinacos del Joven Juárez se vaciaban a media mañana y
durante toda la tarde no volvía a subir agua hasta ellos. Pero llegada la
noche, a eso de las doce o la una de la madrugada, el característico tronido de
tubos, el ruido de los golpes de ariete, anunciaban de manera rotunda la
reanudación del servicio. A veces me despertaba al oír el chorro llenando el
tanque del excusado, y a veces no conciliaba el sueño hasta oírlo. Más bien
esto último. Es decir, mi insomnio tenía la duración de la espera:
A qué horas aumentará la presión, Dios mío. A qué horas subirá el agua. ¿Por
qué tarda tanto el chorro del excusado?; anoche se llenó a la una. Ya es
cuarto. Todavía nada.
Saltaba de la cama, descalzo iba hasta el baño. Abría la tapa del tanque sólo
para verificar un vacío tan angustioso como la nada metafísica. En la oscuridad
me dirigía al cuarto de las hijas menores y pegaba la oreja al muro por donde
subía empotrada la tubería de alimentación:
Oh Dios, haz que escuche el ruido del agua subiendo, oh Dios.
Nada de ruido, nada de Dios. Nihilista regresaba a mi cuarto sólo para rodar
dentro de la cama y descobijar a Estela.
Por fin ocurría el milagro: en ocasiones a las tres de la mañana, nunca más
tarde. Proveniente del baño llegaba el gorgoriteo precursor al ruido del
chorro: primero resonante al chocar contra la porcelana del tanque, luego
cristalino al sumergirse en el manto de agua ascendente, y por último ahogado y
sordo cuando ya se anunciaba el inminente cierre del flotador. La alegría por
el suceso prolongaba unos instantes el insomnio, pero cuando Morfeo me cerraba
los ojos era un profundo aletargamiento el que me hacía caer plácidamente en la
zona oscura del descanso reparador. Me dormía confiado en que al amanecer
saldría el agua generosa de la nariz del lavabo o de la manzana de la regadera
al conjuro mecánico de una llave que gira. No siempre era un volumen suficiente
para todas las necesidades diarias. Alcanzaba, sin embargo, para rápidos
duchazos, para echar un par de lavadoras y para resolver el aseo matinal de la
cocina y de los baños. El resto del agua indispensable era acarreada por la
sirvienta o las sirvientas en cubetas que llenaban en la toma domiciliaria. Eso
sí: ahí nunca faltó el agua. En la llave de la entrada el chorro siempre estuvo
presente, aunque su caudal y su potencia dejaron mucho que desear en aquellas
malas épocas, las del estiaje canicular.
A ratos se preocupaba Estela:
—¿Qué vamos a hacer?
—No hay problema —le respondía, optimista—, es el estiaje. Deja que pasen estas
semanas y los tinacos se volverán a llenar normalmente. No hay problema. En San
Pedro nunca ha faltado el agua.
Efectivamente: pasaban las cinco o seis semanas críticas del estiaje y
volvíamos a disfrutar con abundancia del líquido potable. Y nos olvidábamos del
problema.
Así ocurrió en el 79, en el 80, en el 81.
En el estiaje de 1981 se produjo un incidente extraordinario que vale la pena
mencionar.
Una tarde la sirvienta Paula trató de llenar una cubeta en la toma domiciliaria
y se encontró, oh sorpresa, con que no salía una sola gota de la llave.
Se sobresaltó la familia.
—Ahora ya no hay agua ni en la entrada —gritó Eugenia.
—Oh Dios.
—¿Qué está pasando?
Corrí a la casa de mi madre, separada de la nuestra por un simple muro de
catorce, y mi sorpresa se duplicó al descubrir que en la llave de su toma el
chorro salía potente y rápido, sin interrupciones.
No puede ser, pensé, no puede ser. Somos vecinos colindantes. Si mi madre tiene
agua nosotros deberíamos tener también. Y no tenemos.
—¿Qué está pasando? —volvió a preguntar Estela. Mientras Paula llenaba su
cubeta yo me puse a dar de vueltas en el patio y a repasar mis conocimientos de
plomería.
—Una de dos —dije por fin a Estela: o se ha trasroscado la llave, cosa que
cualquier plomero puede arreglar en un santiamén, o se ha producido una
obstrucción extraordinaria en el tramo que va de la red municipal a la toma de
la casa. Si es esto último lo que ocurre se hace preciso notificar el
desperfecto al Departamento de Agua Potable de la delegación Benito Juárez,
porque está terminantemente prohibido a los usuarios meter mano en las
instalaciones públicas.
—Hablas como si estuvieras dando clases, papá —se burló Eugenia.
—¿Tardan mucho en venir los plomeros de la delegación? —preguntó Isabel.
Ése era precisamente el problema. Cualquier reporte a la delegación Benito
Juárez caería de seguro en la maraña burocrática que suele aquejar a toda
dependencia oficial. Los plomeros de la delegación tardarían semanas en acudir
en nuestro auxilio y durante todo ese tiempo, en consecuencia, padeceríamos una
sequía absoluta.
—Qué horror —dijo Isabel.
—¿No será que la llave está simplemente trasroscada como dices? —preguntó
Estela.
En tono autoritario mandé a Eugenia por la llave inglesa, las pinzas y un
desarmador por si acaso. Entre tanto me acuclillé frente al cuadro de la toma y
accioné repetidamente los volantes de la llave de paso y de la llave de nariz.
No parecían trasroscados: giraban con facilidad hasta los topes, tanto al abrir
como al cerrar.
Eugenia llegó con las herramientas, pero no me atreví a usar la llave inglesa
por miedo a provocar una inundación. Simulé sin embargo algunas acciones de
experto y me enderecé con aire de suficiencia:
—El problema parece estar localizado en el medidor —dije a Estela—. De todos
modos hay que llamar a los plomeros.
Telefoneamos a la plomería de Avenida Revolución, pero el gordo Humberto ya no quiso
venir a esas horas, es muy tarde, está oscureciendo; mejor mañana les caigo por
ahí tempranito, de veras, se lo juro, palabra de honor.
Al día siguiente, antes de ir a mi trabajo en Proceso, Estela me preguntó:
—Si los plomeros dicen que el problema es el medidor, ¿qué hacemos?
—Que le metan mano, que lo arreglen. Humberto sabe cómo.
—¿No dices que está prohibido?
—Prohibidísimo, pero no queda de otra. Lo bueno es que es muy fácil: nada más
necesitan cerrar la llave de la red que está en la banqueta y desarmar el
medidor. Sería muy mala suerte si en ese momento pasa un inspector.
En las oficinas de Proceso, Mari García se ofreció a reportar mi problema
doméstico a la delegación Benito Juárez. No lo hizo como si yo fuera un simple
usuario. Enfatizando mi condición de periodista y dando extremada importancia a
mi cargo de subdirector de Proceso —es subdirector de Proceso, es subdirector
de Proceso, repetía Mari— logró que la secretaria particular del delegado la pusiera
al habla con el ingeniero González Terán, jefe local del Departamento de Agua
Potable.
Seguramente a González Terán le impresionó en serio mi cargo periodístico
porque se comprometió ante Mari García a enviar de inmediato una cuadrilla de
plomeros a mi domicilio. Su orden fue tan eficaz que la cuadrilla llegó esa
misma mañana, en el momento en que el plomero Humberto estaba a punto de violar
la válvula de la red municipal.
Humberto vio a los plomeros de la delegación y no lo pensó dos veces: agarró
sus herramientas, le dijo pícale a su ayudante y echó a correr por la calle
como si huyera de la policía.
En menos de quince minutos la cuadrilla de González Terán arregló el medidor:
estaba obstruido, simplemente obstruido por tierra, basuras y mugre que
acarreaba el agua potable de la red. El servicio no fue solamente rápido sino
que el propio ingeniero González Terán me telefoneó esa noche para saber si el
problema había quedado resuelto a mi entera satisfacción.
—A mi entera satisfacción, ingeniero. Un millón de gracias.
Colgué la bocina impresionado, e iba a vanagloriarme ante las hijas de mis
poderosas influencias con los funcionarios públicos, cuando oí que en el
comedor mi hija Estela hablaba de su amigo Mario Zambrano. Decía que Mario
Zambrano había tomado muy en serio aquello del compromiso con los pobres, y en
concordancia con sus ideas se había ido a vivir a un cuartucho en una colonia
proletaria, más allá de la Moctezuma, para luchar por los derechos de los
marginados.
Ellos sí que están jodidos —decía mi hija Estela—: sin títulos de propiedad,
sin servicios sanitarios, sin agua potable. Jodidos, jodidos.
Como advertí que mi tema resultaría inoportuno, resolví guardar la petulancia
para mejor ocasión y me lancé directo a la regadera a gozar, con el agua
corriente, del resultado de mis influencias.
Nunca más volvió a obstruirse el medidor de la entrada.
Al recordar ahora el incidente me di cuenta de que nunca antes, tampoco, me
había sentido como esta mañana del domingo 31 de enero de 1982: abofeteado por
la evidencia de los tinacos vacíos.
—Por qué te enojas tanto si ya ha pasado otras veces, papá.
—No es cierto. Siempre sube agua en las noches. Poca o mucha, siempre sube.
Ahora no. Esa es la terrible diferencia.
Acarreando agua de la llave de entrada y calentándola luego en ollas de
aluminio, Estela y las hijas procedieron a bañarse a jicarazos. Desde luego yo
renuncié al sistema decimonónico de limpieza. Me rasuré a duras penas remojando
el rastrillo en un cacharro y decidí no ir a misa. Además, en protesta contra
las autoridades del Departamento del Distrito Federal, me declaré en huelga de
baño. Si al día siguiente no se normalizaba el servicio, mi huelga duraría lo
que durara la escasez, ya verán si no.
—Hoy en la noche sube el agua —dijo Estela—. No te pongas así, es domingo.
Fuimos a Bellas Artes a oír la Sinfónica Nacional dirigida por Sergio Cárdenas.
Mientras jugaba como siempre a encontrar parecidos a los músicos con gente
conocida (el violinista de la tercera fila: Luis Echeverría; el delgaducho del
fagot: Manolo Robles; el del corno: Juan lbáñez; el galán de la flauta: Mario
Vargas Llosa) imaginé a más de uno enjabonado bajo la regadera, histérico
porque el agua se acabó de repente. Cuántos de aquellos músicos se habrían desayunado
con la sorpresa de una llave que no escupe, de un tanque de excusado
completamente vacío. Tocaban ahora ocultando el malhumor, sudorosos por el
trajín musical. Tal vez el mismo Sergio Cárdenas no tuvo agua ni para mojarse
la cabeza que sacudía de derecha a izquierda como un plumero durante el adagio
de la Sinfonía en do mayor K. 425 de Mozart. Y los espectadores ¿qué? Parecían
hipnotizados por la música pero seguramente disimulaban. Habían ido al
concierto para olvidarse del estiaje, como otros salían a pasear a la Alameda,
a recorrer la ciudad, a engullir en los restoranes, a enchiquerarse en los
cines.
Las fuentes de la Alameda tenían agua; también los sanitarios del Vips, y desde
luego los condominios provistos de cisternas y bombas, las casas del Pedregal,
las residencias de los políticos. El Presidente de la República no sabría jamás
lo que es la angustia de un tinaco vacío; tampoco el candidato del pri ni los
privilegiados de la burguesía mexicana.
Tuve de pronto la impresión de que la súbita escasez de ese domingo 31 de enero
afectaba exclusivamente a los sampedreños y, por supuesto, a los miles y miles
de jodidos como aquéllos con los que se fue a vivir Mario Zambrano.
En la tele, a eso de las diez de la noche, cantaba Napoleón. Se veía rozagante,
limpiecito, como si acabara de salir de una ducha. Pinche Napoleón
privilegiado, qué envidia.
Me dormí hasta las tres de la madrugada cansado de esperar el ruido del agua
subiendo a los tinacos y llenando el tanque del excusado.
Nada se oyó.
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