La anécdota es falsa, aunque no inverosímil. Dicen que a Sir Winston Churchill se le planteó la necesidad de recortar el presupuesto de cultura a favor del imperioso aumento que demandaba el gasto militar en plena Segunda Guerra Mundial. Algunos incluso llegan a afirmar que fue el propio Ministro de Finanzas de Inglaterra quien enlistó ante el Primer Ministro la prioridad de las bombas, balas, tanques y paracaídas por encima de los museos, las orquestas sinfónicas, la radio cultural y la investigación educativa. La anécdota inventada concluye aseverando que Churchill no sólo negó aceptar el disparate, sino que además respondió con su ya legendaria flema de puro cachetón: "¿Entonces para qué peleamos?".
Repito: no consta en ningún documento o grabación la escena, aunque podría ser totalmente cierta dado que sí constan las repetidas ocasiones en que Churchill se negó a sacar de la isla los tesoros artísticos de los museos de Londres o buscar un asilo temporal para todos los símbolos de la familia real. Así como fue capaz de pedirle a los ciudadanos la sangre, sudor y lágrimas con las que habrían de defender a la Gran Bretaña (incluso con los tenedores de la mesa, de ser necesario), así también es altamente probable que tuviera conciencia de que una cosa son las asépticas sumas y restas de los que calculan presupuestos a secas y otra muy diferente, el deber y el haber incalculables de todo eso que nos hace pensar, sentir y ser.
La falsa anécdota —así como otras— se ha vuelto en afirmación viral por varias razones que merecen ponderación. Por un lado, el wishful thinking de quienes saben que basta reafirmar con algunos detalles una cita, frase o situación absolutamente imaginaria para que se vuelvan no sólo creíbles, sino multiplicadas como verdades inapelables en abono de un sano (o malsano) propósito. Por el otro, se confirma la desesperada necesidad de iluminar las inexplicables tinieblas recurrentes en las que caen los contadores, economistas y políticos en general al supeditar todo lo relacionado con las artes, la cultura y la educación a las necias sumas de los índices de inflación, costos de producción, presupuestos de gobierno, inversión en puentes y alumbrados públicos, etc. Muchos creen necesario reproducir en sobremesas o tertulias la anécdota falsa de Churchill no para justificar malversaciones, sino precisamente para intentar crear la necesaria conciencia que le recuerde a los engominados políticos posmodernos que de nada sirve un superávit en las finanzas públicas si hemos de seguir hundidos en los reinos de la ignorancia, pero es precisamente del cultivo o ya imperio de la ignorancia de donde surgen tuits apócrifos, anécdotas inventadas en el Face y demás bulos, así sean esparcidos con buenas intenciones.
No creo necesario un debate sobre la utilidad o futilidad de los Evangelios canónicos por encima de los Apócrifos, ni tampoco que se me pida aquí una posible ponderación historiográfica sobre el provecho o no que transpiran los Gnósticos, pero sí creo necesario precisar que –aunque celebro el ánimo con el que se esparcen buenos deseos expresados en chismes del tipo Churchill—es mejor recurrir a citas probadas, escenas comprobables y hechos verificables para ilustrar mejor la ignorancia (amén de amnesia, estulticia y peor aun, pedantería soberbia) de políticos, politicastros o improvisados funcionarios disfuncionales que han dejado desamparadas a la cultura y las artes, a costa de una falsa distribución del ingreso nacional o una ficticia sanidad en materia de recaudación fiscal (y demás motes trillados).
Mejor aún que las buenas fábulas que se le atribuyen a Churchill, consta en actas el impecable discurso que pronunciara el inmenso escritor Víctor Hugo ante la Asamblea Constituyente de Francia, el 10 de noviembre de 1848. Conocido bajo el título Questions des encouragements aux lettres et aux arts (Cuestiones del fomento para las letras y las artes), fue traducido al español y publicado en México como Del peligro de la ignorancia, en el número 29/30 de la revista Líneas de fuga, revista literaria de Casa Refugio Citlaltépetl, en noviembre de 2011.
Precisamente para alertar a sus coetáneos y paisanos "Del peligro de la ignorancia", Víctor Hugo subió a la tribuna para expresar —como quien redacta al instante— su oposición a que "una urgente necesidad" por reducir el presupuesto nacional se proponía aplicar el peor tajo de su guadaña a todo lo relacionado con educación y cultura. Al hacerlo, sin saberlo, dejaba un discurso para ciudadanos del mundo entero y toda época. Luego de aclarar que suscribía la "urgente necesidad" en la reducción del presupuesto (como lo exigía toda lógica y entendería cualquier ciudadano), Víctor Hugo aclaraba que el remedio propuesto resultaba peor que la enfermedad, pues ese tipo de fórmulas mágicas que transpiran los economistas en vías de la calvicie en los escritorios lujosos de la hacienda pública son placebos equivocados en el enrevesado teatro de la realidad. Toda proporción guardada, Víctor Hugo podría hoy mismo espetarle por ejemplo al gobierno de México, el idéntico ejemplo con el que abrió su discurso: "¿qué pensarán ustedes, señores, de un particular que tuviese mil quinientos pesos de ingreso (pongo las cifras en moneda mexicana, para ver si así se entiende mejor) que dedicase todos los años a su cultura intelectual para las ciencias, las letras y las artes, una suma muy modesta, cinco pesos, y que, en un día de reformas quisiese ahorrarse seis céntimos de su inteligencia?" Consta –y quizá sobra decirlo—que la versión estenográfica del discurso registra las carcajadas de los asambleístas.
Hugo pasó entonces a enumerar las instituciones que resultarían afectadas con la mentada reducción presupuestal urgente: El Colegio de Francia, el Museo del Louvre, las bibliotecas todas, la Escuela de Bellas Artes de París, el Conservatorio, la conservación de monumentos históricos, las facultades de ciencias y letras, la suscripción de libros... y le faltó mencionar las pirámides de Teotihuacán, los libros del Fondo de Cultura Económica, las becas para poetas y pintores, el apoyo a la cinematografía, los programas de alguna orquesta filarmónica y el acceso a la educación, cultura y todas las artes de todos los niños y jóvenes de una generación más que se esfuerza por aprobar calificaciones matemáticas nadando en un mar de ignorancias donde ya poco importa si el estudiante conoce la historia de México o los versos de Sor Juana Inés de la Cruz, mientras cumpla con la media japonesa en materia aritmética.
Como bien dice el autor de Los Miserables desde la tribuna, el gran peligro de la situación actual es precisamente el imperio de la ignorancia. La ignorancia aún más que la miseria. "La ignorancia que nos rebasa —dice Victor Hugo— que nos asedia, que nos sitia por todas partes. Gracias a la ignorancia es como algunas de las doctrinas fatales pasan de la mente despiadada de los teóricos al cerebro confuso de las multitudes", y agrega ante las muchas formas de la ignorancia, que "nos ocupamos del alumbrado de las ciudades, que encendemos todas las noches, y hacemos muy bien, farolas en los cruces, en las plazas públicas; ¿cuándo, pues, entenderemos que puede anochecer también en el mundo moral, y que hay que encender antorchas para las mentes... (interrumpido por aplausos, vítores y alguna necia tos), "Sí, señores, insisto. Un mal moral, un mal moral profundo nos preocupa y nos atormenta. Ese mal moral, es extraño decirlo, no es otra cosa que el exceso en las tendencias materiales. Así pues, ¿cómo combatir el desarrollo de las tendencias materiales? Con el desarrollo de las tendencias intelectuales. Hay que quitarle al cuerpo y darle al alma".
Desde luego, Víctor Hugo y todos o cualquiera, podríamos repetir a voz en cuello "quiero ardientemente, apasionadamente, el pan del obrero, el pan del trabajador, quien es mi hermano; al lado del pan de la vida quiero el pan de la mente, que es también el pan de la vida. Quiero multiplicar el pan de la mente como el pan del cuerpo" y eso, señores del hoy enrevesado de nuestra ignorancia imperial, significa que por encima de los oprobiosos gastos en publicidad electoral imbécil y efímera, más allá de los descarados viáticos con los que viajan los mandatarios y funcionarios de pacotilla, las transas en toda obra pública y las mordidas para toda negociación, deberíamos privilegiar la multiplicación de los libros, las escuelas, las cátedras, los museos, los teatros, las librerías, los microteatros, los conciertos, tal como hace dos siglos lo pedía Victor Hugo, "multiplicar las casas de estudio para los niños, las casas de lectura para los hombres, todos los establecimientos, todos los refugios donde se medita, donde se enseña, donde uno se instruye, donde uno se recoge, donde se aprende algo, donde se vuelve uno mejor; en una palabra, habría que hacer penetrar por todas partes la luz en la mente del pueblo, ya que es por las tinieblas por donde se pierde".
En México llevamos ya demasiados lustros leyendo faltas de ortografía en las mantas con las que anuncian sus crímenes los narcotraficantes y atestiguando la imbecilidad funcional de cientos de diputados analfabetas; hemos permanecido hipnotizados ante la estupidización por goteo continuo de la televisión y todas las formas de la resignación material allende la frontera geográfica con placebos electrónicos o de la frontera emocional con baratijas en canciones pegajosas por encima de la necesaria fertilización de nuestros propios campos y cultivos. En México hubo filas de votantes que hacían tiempo para llegar a la casilla con un libro en la mano, o con lecturas en modernas tabletas, pero ni uno solo de los candidatos que fardara haber leído un solo libro en sus hermosas fotografías de campaña... y seguimos en justificado escepticismo ante la remota posibilidad de que un mandatario demostrara de veras haber leído al menos tres libros y que su lectura ayudara a iluminar las tinieblas de la errática escenografía de telenovela barata (así genere ingresos millonarios para ciertas actrices) donde una vez más –ante "la urgente necesidad" (cíclica, inevitable, algebraica y computarizada) de reducir presupuestos—se apela a la guadaña en todo lo que debería invertirse en materia de educación, cultura y las artes, avalado o incluso apuntalado en el nefando imperio de la ignorancia. Dicen que Churchill y Víctor Hugo, de veraneo en Chichen Itzá, ayer mismo lamentaban en humos de un buen puro que se esfuma, la negligencia con la que los políticos mexicanos de hoy en día –tan globalizados en todos sus sentidos—descuidan, desprecian y desahucian el valor invaluable de nuestro patrimonio cultural, histórico y artístico.
Leído en
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/06/16/actualidad/1434476678_891393.html
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