El mensaje para Roberta Jacobson, subsecretaria de Estado para asuntos de América Latina y el Caribe, fue que el presidente Enrique Peña Nieto consideraba de la más alta prioridad la relación con Estados Unidos, por lo que quería enviar como embajador a una persona de toda su confianza, que vive hace tiempo en Estados Unidos, por lo que conoce perfectamente al país y el estado de las relaciones bilaterales. Además, era uno de los directores de la Escuela Fletcher, en la Universidad Tufts, donde Jacobson obtuvo una maestría en Derecho y Diplomacia.
Basáñez, como le dijeron a Jacobson, sí es una persona de todas las confianzas de Peña Nieto, con quien tiene una relación de hace más de 30 años, que se inició no por el trabajo que como procurador del Estado de México en el gobierno del tío del presidente, Alfredo del Mazo González, sino porque su hija Tatiana, de quien fue compañera en la secundaria del Colegio Argos en Metepec, a principios de los 80s, lo involucró en la venta del periódico escolar que producía. La relación se alimentaba a través de sus madres, que los llevaban y recogían en la escuela.
Esa relación se alteró cuando cambiaron a Peña Nieto a otra escuela para terminar el bachillerato, y Basáñez se mudó con su familia a la ciudad de México para acompañar a Del Mazo González en la Secretaría de Energía, donde fue su secretario particular y ayudó en el infructuoso intento por lograr la candidatura presidencial en 1988. Tras esa frustración, Basáñez se involucró con Bob Pastor, quien después de trabajar con el presidente James Carter en el Consejo de Seguridad Nacional en la Casa Blanca, lo ayudó a fundar el Centro Carter en 1982, cuya misión principal ha sido promover la democracia en el mundo. Basáñez trabajó con ellos en transparencia electoral, respeto al voto y en observación nacional e internacional de elecciones, incluido México, en los años cuando eran consideradas injerencistas.
Basáñez construyó una vida académica y política en Estados Unidos. Entre 1995 y 2000, con el apoyo de las universidades de Michigan y Princeton, comenzó el proyecto que hace unos tres meses llamó poderosamente la atención del presidente Peña Nieto cuando se lo detalló: cómo trabajan las comunidades minoritarias en su organización social y política, con un énfasis en la mexicana y la judía. Sin embargo, fue otro proyecto, elaborado junto con Graciela Orozco, directora ejecutiva de la Fundación Solidaridad Mexicano-Americana a mediados de la década pasada, lo que lo volvió a conectar con Peña Nieto, el fortalecimiento de la sociedad civil mexicana y su imagen en Estados Unidos.
El reencuentro se dio cuando Peña Nieto era gobernador en el Estado de México. Basáñez, que ya estaba integrado como investigador de la Escuela Fletcher, se acercó al consulado de México en Boston para apoyar desde esa escuela, que tiene un importante programa de Derecho, a la comunidad mexicana y los juicios orales, con lo que retomó el proyecto iniciado con Orozco. Cuando caminaba Peña Nieto a la candidatura presidencial, Basáñez le entregó un resumen de lo que era el programa, que tuvo el apoyo federal a través de Jesús Murillo Karam, a quien conoció cuando trabajaron juntos con Jorge Rojo Lugo en la desaparecida Secretaría de la Reforma Agraria en la segunda parte de los 70’s, fue procurador general. Quien le dio el impulso final en la PGR fue la entonces subprocuradora Mariana Benítez, quien fue su alumna en la Fletcher, donde se graduó como maestra en Derecho Internacional.
Basáñez llevaba tiempo dentro del círculo ampliado de poder del presidente Peña Nieto. El programa sobre el fortalecimiento de la sociedad civil mexicana y su imagen en Estados Unidos los llevó a retomar fue el primer paso ya en el rumbo de la Presidencia, y a mediados de noviembre de 2011, cuando Peña Nieto viajó a Washington para ser recibido en la Casa Blanca y hablar en el Centro Woodrow Wilson, Basáñez le organizó un almuerzo con un grupo de los principales mexicanólogos estadounidenses –que pasó desapercibido por la prensa-, lo que mostró su capacidad de convocatoria, que en ese entonces en el equipo de Peña Nieto pensaban que muy pocos tenían.
Un año después, cuando ya como presidente electo Peña Nieto volvió a visitar Washington para entrevistarse con el presidente Barack Obama, le pidió a Basáñez que lo alcanzara para hablar sobre la reunión que tendría al día siguiente en la Casa Blanca. Señal de cercanía y confianza, pero nada más. El embajador en Washington sería –lo había decidido durante una visita a Londres como presidente electo-, el entonces embajador en el Reino Unido, Eduardo Medina Mora.
Para el relevo del hoy ministro de la Suprema Corte de Justicia, muchos nombres circularon por el escritorio del canciller José Antonio Meade y el jefe de Oficina de la Presidencia, Aurelio Nuño, pero ninguno era el de Basáñez. La decisión había sido unipersonal, como algunas de las más importantes que ha hecho Peña Nieto en los últimos cinco años, sin consultarlo con nadie en su entorno político más íntimo. Alguien cercano durante largo tiempo, como le dijeron a Jacobson para iniciar el proceso del beneplácito del nuevo embajador que, por cierto, lo saben en México, ya viene en camino.
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