Cinco días después del mensaje del presidente Enrique Peña Nieto, a propósito de su Tercer Informe de Gobierno, la discusión sigue siendo bizantina: hizo o no una autocrítica sobre los conflictos de interés en su administración. La polémica sobre si admitió que existe la percepción sobre corrupción en su gobierno es inútil. Ante las imputaciones, señalamientos o evidencias de conflictos de interés y presunta corrupción pública en el país, el Presidente utilizó el recurso del método de Los Pinos: enunciar, describir, ignorar. Oye a los mexicanos, pero no los escucha. Tampoco observa, con la urgencia de corregir, las advertencias que llegan del exterior.
El recurso del método peñista no es el cartesiano, de la duda metódica para llegar a la verdad, sobre la cual el gran escritor cubano, Alejo Carpentier, juega con la obra de Descartes para pintar el mundo más alejado que pudiera haber pensado jamás. Pero tampoco es el recurso carpenteriano del déspota ilustrado. Es típico peñismo. Como le dijo a un cercano –esto es real por más irreal que parezca– cuando le insistía en conversar con él hace unos meses: “De acuerdo, hablemos, pero –le advirtió después de caminar varios metros y reflexionar–, no te voy a hacer caso”. El Presidente, por definición y autoproclamación, no hace caso.
El mensaje desde Palacio Nacional es reflejo de ese talante. “Señalamientos de conflictos de interés –que incluso involucraron al Titular del Ejecutivo–; así como denuncias de corrupción en los órdenes municipal, estatal y federal –y en algunos casos en el ámbito privado–, han generado molestia e indignación en la sociedad mexicana”, dijo al iniciar su discurso. “Estas situaciones, son muy distintas entre sí, pero todas lastiman el ánimo de los mexicanos y la confianza ciudadana en las instituciones”.
No fueron imputaciones, sino señalamientos. Él no hizo nada mal; fue la prensa la que lo mal interpretó. Sí hay denuncias de corrupción, pero sólo eso, porque no hay proceso contra nadie. Son dichos, bien pudo haber afirmado, pero no hechos.
El discurso es cosa del pasado, pero la inspiración detrás de su expresión es lo que queda.
De un total de 12 mil 556 palabras de mensaje, el Presidente utilizó 58 para resolver la querella pública. Este litigio con la opinión política y la opinión pública, que lo afecta en su imagen, liderazgo y percepción de capacidad de gobierno, fue resuelto de esa forma, a su modo, rápido, distante y lejano. Es decepcionante la fórmula para resolver políticamente asuntos políticos, éticos y legales.
Uno de los empresarios más importantes del país se quejaba después de escuchar el discurso: “Hubiera sido un mensaje muy positivo que, por ejemplo, dijera que Higa no volvería a participar en ninguna licitación de obra pública”.
La referencia era sobre los contratos ganados por Grupo Higa, del amigo cercano al presidente Juan Armando Hinojosa, que sirvió de intermediario para que su esposa, Angélica Rivera, y su secretario de Hacienda, Luis Videgaray, compraran mansiones. Ni un paso atrás. Como la Secretaría de la Función Pública determinó que no había conflicto de interés, para el cajón de los recuerdos toda la controversia, aunque vigente, sobre el conflicto de interés.
El propio Presidente había reconocido en su momento un conflicto de interés y deslizado en otro la sospecha de corrupción cuando, sin atribución legal alguna –que encaja con el recurso del método dibujado por Carpentier–, canceló la licitación sobre el tren rápido México-Querétaro.
El responsable de la licitación fue el secretario de Comunicaciones y Transporte, Gerardo Ruiz Esparza, de quien más se sorprenden los empresarios que siga anclado en su puesto.
Nada tampoco que apunte hacia una acusación en contra del Gobernador de Sonora, Guillermo Padrés, investigado en Arizona por el delito de enriquecimiento inexplicable, a quien la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda documentó también sus movimientos de dinero de origen ilícito.
Tampoco hay señales de acción alguna en contra de la familia del Gobernador de Nuevo León, Rodrigo Medina, cuyo padre manejaba quiénes podrían participar en la obra pública estatal y quiénes estaban vetados, y que amasó una fortuna de cientos de millones de pesos junto con el ascenso de su hijo al poder.
Un muy acucioso observador político, conocedor de primera mano de los recursos que tiene un presidente y cómo utilizan ese poder, decía: “Una señal de cambio real sería una decisión audaz, como meter a la cárcel a Padrés, Medina y a Ángel Heladio Aguirre (gobernador con licencia de Guerrero), pero no lo va a hacer. El presidente Peña Nieto no hace ese tipo de decisiones”. Hasta ahora, más bien, hace lo contrario. La metáfora más clara de la insensibilidad presidencial fue haber invitado al mensaje en Palacio Nacional, a David Korenfeld, que renunció el año pasado a la dirección de Conagua contra el deseo de Peña Nieto, pero por la enorme presión de la sociedad y los medios, por un abuso de autoridad en el umbral de la corrupción.
El presidente Peña Nieto perece estar bien dispuesto a cargar con el lastre de la corrupción y los conflictos de interés en su gobierno, convencido, a decir por sus actitudes, de que no habrá consecuencias. En un México controlado, con una acotada independencia del Poder Judicial y con un Poder Legislativo que puede manipular, probablemente no.
Pero las advertencias del exterior se siguen acumulando. Guatemala es un espejo cercano para observar. Lo veremos.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx / twitter: @rivapa
Leído en
http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/el-presidente-no-hace-caso-1441610724
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