La polarización es el segundo nombre de Andrés Manuel López Obrador. Dicotómico en su esencia, genera amores incondicionales y odios exacerbados. Su elección el viernes como presidente nacional de Morena, el partido que él creo, desató una vez más la histeria en su contra porque en un ejercicio nada democrático, en efecto, fue ungido a mano alzada. En el PRD, su nuevo líder fue electo en voto abierto, que tampoco es democrático; en el PRI, donde quien toma las decisiones es el Presidente, tampoco hay democracia; en el PAN, son las élites las que toman esas decisiones. O sea, el método empleado para formalizar lo que López Obrador era de facto, se encuentra dentro de los estándares como actúan los partidos en México. ¿Por qué entonces la condena? Porque le tienen miedo.
Desde hace casi un año las encuestas privadas de los políticos –la mayoría de ellas no se publican-, ubican a López Obrador como puntero indiscutible. Desde hace un año, si se efectuaran elecciones presidenciales hoy, sería electo. Según la encuesta de Buendía&Laredo sobre los presidenciables, el tabasqueño “es por mucho el aspirante con mayor reconocimiento” entre los mexicanos. Le saca 40 puntos al priista mejor ubicado, el Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y 64 puntos a quien emocionalmente quisiera el Presidente Enrique Peña Nieto como su candidato, el Secretario de Hacienda, Luis Videgaray.
Videgaray, si los datos de preferencia electoral fueran credo, está muerto. Por encima de él, además de Osorio Chong, se encuentra el líder del PRI, Manlio Fabio Beltrones –que no pertenece a la aristocracia peñista-, y el Gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila –despreciado por la aristocracia peñista-. El PRI tiene mayores problemas de los que parece. Debajo de López Obrador no aparece ningún priista, sino el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, y de manera creciente en el ánimo de los electores va subiendo Margarita Zavala, la esposa del ex presidente Felipe Calderón, que tiene carrera y méritos propios. Otro panista se encuentra en el segundo lote fuerte de aspirantes –el primero es unidimensional con López Obrador-, el Gobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle.
De la lectura de las preferencias electorales se desprende la forma como el PRI está buscando acotar la promoción de López Obrador. Pero el tabasqueño, quizás el político con mejor olfato político en la actualidad, le dio la vuelta. A la petición de Beltrones para que se legisle y se le impidiera al ciudadano López Obrador seguir promocionándose a través de spots, aprovechando la laguna legal de que si no habla específicamente de que voten por él no viola la ley, el tabasqueño dio un paso para adelante: como presidente de Morena no necesitará spots, porque su palabra será registrada cotidianamente por los medios de comunicación. Si el PRI quisiera acallarlo, el Gobierno tendría que escalar en la censura acotada que ejerce sobre los medios para que le cerraran los espacios. Posible, sí; probable, no.
López Obrador es el enemigo real que tienen todos los partidos y aspirantes enfrente. Saben que es tóxico para todos y que como competidor es formidable, pero no comprenden totalmente porqué. López Obrador ha sido calificado peyorativamente como un “mesías”, porque lo asumen como un redentor. Podría ubicársele mejor como un ayatola del catolicismo, a partir del discurso totalmente teológico que maneja. Siempre habla en términos del bien contra el mal, de los ricos contra los pobres, de la mafia del poder frente a la opción por los pobres. Ese discurso, en un país católico donde la pobreza avanza y el 68% de los 53 millones de pobres viven en zonas urbanas, que son las más antipriístas y tienen el acceso a los medios de comunicación y a todas las vías informales de información y propaganda, no sólo es persuasivo, sino sumamente difícil de contrarrestar.
El discurso de López Obrador es excluyente. El poder actual es al que hay que erradicar, y si los mexicanos no votaron por él en 2006 y 2012 “la tercera es la vencida”, porque con este Gobierno, juega con las palabras “vamos al despeñadero”. Mensaje simple y directo, que cuenta con la complicidad involuntaria de aliados impensados. El Gobierno de Peña Nieto, por ejemplo, que todos los días menciona la palabra “reformas” como si fuera un activo –de hecho, la palabra genera negativos-, en lugar de promover sus efectos, y que ha perdido la batalla por las mentes de los mexicanos porque su comunicación política ha sido capaz de darle respiro y abrirle un camino para recuperar credibilidad. Las encuestas privadas de los presidenciables muestran que la aprobación de su conducción de gobierno es inferior al 32%, y sus negativos se elevan cada mes.
El miedo que le tiene el PRI tiene sustento. López Obrador avanza y si al final, aquellos segmentos que en dos ocasiones anteriores, impregnados por el temor optaron por votar contra él, deciden darle una oportunidad luego de haber probado con otras opciones, no habrá quien lo pare. Su fortaleza no está sólo en lo que desde hace años incuba López Obrador en una tercera parte del electorado, sino en la decepción con Peña Nieto y el regreso al poder del PRI, que le está allanando el camino a la Presidencia en 2018, con las consecuencias políticas y legales que ello implique, precisamente, para lo que llama “la mafia del poder”.
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