El país en guerra contra la delincuencia no puede —a cinco años de que comenzó— ni siquiera contar las
víctimas de esa lucha. Los primeros avergonzados deberían ser los gobiernos estatales y municipales, responsables de registrar quién vive y quién muere en su localidad. Y algo dice del gobierno federal, que vivió tan tranquilo sin tener los datos correctos por años.
El jueves la primera plana de MILENIO decía: “Oculta gobierno cifra de ejecutados en 2011”.
La nota presentaba respuestas del IFAI a ciudadanos no identificados que habían pedido al gobierno federal su conteo de homicidios relacionados con el crimen organizado. Las respuestas habían sido reveladas por el portal Animal Político. El IFAI validaba la posición de la PGR en que tal número sería “clasificado”.
El mismo jueves, la Procuraduría General de la República emitió un boletín que intentaba corregir la primera plana de este diario, pero que hacía las cosas peores. De hecho, creo que el boletín es un documento histórico por lo que dice en medio del farragoso lenguaje de la burocracia.
En pocas palabras, y por primera vez en el sexenio, una instancia gubernamental decía: no sabemos con precisión ni cuántos han muerto, ni cómo han muerto ni quiénes son los que han muerto.
Va de nuez: el Estado mexicano no sabe, ni siquiera, contar y/o clasificar sus muertos.
Ya sabíamos que no los investiga.
En enero del año pasado, en el con texto de los Diálogos del Presidente en el campo Marte con diferentes sectores de la sociedad, la Presidencia dio a conocer un compilado, mes a mes, estado por estado, de muertes presuntamente producto de la lucha contra el crimen organizado.
Las cifras venían del Cisen, que coordinaba un “grupo interinstitucional” dedicado a eso. El problema es que el ejercicio tenía otros propósitos que no se acomodaron con lo público, porque cada uno de esos homicidios dolosos era un nombre, una persona, una historia. Y en cualquier país desarrollado debió haber sido acompañado de una averiguación previa, una investigación, con suerte alguien acusado frente a un juez.
Y resulta que esos números eran sólo eso, números. Muchos no tenían nombres, ni historias ni circunstancias de muerte, mucho menos investigaciones.
En la radio el año pasado hicimos un ejercicio de comparación de los números de aquella base de datos contra las estadísticas judiciales de detenidos, juicios, sentencias. Nada hacía mucho sentido.
El año pasado, además, tomó fuerza el movimiento para dar rostro, reivindicar a las víctimas de la violencia. Y las autoridades no tenían los datos.
Así lo confiesa la PGR en su boletín del jueves: “Para avanzar y completar la actualización de la base de datos, es indispensable, en primer lugar, contar con la información de las procuradurías y fiscalías generales de los estados, y en segundo lugar, que éstos estén procesados conforme a la metodología acordada y establecida”.
Más tarde, el secretario del Sistema Nacional de Seguridad Pública reiteró, sin decirlo, que el problema es que no tienen la cifra. Dio una de dolosos, pero no todo doloso es producto de la lucha contra el narco. Él dijo que está en construcción. Lo mismo, pues, no saben. Tal vez para mayo.
Entonces repitamos: el país en guerra contra la delincuencia no puede —a cinco años de haber comenzado— ni siquiera contar las víctimas de esa lucha.
Los primeros avergonzados —si tuvieran vergüenza— deberían ser los gobiernos municipales y estatales, responsables primerísimos de saber y registrar quién vive, quién muere y cómo muere cada persona que vive en su localidad.
Y algo dice del gobierno federal, que vivió tan tranquilo sin tener los datos correctos por años.
Coincidencias afortunadas, esta semana en The New York Times, con el pretexto de la salida de las últimas tropas estadunidenses de Irak, el director del Centro de Estudios Internacionales en M.I.T., autor del libro Las muertes de otros, el destino de los civiles en las guerras de Estados Unidos, John Tirman, publicó un editorial.
Reproduzco con mi apresurada traducción algunos párrafos:
El general Tommy R. Franks dijo durante los primeros días de la guerra en Afganistán: “Nosotros (los militares) no andamos contando cuerpos”. Pero alguien debería.
Lo que aprendemos de los conteos de cuerpos nos dice mucho sobre la guerra y aquellos que la llevan a cabo.
Más de 10 años después de que iniciara la guerra de Afganistán, apenas y tenemos una idea borrosa de cuánta gente ha muerto a consecuencia del conflicto. La oficina de las Naciones Unidas en Kabul ha compilado algunas cifras de las morgues y otras fuentes, pero son incompletas. Lo mismo se puede decir de Irak, a pesar de algunos esfuerzos independientes para contar las fatalidades.
Pero esos números que van de los cientos a los miles, obtienen poca atención. Líderes políticos, militares y el público muestran poco interés en fatalidades no americanas.
La negación es políticamente conveniente. Evitar considerar las cifras de mortalidad, los refugiados, los empobrecidos, los hospitales, sistemas de agua o escuelas demolidos es negar, en efecto, que la guerra sucedió.
El ejército no puede darse el lujo de desdeñar las dinámicas de la guerra.
Las consecuencias de cómo peleamos una guerra revela mucho de cómo y por qué otros la pelean en nuestra contra.
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