por Enrique Serna.
Haciéndose eco del desaliento que recorre a la sociedad no partidista ante las inminentes campañas, Enrique Serna analiza el divorcio entre el ciudadano de a pie y nuestra clase política, encerrada en sus privilegios e incapaz de consolidar nuestra democracia.
En rigor, el PRI no recuperará al poder si gana los comicios presidenciales del 2012, porque nunca lo perdió del todo. Los voceros del partido y su candidato a la presidencia pregonan a diario que, en caso de ser favorecidos por el sufragio, no van a restaurar el antiguo régimen autoritario. Pero muchos tememos que la tentación de gobernar a la antigua será demasiado fuerte para ellos, sobre todo si obtienen mayoría absoluta en el Congreso. Están en peligro, entonces, los pequeños avances logrados por la democracia (estabilidad macroeconómica, mejor rendición de cuentas en el gobierno federal, abolición de la censura gubernamental en los medios informativos, combate eficaz a la delincuencia en el DF), pero sobre todo está en peligro la posibilidad de elegir a nuestros gobernantes, pues un IFE en manos del PRI significaría un retorno a los tiempos del carro completo, el ratón loco, las urnas embarazadas y las caídas del sistema de cómputo. Junto con los fraudes electorales pueden volver también las represiones sangrientas de opositores políticos, jamás castigadas, que solo en el sexenio de Salinas de Gortari dejaron un saldo de seiscientos muertos, comenzando por los asesinatos de Francisco Javier Ovando y Román Gil en vísperas de las elecciones de 1988. Recordemos, además, las catástrofes financieras de fin de sexenio a las que nostenían acostumbrados los últimos gobiernos del partidazo para calibrar la magnitud de la amenaza.
Nostalgia de la mafia única
El sector de la sociedad que desea el regreso del PRI a Los Pinos ni siquiera le ha exigido una depuración a fondo de sus cuadros dirigentes. Se trata, pues de una clientela incondicional, que acepta los viejos estilos de gobernar en espera de obtener algo a cambio: desde una despensa hasta una curul en el Senado. El repunte del PRI en las encuestas no ha sido consecuencia de un proceso regenerativo en el que sus militantes más destacados hayan hecho alarde de virtudes cívicas. Al contrario, los gobiernos de Mario Marín, Ulises Ruiz, Fidel Herrera y Humberto Moreira han demostrado que, en materia de rapacidad, cinismo y falta de escrúpulos, los modernos caciques del revolucionario institucional superan con creces a los de antaño, cuando el presidente podía obligarlos a renunciar si sus escándalos perjudicaban la imagen del sistema político. El propio Enrique Peña Nieto tiene un currículum que en cualquier país civilizado le impediría llegar lejos en esta contienda. Su exjefe Arturo Montiel, propietario de más de quince mansiones en varios países, encabezó al frente del Estado de México una de las administraciones públicas más cochambrosas de los años recientes. ¿Peña Nieto nunca intervino en los grandes negocios ilícitos de Montiel cuando era secretario de Administración de su gobierno? ¿Se estaba peinando el copete mientras el gobernador invertía una fortuna en bienes raíces?
O bien los simpatizantes del PRI son amnésicos o comprenden que su partido funciona como una organización delictiva y, por lo tanto, miden la valía de un político por su habilidad para medrar en los cargos públicos. La segunda hipótesis es la más factible y, por lo tanto, vale la pena tomarla en cuenta para entender cómo se ha formado la corriente de opinión mayoritaria en favor de un regreso al pasado. A la clientela tradicional del PRI se ha sumado en los últimos años un sector de la ciudadanía que teme con razón la escalada terrorista del hampa, rechaza la guerra de Calderón contra el crimen organizado y cree que el PRI pacificará el país volviendo a establecer pactos con los grandes capos de la droga. En la disyuntiva de vivir bajo el terror o recuperar la paz social, eligen lo que les parece un mal necesario. A cambio de tranquilidad están dispuestos a tolerar el saqueo ordenado y pacífico del erario (Moreira ya les puso la muestra de lo que se avecina), como si no existiera una relación de causa-efecto entre los gobiernos corruptos y la anarquía delincuencial. En el año 2000, cuando la corriente de opinión mayoritaria logró la alternancia de partidos en el poder, la sociedad confiaba más en su propia capacidad regenerativa. Tal parece que ahora, bajo la presión de los secuestros, las extorsiones de comerciantes, las degollinas y los atentados contra civiles, un creciente número de mexicanos añora una dictadura en la que no había luchas entre facciones criminales, porque todo el poder lo acaparaba una sola mafia bien organizada. Como los absolutistas españoles que vitorearon a Fernando VII cuando abolió la constituciónde Cádiz, gritando por las calles “¡Vivan las cadenas!”, los simpatizantes del PRI quieren un gobierno fuerte, que imponga el orden en las calles, aunque los sojuzgue y los despoje de la riqueza nacional. ¿Cómo pudieron llegar a una conclusión tan desesperada? ¿Quién los llevó a ese grado de autodesprecio?
El desprestigio imposible
La impunidad de los políticos corruptos no necesariamente genera en el público un sentimiento de indignación. La libertad informativa de los últimos sexenios nos ha permitido conocer mejor que nunca las corruptelas de los poderosos, pero en México los escándalos de peculado, abuso de poder o complicidad con el hampa nunca tienen consecuencias penales. Cuando Roberto Madrazo denunció hace seis años el enriquecimiento inexplicablede Arturo Montiel, su adversario en la contienda interna del PRI, muchos creímos que el gobernador del Estado de México acabaría en prisión. Pero los latrocinios de Montiel nunca recibieron castigo, y ahora su delfín es el candidato a la presidencia mejorubicado en las encuestas. Por desgracia, los chingones que se salen con la suya a pesar del descrédito público muchas veces despiertan admiración entre el populacho, incluyendo en este rubro a los alpinistas sociales con posgrado universitario. Cuando un hampón de cuello blanco queda exhibido como perdedor ante el público, su caso puede servir como escarmiento para otros delincuentes potenciales. Pero cuando sale victorioso, como siempre sucede en México, se convierte en un ejemplo a seguir para un vasto conglomerado de gente educada en la cultura de la corrupción. Desde luego, el sector politizado y consciente de la sociedad quisiera detener este círculo vicioso. Pero cuando los admiradores de los chingones son mayoría, o logran formarla en alianza con la gente que se ha resignado a ver al PRI como una fatalidad, la involución política resultante puede convertir al periodismo crítico en el mejor aliado de los poderosos impunes.
En México, el desprestigio no le hace mella a ningún político, tal vez porque una parte de la sociedad admira por encima de todo las demostraciones de fuerza. Carlos Salinas de Gortari, cuyo hermano Raúl falsificó un pasaporte para depositar en Suiza más de cien millones de dólares (por instrucciones del expresidente, según confesó enuna conversación telefónica difundida por televisión), se pasea muy orondo en los cocteles de alta sociedad, con una sonrisa socarrona estilo Lex Luthor. Nadie le pregunta dónde quedaron los fondos de la partida secreta o qué tajada le tocó por conceder aSlim el monopolio de los teléfonos. Es un triunfador y punto. Tan absuelto está por la mayoría silenciosa, que Peña Nieto se retrata con él en los periódicos sin temor a despertar suspicacias. La misma complacencia ante el delito que encumbra a los capos de la droga, convirtiéndolos en héroes populares, beneficia a los políticos venales cuando los escándalos mediáticos los colocan por encima de la ley. En materia de combate a la impunidad somos quizá el país más atrasado de América Latina, porque el sistema de justicia que absolvió a Mario Marín, a Ulises Ruiz y probablemente absolverá a Moreira le sigue debiendo favores a la escoria de la política nacional. En el Perú, un país con un nivel de desarrollo inferior al nuestro, Montesinosy Fujimori están en la cárcel por delitos comparables a los de Carlos Salinas. Pero aquí no hemos tenido un verdadero ajuste de cuentas con el pasado, porque los expoliadores de la república todavía mandan.
La mayor traición a la ciudadanía cometida por los gobiernos de la alternancia ha sido no reformar a fondo la judicatura y tolerar estos privilegios extralegales. Cuandoel presidente Calderón denunció en diciembre pasado que el narco había intervenido en las elecciones de Michoacán debió haber respaldado la acusación con los nombres de los políticos implicados y aportar pruebas en su contra, para que interviniera de inmediato la PGR. Calderón es titular del ejecutivo, no un comentarista o un espectador condenado a la inacción. Pero no ha querido o no ha podido castigar a losoperadores políticos del hampa y se ha resignado a librar una guerra interminable contra los capos de la droga, como si fueran entes ajenos a la podredumbre institucional. En otras palabras, el presidente solo ha combatido una metástasis, no el origen delcáncer. El objetivo de esta guerra no debería ser erradicar el tráfico de drogas, sino impedir la formación de un Estado dentro del Estado. Ya llevamos más de cincuenta mil muertos, entre ellos un buen número de inocentes, y ninguna de ambas metas se ha conseguido. Frente al espectáculo reiterado de las denuncias presidenciales que nunca ameritan sanciones, la gente ha sacado en claro que los enemigos de Calderón tienen más poder que él. Y como la masa oportunista, desde los tiempos de Santa Anna hasta hoy, siempre ha querido estar con los ganadores, se ha entregado con ardor a los grandes campeones de la ilegalidad. Nadie esperaba que los gobiernos del PAN resolvieran en pocos años todos los problemas del país, pero sí, cuando menos, que hicieran la revolución de Madero, es decir, que implantaran un verdadero Estado de derecho. Los gobiernos de Fox y Calderón son, por lo tanto, los principales responsables de haber creado la pantanosa atmósfera moral que amenaza con descarrilar nuestra democracia, pero la oposición de izquierda también ha contribuido sustancialmente a este retroceso histórico, por haber caído en la trampa del caudillismo y haberse trenzado en una guerra facciosa que le ha restado credibilidad.
Y pensar que pudimos...
En el año 2000, cuando la sociedad mexicana expulsó al PRI de Los Pinos, y más aún en el 2006, cuando Madrazo quedó en tercer lugar en la contienda presidencial, muchos pensamos que el viejo partido hegemónico estaba condenado a desaparecer. Un partido camaleónico sin ideología definida, que solo representa sus propios intereses, no debería tener futuro en un régimen democrático. Todo parecía indicar que los miembros prominentes del tricolor se desbandarían hacia otros partidos y que nos encaminábamos a un régimen bipartidista, con el PAN y el PRD a la cabeza de las fuerzas políticas. Nuestro error fue haber ignorado que el pragmatismo a ultranza, el talante autoritario, la búsqueda del poder por el poder y la cultura de la componenda, pilares del viejo sistema, regían ya la vida interna de los dos partidos destinados a enterrarlo.
En las elecciones del 2000, un alto porcentaje del electorado capitalino votó por Fox para presidente y por López Obrador para jefe del gobierno capitalino. Se supone que los políticos deben ser intérpretes de la voluntad popular, y, en este caso, el resultado indicaba que la gente no veía a los dos vencedores como adversarios inconciliables. Más aún, aspirábamos a que ambos líderes colaboraran para limpiar de alimañas y tepocatas el sistema político mexicano. Pero Fox ya había hecho un pacto siniestro con Elba Esther Gordillo para que su ejército de mapaches electorales le ayudara a ganar la elección y López Obrador, desde el inicio de su gobierno, se dedicó a lanzar bravatas contra el presidente, porque ya estaba haciendo campaña para la grande. Ambos líderes empezaron con excesiva antelación la campaña electoral del 2006, cuando el dinosaurio todavía estaba vivo y coleando. Si de verdad eran tan demócratas, pudieron haberse puesto de acuerdo para garantizar la elección de líderessindicales mediante voto universal y secreto, para sustituir el capitalismo mafioso por un capitalismo competitivo, para retirar las concesiones a las televisoras que estuvieron al servicio de la dictadura, para reformar a fondo el poder judicial y romper sus vínculos con el antiguo régimen. Pero, en vez de cumplir esas demandas ciudadanas que hubieran modernizado el país, se enfrascaron en un duelo de injurias y zancadillas que inyectó oxígeno al maltrecho partido de Estado y, a la postre, desembocó en el conflicto postelectoral del 2006.
A mi juicio, lo más nefasto de ese conflicto fue haber convertido a la vieja guardia del sistema político en fiel de la balanza para decidir el rumbo del país. De hecho, Calderón necesitó el apoyo del PRI para poder ceñirse la banda presidencial, entrando por la puerta de atrás al Palacio Legislativo, y es muy probable también que haya necesitado el apoyo de algunos gobernadores priistas para ganar la elección. Es difícil deslindar las responsabilidades en ese conflicto sin tomar partido por alguno de los bandos en pugna, pero vale la pena intentarlo para restablecer la concordia entre los sectores de la sociedad que aspiran sinceramente a sanear nuestra vida pública desde trincheras ideológicas opuestas. La campaña de espots publicitarios en los que se acusaba a López Obrador de ser un peligro para México fue sin duda una intromisión fascistoide y amarillista de las organizaciones empresariales en la contienda electoral, que el IFE no debió permitir. La coalición “Por el bien de todos” tuvo razón en quejarse por ese golpe bajo. Pero la teoría de un fraude electoral cibernético o de un fraude hormiga en el que los esbirros electorales de Calderón deslizaban pequeñas cantidades de votos a su favor en cada casilla, sin alterar, en cambio, la elección para diputados y senadores, era absolutamente inverosímil. Nunca me convenció ese alegato, pero quienes lo sostuvieron contra viento y marea deben de haber experimentado una amarga decepción cuando el PRD se partió por la mitad en el 2007 y los dos contendientes de sus comicios internos, Alejandro Encinas y Jesús Ortega, se acusaron mutuamentede haber cometido fraude. La credibilidad que pudieron haber tenido las protestas por el supuesto robo electoral del 2006 cayó por tierra después de esa grotesca disputa. En el PAN o en el PRI, cuyos militantes proclaman sin tapujos sus ambiciones, no suele haber querellas de ese tipo. Pero entre los puritanos de izquierda, las ambiciones reprimidas estallan con gran derrame de pus en cuanto sienten que se les ha escapado el priorato del convento, ya no digamos la silla presidencial.
Para colmo, las protestas por el supuesto fraude del 2006 culminaron con el descabellado plantón de Reforma. En su afán por erigirse en caudillo insustituible de la izquierda, López Obrador ha sacrificado varias veces el interés nacional a sus intereses políticos, pero ese acto de barbarie contra la ciudadanía indefensa fue sin duda su mayor disparate político. A partir de entonces, la izquierda se empezó a desmoronar. En vez de aprovechar el alto porcentaje de votos que su coalición de partidos obtuvo en el 2006 para empujar desde el Congreso las reformas sociales propugnadas por la izquierda, AMLO se empecinó en denunciar un fraude electoralque jamás demostró, porque en su orden de prioridades primero está el interés del caudillo y luego el bienestar de la gente. Y por último, en vez de permitir que una coalición del PAN y el PRD se enfrentara al PRI en las elecciones del 2012, para evitar la temible posibilidad de una restauración, organizó un movimiento paralelo al PRD con apoyo de dos membretes partidarios (el PT y Convergencia), para amenazar a sus correligionarios con una división que hubiera fragmentado más aun a la izquierda. De hecho,obtuvo la candidatura a la presidencia por medio de una extorsión: o me nombran candidato o todos nos vamos al diablo. La coalición de izquierda recién formada para competir en el 2012 nos quiere vender como un gran acto de civilidad haber elegido a su candidato por medio de una encuesta que Marcelo Ebrard dio por buena, con una elegancia digna de aplauso. Pero la verdad es que el Peje no le dejó otra alternativa a Ebrard. Como bien ha señalado José Antonio Crespo, la encuesta que definió la candidatura adolecía de un grave defecto, pues no tomaba en cuenta la capacidad de atraer el voto útil de ambos contendientes, un renglón en el que Ebrard superaba a López Obrador. Se frustró así una posible coalición entre izquierda y derecha, como la que apoyó en el Perú la candidatura de Ollanta Humala y le cerró el paso a Keiko Fujimori, la abanderada del populismo corrupto. El equipo de campaña de Peña Nieto debe de haber festejado con bombos y platillos la victoria del caudillo, pues impidió una alianza que le infundía pavor.
Democracia o restauración
La sociedad mexicana no es ni ha sido nunca un espejo de virtudes cívicas. En realidad, nuestra clase política refleja con bastante fidelidad las patologías sociales que nos han aquejado siempre: abusos de poder, propensión endémica a las corruptelas, fatalismo, indolencia, falta de valor civil, prejuicios racistas interiorizados en el alma del oprimido, oscilación entre la servidumbre voluntaria y la rabia homicida. Sería ingenuo esperar que los partidos políticos encargados de suplir a la vieja familia revolucionaria fueran superiores a la sociedad que los engendró.Conviene tomar esto en cuenta para no hacernos demasiadas ilusiones sobre los efectos del cambio democrático en el alma colectiva. En las últimas décadas hemos asistido a una idealización de la sociedad civil que en el fondo buscaba conceder a las fuerzas políticas opositoras el monopolio de la autoridad moral para hablar en nombre del pueblo. Los dos primeros sexenios de nuestra vida democrática nos han demostrado ya que nadie puede tener ese monopolio y que es un grave error querer fabricarlo. Pero en las circunstancias actuales, cuando el Estado ha desaparecido ya en vastos territorios donde el hampa gobierna a punta de metralleta, la regeneración del tejido social se ha vuelto un asunto de vida o muerte. Esa regeneración debió haber comenzado en el 2000, pero su aplazamiento nos ha conducido a una revuelta nihilista del hampa, en la que algunos buscan como tabla de salvación el retorno al viejo Estado delincuencial. Si los partidarios de la modernidad no tenemos la inteligencia suficiente para crear una corriente de opinión por encima de los partidos políticos y de imponerles nuestras prioridades en vez de aceptar pasivamente sus mezquindades, nos aproximamos a un precipicio del que tal vez no podremos salir en varias generaciones. Cuando una democracia se hunde, no solo fracasan los actores políticos que debieron haberla encabezado: se hunden con ella los pueblos que no supieron defenderla. No es la democracia lo que ha fallado en México, sino la cobardía o la ineptitud de los gobiernos que han perdido la oportunidad de profundizarla. Para salir de este atolladero hay que aumentar los espacios de legalidad, no reducirlos más todavía. La resurrección del México bronco ha engendrado una ofensiva reaccionaria que desearía volver a implantar un orden podrido. Pero si en Durango, Coahuila, Chihuahua, Tamaulipas, Nuevo León y Veracruz los gobiernos del PRI ya se dejaron avasallar por el crimen, o colaboran con él a trasmano, ¿quién nos asegura que un presidente del mismo partido no sucumbiría a la misma tentación?
Hasta la fecha, nuestra joven democracia solo nos ha permitido elegir entre lo malo y lo peor. En julio del 2012, el voto útil es la única defensa que tenemos para frustrar el maridaje de la vieja y la nueva mafia, sea quien sea el candidato a la presidencia mejor colocado para vencer al maniquí televisivo del PRI. En el PAN y en el PRD todavía quedan políticos honestos que de verdad quieren hacer algo bueno por el país. No son muchos, ni muy brillantes, pero de momento no tenemos nada mejor que esas fuerzas políticas (tan defectuosas como nosotros) para impedir una restauración que solo puede agravar el caos. ~
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