domingo, 22 de abril de 2012

Riva Palacio - El hombre que sobrevivió el desierto


Desde que decidió subir a la cima hace casi una década, Andrés Manuel López Obrador ha engañado con la verdad. A través de juguetonas negativas, construyó su candidatura presidencial de 2006.  

Para 2012, con su silencio gritaba que iría nuevamente por la Presidencia, alimentando el imaginario que no habría quien se la arrebataría, pues si alguien se le atravesaba en el camino, lo acabaría. Es la marca de López Obrador, estirar al límite para vencer adversarios.

López Obrador siempre está en el “Juego de la Gallina”, la suma cero en Teoría de Juegos, donde no hay espacio para la cooperación.  

La suma cero es como una carrera a toda velocidad hacia el precipicio, donde dos no pueden ganar. Cuando uno frena o se desvía, es derrotado. López Obrador es un maestro en ello. Juega en el borde de la legalidad para obtener resultados.  

Así lo hizo cuando encabezó las marchas petroleras al Zócalo de la Ciudad de México durante el gobierno de Carlos Salinas, el entonces regente Manuel Camacho y su secretario de Gobierno, Marcelo Ebrard, negociaron con él para que levantara su plantón y le dieron millones de pesos para que regresara a Tabasco a seguir su lucha.

Así lo hizo en 1996, durante el gobierno de Ernesto Zedillo, cuando realizó caravanas en protesta ante lo que llamó el “fraude electoral” tras que Roberto Madrazo ganó la gubernatura, que cimentó su futura destitución en Tabasco y el agradecimiento del ex Presidente, que cuando el PRI lo quiso impugnar como candidato al gobierno del Distrito Federal por no tener la residencia, frenó a su partido y le abrió la puerta al poder.

Así lo hizo el año pasado, cuando tras una encuesta muy cerrada donde se definiría al candidato presidencial de la izquierda, manoteó en la mesa cuando negociaba con Ebrard lo que procedía porque había empate técnico, y se paró de la mesa, amenazó con irse y romper en consecuencia la izquierda, con lo que el jefe de Gobierno capitalino optó por la unidad, aguantar en silencio y esperar a 2018.

López Obrador está de regreso. Está empatado con la panista Josefina Vázquez Mota en la carrera presidencial y tiene expectativas de ganar. Son seis años después de haberse ido al desierto tras la derrota en 2006 ante Felipe Calderón, en un recorrido circular que sólo él, entre los políticos mexicanos, es capaz de hacer. No era la primera vez que López Obrador se iba a sanar sus heridas políticas y la depresión.

En 2009, tras pelearse con Cuauhtémoc Cárdenas y sentirse marginado del PRD, se inventó “la marcha de los mil pueblos” para hacer campaña por Gabino Cué, que poco después ganó la gubernatura de Oaxaca. Luego de la derrota en 2006, el fracaso estratégico del plantón sobre Paseo de la Reforma en el conflicto postelectoral, y la sorna nacional por haberse proclamado “presidente legítimo”, López Obrador se fue de nuevo al desierto.

En todo este tiempo le dio tres vueltas al país construyendo un movimiento popular, y visitó comunidades alejadas de la civilización, que no son medidas por las encuestas presidenciales, donde hay un voto potencial de aproximadamente 22 millones de personas. ¿Serán para él en la jornada del 1 de julio? Es lo que espera junto con sus estrategas, que se mueven hoy, a diferencia de 2006, en varias pistas.

Una de ellas, el cambio fundamental, es el pragmatismo. El candidato que se ganó fama de beligerante, se ha vuelto amoroso. Es una táctica para reducir los negativos de 2006 que ha tenido resultados ambivalentes, pero exitosos en cuanto a que un sector del electorado se siente dispuesto a darle el beneficio de la duda una vez más. En paralelo, ha incorporado a su futuro gabinete a representantes del sector privado, con un claro propósito de decirles que los malentendidos del pasado son cosa del pasado.

Alfonso Romo, que llegó a ser uno de los grandes empresarios de Monterrey, que contrató a Pedro Aspe, secretario de Hacienda con Salinas para ayudarlo a crear un emporio, fue financiero de Vicente Fox y operador de Amigos de Fox durante la campaña presidencial de 2006, es quien le ha abierto las puertas, particularmente en aquella zona donde hay mucha molestia con el PRI y desencanto con Calderón.

A través de él llegaron Adolfo Hellmund, designado para Energía, y Fernando Turner, para Desarrollo Económico, cuyas designaciones no son anecdóticas ni extravagantes, sino muy bien calculadas.

Hellmund, que viene del equipo de Hacienda en el cual se nutrió Aspe, no sabe nada de energía, pero mucho de restructuración de deudas –participó en una con el FMI en 1985-, con experiencia en el sector privado en el Grupo Alfa y en el Texas Pacific Group, donde buscaba empresas para invertir.

Turner, crítico del gobierno de Calderón, dirige la Asociación Nacional de Empresas Independientes, que son pequeñas y medianas. En sus nombres dibuja lo que quiere hacer de la economía, a donde ha sumado, como futuro secretario de Turismo, al presidente de la Confederación Nacional Turística, Miguel Torruco, consuegro de Carlos Slim, quien tiene una larga y estrecha relación con López Obrador a través del hombre de confianza del magnate, el tabasqueño Ignacio Cobos.

López Obrador ha puesto las cartas abiertas sobre la mesa y todavía hay quien no las quiere ver. El zorro de la política siempre ha engañado con la verdad, desde que con su famosa frase de “nado de muertito”, dijo que no quería la candidatura presidencial en 2006, cuando era claro que la estaba construyendo.

Ahora, al discurso cursi de la República Amorosa, le ha incorporado contenido a través de las personas con las que trabajaría de llegar al poder, para decirle a los mexicanos que ha cambiado, que rectificó el camino, que aprendió de las derrotas y que ofrece, lo que él dice, el verdadero cambio. En beneficio de él, cada vez parece haber más oídos que lo escuchan.

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