En la víspera de la elección presidencial, sobre el espejo de la prensa extranjera reflejando las angustias mexicanas, la creencia era que si Enrique Peña Nieto ganaba la Presidencia, vendría la restauración del viejo régimen en su etapa más putrefacta, la del autoritarismo, la corrupción, la impunidad. “La pregunta que se han hecho muchos mexicanos ahora es si una victoria del partido que ganó el sobrenombre de ‘la dictadura perfecta’ sería un paso atrás o adelante en una democracia que ha tenido grandes dolores en sus 12 años de crecimiento”, escribió el corresponsal de The New York Times.
Entre todos los mexicanos que decía, el corresponsal sólo encontró la voz del historiador Enrique Krauze para ilustrar el dilema. Krauze le dijo que dudaba que el PRI hubiera cambiado, y el corresponsal añadía que como otros analistas, creía que la vieja guardia del partido estaba detrás de las nuevas estrellas como Peña Nieto. Las dudas y la autocrítica habían sido compartidas varias veces en el equipo más compacto del entonces candidato. “Tuvimos que hacer campaña dentro y fuera del PRI”, dijo uno de sus colaboradores más cercanos, revelando una de las mayores luchas que enfrentó el cuarto de guerra del mexiquense.
Ese viejo PRI era una amalgama de personalidades, funciones y generaciones. Las más obvias, los líderes sindicales, vistos racional y emocionalmente como una banda de dirigentes corruptos, sin matices ni contemplaciones. Peña Nieto tuvo que hacer control de daños y marginarlos. En los actos con los petroleros, la figura siempre ausente fue el dirigente Carlos Romero Deschamps, a quien entrada la campaña le pidieron no presentarse a los eventos públicos. En los actos con los maestros, hubo una petición expresa para Elba Esther Gordillo de que encontrara algo qué hacer, pues una fotografía del candidato con ella tendría un impacto negativo. No sólo fue cosmético el alejamiento, sino de fondo. El petrolero quedó fuera de las negociaciones importantes en el Senado, a donde aún va como candidato, y cuando la maestra le pidió al candidato la Secretaría de Educación Pública para su yerno, le respondió que sería imposible ante la opinión pública mexicana y la internacional.
México cambió. Krauze señaló al Times neoyorquino que la evolución del país ha sido suficiente para mantener vigilados los abusos y los excesos del PRI, o al menos, de ocurrir, quedarían expuestos a la denuncia. De varias maneras, eso sucedió con los sindicalistas durante la campaña, y con algunos de los otros pilares de esa generación que aún se niega políticamente a morir. Uno de estos casos se dio durante el episodio en la Universidad Iberoamericana, cuando los alumnos increparon fuerte a Peña Nieto y el entorno de la institución jesuita le fue totalmente hostil. El líder del partido, Pedro Joaquín Coldwell, y el candidato a senador Emilio Gamboa, descalificaron rápidamente a los jóvenes, a quienes acusaron de “porros” y de haber sido manipulados. Fue el momento de madurez de una insatisfacción que ahora se ve, estaba latente. De esas declaraciones floreció la indignación, y de ello, el movimiento #YoSoy132.
El nuevo metabolismo que inyectó la protesta juvenil tuvo como víctima colateral, quizás la más importante de todas, Televisa. A partir de aquel momento de mayo, el candidato y la televisora fueron sujetos a un escrutinio obsesivo que llevó a que dentro de la empresa, conciencias inconformes aparentemente, comenzaran a entregar a la prensa documentos sobre los convenios mercantiles con políticos, cuyo emblema fue el que forjó el entonces candidato a gobernador del Estado de México, con el vicepresidente de Ventas y Mercadotecnia de Televisa, Alejandro Quintero. La relación que establecía el ejecutivo con los políticos, que hizo de los infomerciales y el paqueteo de posicionamiento de nombre, estrategia y propaganda disfrazada de información en los noticieros un negocio altamente lucrativo, se convirtió en uno de los grandes temas de la campaña, y su revisión crítica explorada en la prensa internacional, en particular The Guardian, el matutino inglés que disparó las primeras cargas que hundieron el viejo imperio de Rupert Murdoch, y el diario financiero estadunidense The Wall Street Journal, paradójicamente, la joya de la corona del magnate de origen australiano, en medios impresos.
La restauración del viejo PRI, vista en el contexto superficial como una gran mayoría de los observadores han planteado, se antoja imposible, a menos que esa restauración comenzara por el hundimiento de Peña Nieto o su subordinación a los intereses creados. No es probable que eso suceda. Está el factor biológico, que jubilará en este sexenio a esa generación que comenzó de muy joven con Luis Echeverría en los 60. Pero hay otros aspectos que, si se mantiene el México que vio durante su preparación para ser presidente, probarán que sí es real.
Peña Nieto tenía preparado de llegar al poder, dar varios golpes de legitimidad y demostración de que las cosas no volverán a ser iguales. Los sindicatos se encuentran en lo alto de su agenda. Romero Deschamps ya sintió el Gulag y Gordillo adelantó el final de su ciclo en el magisterio, quizás en busca de una salida con honores y no a patadas. El cambio en la relación comercial con los medios están también en lo alto de la agenda, muy platicado entre Peña Nieto y su coordinador de campaña, Luis Videgaray, quien como secretario de Finanzas en el Estado de México, vio el despilfarro y sufrió la extorsión por cancelación de pautas de publicidad. La experiencia fue buena. Los enfrentaron y no pasó nada. Televisa, que fue un activo de Peña Nieto, se convirtió en esta campaña presidencial en un lastre. Lo sabe él y lo sabe Televisa, que mandó de vacaciones a Quintero mientras se termina de arreglar su salida de la empresa. Después del 1 de julio, los jugadores serán los mismos, pero el terreno será distinto. En vísperas de la elección, al reflexionar sobre todo lo que había pasado, Peña Nieto confió: “Todo cambió. Hay que cambiar”.
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