Solo de las urnas surge la legitimidad. Ese enunciado sencillo -transparente- es resultado de una auténtica construcción histórica. No apareció por arte de magia. Todavía hace algunas décadas quienes gobernaban al país lo hacían a nombre de una supuesta legitimidad revolucionaria, de origen, que si bien nunca dejó de refrendarse con el ejercicio comicial, suponía que éste era un mero trámite, pero que la fuente original y perpetua de su legitimidad se encontraba en el movimiento armado de inicios del siglo XX. Por su parte, la izquierda (o buena parte de ella) ensoñaba para el futuro una nueva revolución, fundante de una hasta entonces inexistente legitimidad. Podía incluso acudir a las elecciones, pero, postulaba, una especie de momento cero de la historia que se convertiría en la nueva fuente de legitimidad, ahora revolucionaria.
La izquierda mexicana ayudó a construir una germinal democracia y ha sido usufructuaria de esa novedosa realidad. En septiembre será la segunda fuerza en la Cámara de Diputados, tendrá una presencia relevante en la de senadores, gobierna al DF desde 1997 (cuando termine el periodo de Mancera habrán sido 21 años consecutivos), y ha gobernado o gobernará estados como Baja California Sur, Tlaxcala, Zacatecas, Guerrero, Chiapas, Morelos y Tabasco. Además de infinidad de ayuntamientos y de una presencia extendida en los Congresos locales.
Pero, en su seno palpitan pulsiones diversas. Hay una izquierda fuerte y con raíces que sabe y trabaja para anudar su futuro con el de la democracia. Sabe que la sociedad mexicana no puede encuadrarse bajo un solo ideario, una sola política, un solo lenguaje. Asume que por necesidad y virtud tiene que vivir y convivir con otras corrientes políticas. Está dispuesta a que los humores públicos cambiantes le otorguen su respaldo o le vuelvan la espalda. Se moviliza por supuesto, pero trabaja para fortalecer las instituciones que hacen posible la convivencia y la competencia de la pluralidad, ve en la democracia una fórmula efectiva y loable de gobierno, y la asume como un fin en sí mismo. Se ha formado bajo los efectos del proceso democratizador y de sus logros en el mundo de la representación, al tiempo que ha realizado un ajuste de cuentas conceptual con varios de sus resortes del pasado.
Pero ese bloque -que me gustaría pensar mayoritario- no está solo en el escenario. Convive con una izquierda que de cuando en cuando, para hacer avanzar sus intereses, no se ha inhibido en erosionar la confianza en las instituciones que sostienen a la incipiente democracia. Se trata de quienes explotando todas las posibilidades de crecimiento que nuestra germinal democracia les otorga, con una frecuencia que entristece, contribuyen a lastimar el poco o mucho aprecio en las reglas, las instituciones y las rutinas que ponen en pie la coexistencia-competencia de la diversidad política. Tienen una relación ambigua con la democracia. Cuando en 2006 se inventaron algoritmos, supuestos votos perdidos y "fraudes hormigas", vulneraron la confianza arduamente construida a lo largo de los años. Hoy, cuando en el ejercicio de sus derechos, pero a sabiendas de que sus pretensiones no prosperarán, solicitan la invalidez de la elección presidencial, derraman combustible para mantener viva la protesta e incrementar el descrédito en las instituciones electorales. Por cierto, esa actitud no es exclusiva de una cierta izquierda. Desde otro flanco del espectro político, las televisoras, cuando vieron que sus intereses eran afectados por la reforma de 2007, desataron una intensa campaña contra las normas, las instituciones electorales y los funcionarios del IFE. Se trata de actitudes convenencieras que creen que sus intereses particulares están por encima del resto.
Hay además una izquierda para la cual, las elecciones, la reproducción de la pluralidad, la vida en los Congresos, vale poco o nada. Se expresa sobre todo a través de movimientos, organizaciones no gubernamentales y asociaciones varias. En ella, se producen y reproducen prejuicios antipolíticos que ven en los políticos un bloque indiferenciado y perverso, en los partidos a las fuentes del mal, y en los Congresos y gobiernos a encarnaciones siniestras. Sus formas de lucha son las marchas, los mítines, los bloqueos, los boicots y desprecian al insípido momento electoral. Asumen un lenguaje radical y fantasean con un cambio taumatúrgico sin día ni vía. Creen que encarnan una superioridad moral y política que les permite declarar ilegítima e intrascendente la voluntad de 50 millones de electores. Ayer, el EZLN desató "la otra campaña" y ahora una asamblea en la que participan desde los hombres y mujeres de Atenco hasta jóvenes del movimiento Yosoy132 proclama que impedirá la "imposición" de Enrique Peña Nieto.
La historia está abierta. Nadie puede pretender conocer el futuro. Pero del fortalecimiento o no de las diferentes corrientes que subsisten en la izquierda dependerá no solo el futuro de ella, sino el de todo el país.
Fuente http://www.reforma.com/editoriales/nacional/665/1329805/default.shtm
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