Octavio Paz Lozano 1914 - 1998 |
El ogro filantrópico
Adspice sim quantus! Non est hoc corpore major ]upiter in coelo...
Ovidio (Met. XIII).
Ovidio (Met. 13).
Los liberales creían que, gracias al desarrollo de la libre empresa, florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función del Estado se reduciría a la de simple supervisor de la evolución espontánea de la humanidad. Los marxistas, con mayor optimismo, pensaban que el siglo de la aparición del socialismo sería también el de la desaparición del Estado. Esperanzas y profecías evaporadas: el Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio sino como una máquina. Los teólogos y los moralistas habían concebido al mal como una excepción y una transgresión, una mancha en la universalidad y transparencia del ser. Para la tradición filosófica de Occidente, salvo para las corrientes maniqueas, el mal carecía de substancia y no podía definirse sino como falta, es decir, como carencia de ser. En sentido estricto no había mal sino malos: excepciones, casos particulares. El Estado del siglo XX invierte la proposición: el mal conquista al fin la universalidad y se presenta con la máscara del ser. Sólo que a medida que crece el mal, se empequeñecen los malvados. Ya no son seres de excepción sino espejos de la normalidad. Un Hitler o un Stalin, un Himler o un Yéjov, nos asombran no sólo por sus crímenes sino por su mediocridad. Su insignificancia intelectual confirma el veredicto de Hannah Arendt sobre la "banalidad del mal".
El Estado moderno es una máquina pero es una máquina que se reproduce sin cesar. En los países de Occidente, lejos de ser la dimensión política del sistema capitalista, una superestructura, es el modelo de las organizaciones económicas; las grandes empresas y negocios, a imitación suya, tienden a convertirse en Estados e imperios más poderosos que muchas naciones. En los últimos cincuenta años hemos asistido no a la esperada socialización del capitalismo sino a su paulatina pero irresistible burocra-tización. Las grandes compañías transnacionales prefiguran ya un capitalismo burocrático. Frente a ellas, las burocracias totalitarias del Este europeo. Allá el proceso ha sido más rápido y feroz. La sociedad civil ha desaparecido casi enteramente: fuera del Estado no hay nada ni nadie. Sorprendente inversión de valores que habría estremecido al mismo Nietzsche: el Estado es el ser y la excepción, la irregularidad y aun la simple individualidad son formas del mal, es decit de la nada. El campo de concentración, que reduce al prisionero al no-sen es la expresión política de la ontología implícita en las ideocracias totalitarias.
A pesar de la omnipresencia y omnipotencia del Estado del siglo XX-a pesar del antecedente de la tradición anarquista, tan rica en adivinaciones y descripciones proféticas- sólo hasta hace poco ha renacido la crítica del poder y del Estado. Pienso sobre todo en Francia, Alemania y Estados Unidos. En América Latina el interés por el Estado es mucho menor. Nuestros estudiosos siguen obsesionados con el terna de la dependencia y el subdesarrollo. Cierto, nuestra situación es distinta. Las sociedades latinoamericanas son la imagen misma de la extrañeza: en ellas se yuxtaponen la Contrarreforma y el liberalismo, la hacienda y la industria, el analfabeto y el literato cosmopolita, el cacique y el banquero. Pero la extrañeza de nuestras sociedades no debe ser un obstáculo para estudiar al Estado latinoamericano que es, precisamente, una de nuestras peculiaridades mayores. Por una parte, es el heredero del régimen patrimonial español; por la otra, es la palanca de la modernización. Su realidad es ambigua, contradictoria y, en cierto modo, fascinante. Las páginas que siguen, escritas sobre el caso que mejor conozco: el de México, son el resultado de esa fascinación. Apenas si debo advertir a los suspicaces que mis opiniones no son una teoría sino un puñado de reflexiones.
La primera evidencia: el Estado creado por la Revolución Mexicana e más fuerte que el del siglo XIX. En esto, corno en tantas otras cosas, los revolucionarios no sólo han demostrado una decidida inclinación tradicionalista sino que han sido infieles a aquellos que reconocen corno sus antecesores: los liberales de 1857. Salvo durante los interregnos de anarquía y guerra civil, los mexicanos hemos vivido a la sombra de gobiernos alternativamente despóticos o paternales pero siempre fuertes: el rey-sacerdote azteca, el virrey, el dictador; el señor presidente. La excepción es el corto periodo que Cosío Villegas llama República Restaurada y durante el cual los liberales trataron de limar las garras del Estado heredado de Nueva España. Esas garras se llamaban (se llaman): burocracia y ejército. Los liberales querían una sociedad fuerte y un Estado débil. Tentativa ejemplar que pronto fracasó: Porfirio Díaz invirtió los términos e hizo de México una sociedad débil dominada por un Estado fuerte. Los liberales pensaban que la modernización sería la obra --corno en otras partes del mundo: Inglaterra. Francia, Estados Unidos-- de la burguesía de la clase media. No fue así y con Díaz el Estado comienza a convertirse en el agente de la modernización. Cierto, la acción económica del régimen se apoyó en las empresas privadas y en el capitalismo extranjero. Pero la fundación de empresas industriales y la construcción de fábricas y ferrocarriles no fue tanto la expresión del dinamismo de una clase burguesa como el resultado de una deliberada política gubernamental de estímulos e incentivos. Además, lo decisivo no fue la acción econó- mica sino el fortalecimiento del Estado. Para que un organismo sea capaz de llevar a cabo tareas históricas como la modernización de un país, el primer requisito es que sea fuerte. Con Porfirio Díaz el Estado mexicano recobró el poder que había perdido durante los conflictos y guerras que sucedieron a la Independencia.
El historiador conservador Carlos Pereyra señala que las convulsiones políticas y el estado caótico del país hasta la dictadura de Díaz fueron, esencialmente, una consecuencia de la debilidad de los gobiernos desde la Independencia. El Estado novo hispano había sido una construcción de extraordinaria solidez y que fue capaz de hacer frente lo mismo a los revoltosos encomenderos que a los obispos despóticos. Al derrumbarse, dejó una clase rica muy poderosa y dividida en facciones irreconciliables. La ausencia de un poder central moderador tanto como la inexistencia de tradiciones democráticas explican que las facciones no tardasen en acudir a la fuerza para dirimir sus diferencias. Así nació la plaga del militarismo: la espada fue la respuesta a la debilidad del Estado y el poderío de las facciones. ¿Por qué era débil el Estado mexicano? La debilidad, dice Pereyra, era una consecuencia de la pobreza. Aclaro: no pobreza del país sino del poder político. El Estado era pobre frente a una iglesia dueña de la mitad del país y una clase de propietarios y hacendados inmensamente ricos. ¿Cómo someter a los obispos y cómo lograr que prevaleciera la ley en una sociedad donde cada jefe de familia se sentía un monarca? Bajo la dictadura del general Díaz el Estado mexicano empezó a salir de la pobreza. Los gobiernos que sucedieron a Díaz, pasada la etapa violenta de la Revolución, impulsaron el proceso de enriquecimiento y muy pronto, con Calles, otro general, el gobierno mexicano inició su carrera de gran empresario. Hoyes el capitalista más poderoso del país aunque, como todos sabemos, no es ni el más eficiente ni el más honrado.
El Estado revolucionario hizo algo más que crecer y enriquecerse. Como el Japón durante el periodo Meiji, a través de una legislación adecuada y de una política de privilegios, estímulos y créditos, impulso y protegió el desarrollo de la clase capitalista. El chpitalismo mexicano nació mucho antes que la Revolución pero madhró y se extendió hasta llegar a ser lo que es gracias a la acción y a la protección de los gobiernos revolucionarios. Al mismo tiempo, el Estado estimuló y favoreció a las organizaciones obreras y campesinas. Estos grupos vivieron y viven a su sombra, ya que son parte del PRI. No obstante, sería inexacto y simplista reducir su relación con el poder público a la del súbdito y el señal: La relación es bastante más compleja: por una parte, en un régimen de partido único como es el de México, las organizaciones sindicales y populares son la fuente casi exclusiva de legitimación del poder estatal; por la otra, las uniones populares, sobre todo las obreras, poseen cierta libertad de maniobra. El gobierno necesita a los sindicatos tanto como ·los sindicatos al gobierno. En realidad, las dos únicas fuerzas capaces de negociar con el gobierno son los capitalistas y los dirigentes obreros. Por último, no contento con impulsar y, en cierto sentido, modelar a su imagen al sector capitalista y al obrero, el Estado post-revolucionario completó su evolución con la creación de dos burocracias paralelas. La primera esta compuesta por administradores y tecnó- cratas; constituye el personal gubernamental y es la heredera histórica de la burocracia novohispana y de la porfirista. Es la mente y el brazo de la modernización. La segunda esta formada por profesionales de la política y es la que dirige, en sus diversos niveles y escalones, al PRI. Las dos burocracias viven en continua ósmosis y pasan incesantemente del Partido al Gobierno y viceversa.
La descripción que acabo de hacer es apresurada y esquemática pero no es inexacta. Por ella no es difícil comprobar que el poder central, en México, no reside ni en el capitalismo privado ni en las uniones sindicales ni en los partidos políticos sino en el Estado. Trinidad secular, el Estado es el Capital, el Trabajo y el Partido. Sin embargo, no es un Estado totalitario ni una dictadura. En la Unión Soviética el Estado es el propietario de las cosas y de los hombres, quiero decir: es el dueño de los medios de producción, de los productos y de los productores. A su vez, el Estado es la propiedad del Partido Comunista y el Partido es la propiedad del Comité Central. En México el Estado pertenece a la doble burocracia: la tecnocracia administrativa y la casta política. Ahora bien, estas burocracias no son autónomas y viven en continua relación -rivalidad, complicidad, alianzas y rupturas- con los otros dos grupos que comparten la dominación del país: el capitalismo privado y las burocracias obreras. Estos grupos, por lo demás, tampoco son homogéneos y están divididos por querellas de intereses, ideas y personas. Además, hay otro sector, cada vez más influyente e independiente: la clase media y sus voceros, los estudiantes y los intelectuales. La función de los frailes y los clérigos en Nueva España la desempeñan ahora los universitarios y los escritores. El lugar que antes ocupaban la teología y la religión, lo ocupa hoy la ideología. Por fortuna México es una sociedad más y más plural y el ejercicio de la crítica -único antídoto contra las ortodoxias ideológicas- crece a medida que el país se diversifica.
La acción de todas estas clases, grupos e individuos se despliega dentro de un marco: el contexto internacional. Algunos países, a través de distintos grupos, influyen indirectamente en la opinión, sobre todo entre los estudiantes, los periodistas y otros sectores profesionales. A veces, como en el caso de Cuba, esa influencia no está en relación ni con su poderío real-su fuerza militar es impresionante pero no es propia sino dependiente de la Unión Soviética- ni con sus avances en materia económica, social o cultural. En nuestro siglo la ideología no sólo es un vidrio de aumento: también es un cristal deformante que produce toda clase de aberraciones -no cromáticas sino morales. En el caso de los Estados Unidos, por el contrario, no es necesario acudir a la ideología para explicarse las imágenes que provoca en la conciencia de los mexicanos: su poder es múltiple y ha sido constante en nuestra historia desde hace siglo y medio. Un poder que es económico, científico, técnico, militar y cultural. El poderío norteamericano asume la forma de la fascinación, es decir; suscita una reacción contradictoria hecha de atracción y repulsión. Su influencia es particularmente profunda -y con frecuencia nefasta- en la vida económica; asimismo penetra en los dominios de la técnica, la ciencia, la cultura, la sensibilidad popular y, claro, la política. La presencia de los Estados Unidos en la vida mexicana es una evidencia histórica que no necesita demostración: posee una realidad física, material. La observación que he hecho a propósito de la relación ambigua que prevalece entre los sindicatos y el Estado mexicano puede aplicarse a la que nos une con Washington; quiero decir: es una relación de dominación que no puede reducirse pura y simplemente al concepto de dependencia y que permite cierta libertad de negociación y de movimientos. Hay un margen de acción. Por más estrecho que nos parezca ese margen, es de todos modos considerablemente más amplio que el de Polonia, Hungría, Checoslovaquia o Cuba frente a la Unión Soviética. Por supuesto, en momentos de crisis política la influencia del Embajador de Estados Unidos en México puede ser -y de hecho ha sido- tan importante y decisiva como la del Sátrapa del Gran Rey durante la guerra de Peloponeso.
Los autores radicales que, a principios de siglo, se ocuparon de la historia social de la Rusia pre-revolucionaria -Plejanov, 'frotsky, Lenin- coincidian en señalar la debilidad de la burguesía frente al Estado autoritario. Una de las características del capitalismo ruso fue su dependencia del Estado zarista. La burguesía jamás logró liberarse del todo de la tutela de la autocracia. Esta flaqueza le impidió finalmente llevar a cabo la tarea que, según los marxistas, constituía su misión histórica: la modernización de Rusia. Toda la polémica entre los bolcheviques arranca de las distintas posiciones que unos y otros adoptaron frente a esta situación. Aparte de la debilidad de la burguesía, hay que mencionar otro factor que se omite con frecuencia: el Estado zarista no podía ser un agente eficaz de modernización porque en su estructura, en sus cuadros dirigentes y en el espíritu que lo animaba era todavía, en gran parte, un Estado patrirnonialista, en el sentido en que Max Weber emplea esta expresión. En suma, es indudable que la debilidad de la burguesía rusa frente al Estado patrirnonialista fue la causa determinante de la suerte ulterior de la Revolución. La burocracia soviética, sucesora de la autocracia, se enfrentó a la tarea que históricamente -según los marxistas- correspondía a la burguesía (la modernización) pero el resultado fue diametralmente opuesto tanto a las previsiones de los mencheviques como a las de los bolcheviques. La conjunción del poder político y del poder económico -ambos absolutos- no produjo ni la revolución democrática burguesa ni el socialismo sino la implantación de una ideocracia totalitaria.
He recordado el caso de Rusia porque, por más alejado que parezca, ilumina indirectamente las peculiaridades de la situación mexicana. Como en la Rusia de principios de siglo, el proyecto histórico de los intelectuales mexicanos y, asimismo, el de los grupos dirigentes y el de la burguesía ilustrada, puede condensarse en la palabra modernización (industria, democracia, técnica, laicismo, etc.). Como en Rusia, ante la relativa debilidad de la burguesía nativa, el agente central de la modernización ha sido el Estado. Por último, como en Rusia, nuestro Estado es el heredero de un régimen patrimonial: el virreinato novohispano. No obstante, hay diferencias capitales. La primera: entre el Estado novo hispano y el moderno se interpone el breve pero imborrable periodo democrático de la República Restaurada (1867-1876).La segunda: mientras el Estado totalitario liquidó a la burguesía rusa, sometió a los campesinos y a los obreros, exterminó a sus rivales políticos, asesinó a sus críticos y creó una nueva clase dominante, el Estado mexicano ha compartido el poder no sólo con la burguesía nacional sino con los cuadros dirigentes de los grandes sindicatos. Yahe apuntado que la relación entre los gobiernos mexicanos, los dirigentes obreros y campesinos y la burguesía es ambigua, una suerte de alianza inestable no exenta de querellas, sobre todo entre elsector privado y el público. Todo esto puede condensarse en una diferencia que las engloba a todas y que es capital: mientras en Rusia el Partido es el verdadero Estado, en México el Estado es el elemento substancial y el partido es su brazo y su instrumento. Así, aunque México no es realmente una democracia tampoco es una ideocracia totalitaria.
Me falta mencionar otra característica notable del Estado mexicano: a pesar de que ha sido el agente cardinal de la modernización, él mismo no ha logrado modernizarse enteramente. En muchos de sus aspectos, especialmente en su trato con el público y en su manera de conducir los asuntos, sigue siendo patrimonialista. En un régimen de ese tipo el jefe de Gobierno --el Príncipe o el Presidente- consideran el Estado como su patrimonio personal. Por tal razón, el cuerpo de los funcionarios y empleados gubernamentales, de los ministros a los ujieres y de los magistrados y senadores a los porteros, lejos de constituir una burocracia impersonal, forman una gran familia política ligada por vínculos de parentesco, amistad, compadrazgo, paisanaje y otros factores de orden personal. El patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública. Los ministros son los familiares y los criados del rey. Por eso, aunque todos los cortesanos comulguen en el mismo altar, los regímenes patrimonialistas no se petrifican en ortodoxias ni se transforman en burocracias. Son lo contrario de una iglesia y de ahí que, a la inversa de lo que ocurre en cuerpos como la Iglesia Católica y el Partido Comunista, los vínculos entre los cortesanos no sean ideológicos sino personales. En las burocracias políticas y eclesiásticas el orden jerárquico es sagrado y está regido por reglas objetivas y por principios inmutables, tales como la iniciación, el noviciado o aprendizaje, la antigüedad en el servicio, la competencia, la diligencia, la obediencia a los superiores, etc. En el ré- gimen patrimonial lo que cuenta en último término es la voluntad del Príncipe y de sus allegados.
En el interior del Estado mexicano hay una contradicción enorme y que nadie ha podido o intentado siquiera resolver: el cuerpo de tecnócratas y administradores, la burocracia profesional, comparte los privilegios de la administración pública con los amigos, los familiares y los favoritos del Presidente en turno y con los amigos, los familiares y los favoritos de sus Ministros. La burocracia mexicana es moderna, se propone modernizar al país y sus valores son valores modernos. Frente a ella, a veces como rival y otras como asociada, se levanta una masa de amigos, parientes y favoritos unidos por lazos de orden personal. Esta sociedad cortesana se renueva parcialmente cada seis años, es decit cada vez que asciende al poder un nuevo Presidente. Tanto por su situación como por su ideología implícita y su modo de reclutamiento, estos cuerpos cortesanos no son modernos: son una supervivencia del patrimonialismo. La contradicción entre la sociedad cortesana y la burocracia tecnócrata no inmoviliza al Estado pero sí vuelve difícil y sinuosa su marcha. No hay dos políticas dentro del Estado: hay dos maneras de entender la política, dos tipos de sensibilidad y de moral.
Lo mismo en Inglaterra que en Francia, los regímenes modernos se esforzaron desde el principio por dotar al nuevo Estado burgués de una democracia ad hoc, radicalmente distinta a la de las monarquías de los siglos XVII Y XVIII. Mejor dicho, como ha mostrado admirablemente Norbert Elías, las burocracias del siglo XIX y del XX, en Occidente, se formaron dentro del Tercer Estado y la "nobleza de toga", en lucha permanente contra la sociedad cortesana de los regímenes absolutistas. Por su origen, sus métodos de trabajo, sus jerarquías y su moral, la nueva burocracia fue la negación del patrimonialismo. Su evolución fue la misma de la burguesía, que pasó del derecho a la economía y de la lógica jurídica a la lógica de la empresa privada. Así, impuso la racionalidad económica, esencialmente cuantitativa, en el despacho de los negocios de Estado. Exigencia imposible: el Estado no es una empresa. Las ganancias y las pérdidas de una nación se calculan de una manera distinta a la que nos enseñan las reglas de contabilidad. Esta es una contradicción que el Estado burgués liberal no ha podido resolver. Desde la perspectiva de la administración de las cosas, las burocracias de las sociedades democráticas burguesas han sido incomparablemente superiores no sólo a las de las antiguas monarquías sino a la de los Estados totalitarios de nuestros días. Agrego que, además de ser más eficaces, han sido más humanas y más tolerantes. Pero esta superioridad de orden profesional y moral se convierte en inferioridad si se pasa de la administración a la política. La inferioridad se vuelve manifiesta en el dominio de las relaciones internacionales.
Abundan los ejemplos de la ineptitud política de las democracias burguesas. Su actitud ante Hitler fue una mezcla extraordinaria de inconsistencia y ceguera. Al principio, su intransigencia y su egoísmo frente a Alemania favorecieron el surgimiento del nazismo; después, a veces por cálculo y otras por cobardía, fueron cómplices del dictador. Su política con Stalin no fue más clarividente. La misma mezcla de realismo pérfido ya corto plazo inspira su actitud ante las satrapías y tiranías del Nuevo y el Viejo Mundo. El oportunismo no explica enteramente estas flaquezas e incoherencias. La falla es congénita y ya apunté la razón más arriba: el Estado no es una fábrica ni un negocio. La lógica de la historia no es cuantitativa. La racionalidad económica depende de la relación entre el gasto y el producto, la inversión y la ganancia, el trabajo y el ahorro. La racionalidad del Estado no es la utilidad ni el lucro sino el poder: su conquista, su conservación y su extensión. El arquetipo del poder no está en la economía sino en la guerra, no en la relación polémica capital/ trabajo sino en la relación jerárquica jefes/ soldados. De ahí que el modelo de las burocracias políticas y religiosas sea la milicia: la Compañía de Jesús, el Partido Comunista.
La naturaleza peculiar del Estado mexicano se revela por la presencia en su interior de tres órdenes o formaciones distintas (pero en continua comunicación y ósmosis): la burocracia gubernamental propiamente dicha, más o menos estable, compuesta por técnicos y administradores, hecha a imagen y semejanza de las burocracias de las sociedades demo-cráticas de Occidente; el conglomerado heterogéneo de amigos, favoritos, familiares, privados y protegidos, herencia de la sociedad cortesana de los siglos XVII y XVIII; la burocracia política del PRI, formada por profesionales de la política, asociación no tanto ideológica como de intereses faccionales e individuales, gran canal de la movilidad social y gran fraternidad abierta a los jóvenes ambiciosos, generalmente sin fortuna, recién salidos de las universidades y los colegios de educación superior. La burocracia del PRI está a medio camino entre el partido político tradicional y las burocracias que militan bajo una ortodoxia y que operan como milicias de Dios o de la Historia. El PRI no es terrorista, no quiere cambiar a los hombres ni salvar al mundo: quiere salvarse a sí mismo. Por eso quiere reformarse. Pero sabe que su reforma es inseparable de la del país. La cuestión que la historia ha planteado a México desde 1968 no consiste únicamente en saber si el Estado podrá gobernar sin el PRI sino si los mexicanos nos dejaremos gobernar sin un PRI.
El tema de la reforma política, como se llama a las recientes tentativas del gobierno mexicano por introducir el pluralismo, merece una peque- ña digresión. El PRI nació de una necesidad: asegurar la continuidad del régimen post-revolucionario, amenazado por las querellas entre los jefes militares sobrevivientes de las guerras y trastornos que sucedieron al derrocamiento de Porfirio Díaz. Su esencia fue un compromiso entre la auténtica democracia de partidos y la dictadura de un caudillo como en los otros países de América Latina. El régimen nacido de la Revolución Mexicana vivió durante muchos años sin que nadie pusiese en duda su legitimidad. Los sucesos de 1968, que culminaron en la matanza de varios cientos de estudiantes, quebrantaron gravemente esa legitimidad, gastada además por medio siglo de dominación ininterrumpida. Desde 1968 los Gobiernos mexicanos buscan, no sin contradicciones, una nueva legitimidad. La fuente de la antigua era, por una parte, de orden histórico o más bien genealógico, pues el régimen se ha considerado siempre no sólo el sucesor sino el heredero, por derecho de primogenitura, de los caudillos revolucionarios; por la otra, de orden constitucional, ya que era el resultado de elecciones formalmente legales. La nueva legalidad que busca el régimen se funda en el reconocimiento de que existen otros partidos y proyectos políticos, es decir, en el pluralismo. Es un paso hacia la democracia.
A la larga, si no se malogra, la Reforma Política realizará el sueño de muchos mexicanos, sin cesar diferido desde la Independencia: transformar al país en una verdadera democracia moderna. A corto plazo, sin embargo, es lícito dudar que baste con unas cuantas medidas de orden legal para cambiar las estructuras políticas de una sociedad. En efecto, ante todo hay que preguntarse: ¿cuáles son los partidos políticos quepodrían disputarle al PRI su dominación? Si descartamos a los partidos peleles que durante años han desempeñado el papel de títeres en la farsa electoral, el único rival serio del PRI ha sido el PAN. Es un partido nacionalista, católico y conservador que, como su nombre lo indica (Partido Acción Nacional), estuvo emparentado en su origen con tendencias más o menos influidas por el pensamiento de Maurras y de su Action Francaise (el monarquismo y el antisemitismo excluidos). El PAN ha sido el eterno derrotado en las elecciones, aunque no siempre legalmente. No hay que olvidar que el PRI no es un partido que ha conquistado el poder: es el brazo político del poder. Hasta ahora sólo a unos cuantos les ha importado que el PRI gane invariablemente las elecciones. Esta indiferencia explica por qué ni el PAN ni ninguno de los otros grupos de oposición, de la derecha o la izquierda, han sido capaces de organizar un movimiento de resistencia nacionaL El descontento del pueblo mexicano no se ha expresado en formas políticas activas sino como abstención y escepticismo. Hoy el régimen busca una nueva legalidad en el pluralismo y en esto reside la novedad de la situación. Pero la crisis del sistema político mexicano no ha beneficiado al PAN, que no ha podido capitalizar en su favor el descontento contra el partido oficial. Al contrario: hoy el PAN es más débil que hace quince años. Para colmo, desgarrado por luchas intestinas, padece una suerte de crisis de identidad. Aunque trata de olvidar sus inclinaciones autoritarias y "maurrasianas", no ha logrado convertirse en un partido demócrata cristiano. ¿Y los otros partidos?
El Partido Comunista mexicano, a pesar de que fue fundado hace más de cincuenta años, antes que el PRI, es una agrupación pequeña, con nula o escasa influencia entre los trabajadores. Sin embargo, gracias a su control de algunos grupos de estudiantes y, sobre todo, a su dominación en varios sindicatos de empleados y profesores, se ha hecho fuerte en las Universidades. El Partido Comunista de México es un partido universitario y esta paradoja, que habría escandalizado a Marx, significa una conquista estratégica apreciable: las Universidades son uno de los puntos sensibles del país. Desde hace poco, inspirado y alentado sin duda por el ejemplo de los europeos (Italia, España y Francia), el Partido Comunista de México se ha declarado partidario del pluralismo democrático, aunque sin renunciar al "centralismo democrático" leninista. Este cambio implica en cierto modo una auto crítica de su pasado stalinista. Por desgracia, no ha sido una crítica explícita; además ha sido demasiado tímida y está llena de lagunas y reticencias. Es revelador que el Partido Comunista mexicano, en varias declaraciones y manifestaciones recientes, se haya mostrado afín a las posiciones del Partido Comunista francés, el más conservador y centralista de los tres grandes partidos europeos. (Althusser lo ha descrito hace unos meses, en Le Monde como una organización cerrada de tipo militar, una "fortaleza") Otra característica de la situación mexicana: la nula influencia de los intelectuales de izquierda en esta evolución del Partido Comunista de México. El cambio de los Partidos Comunistas europeos, como es sabido, se debe en buena parte a la crítica de sus intelectuales disidentes; en México -salvo raras excepciones como las de José Revueltas, Eduardo Lizalde y otros pocos más-los intelectuales marxistas han sido los fieles aunque poco imaginativos apologistas del" socialismo histórico", a través de todas sus contradictorias metamorfosis, de Stalin a Brejnev.
El Partido Demócrata Mexicano tiene orígenes semejantes a los del PAN, aunque su clientela no es la clase media sino los campesinos pobres de la región central. Un partido auténticamente plebeyo. Es el descendiente directo de la Unión Nacional Sinarquista, una organización animada por un populismo nacionalista y religioso en el que no era difícil reconocer, alIado de retazos de ideologías fascistas, las aspiraciones tradicionales de los movimientos revolucionarios campesinos. Entre los sinarquistas todavía estaba viva la tradición de los movimientos agrarios, nota constante de la historia de México desde el siglo XVII. Extraño amasijo: la hermandad religiosa, la falange fascista y la jacquerie revolucionaria. El Partido Demócrata Mexicano atraviesa por una crisis de identidad semejante a la del PAN, y no acaba de definir su nuevo perfil democrático. Sin embargo, a pesar de ser un partido pobre lo mismo en recursos materiales que en ideas, tiene todavía influencia entre los campesinos y la clase media pobre del centro del país. Un rasgo común de estos partidos: los tres quisieran olvidar su pasado autoritario. Pero no acaban de exorcizar las sombras de Maurras, Mussolini y Stalin ... Una agrupación política que no arrastra ningún pasado terrible y que surgió de un genuino anhelo de cambio social y democrático: el Partido Mexicano de los Trabajadores. Nacido en la crisis de 1968, su aparición fue vista con gran simpatía por muchos grupos de estudiantes e intelectuales; asimismo, por los veteranos de los descalabros del movimiento obrero en el pasado. Por desgracia, este partido todavía no ha sido capaz de formular un programa que le otorgue fisonomía política y que lo distinga de los otros grupos de izquierda. Podría mencionar a otros partidos independientes pero son minúsculos y sin fuerza apreciable.
El espectador más distraído descubre inmediatamente en este panorama dos grandes ausencias. Una, la de un partido conservador como elRepublicano de los Estados Unidos o los partidos conservadores de la Gran Bretaña, Francia, Alemania y España; otra, la de un auténtico partido socialista con influencia entre los trabajadores, los intelectuales y la clase media. Esto último es lo verdaderamente lamentable y revela cruelmente una de las carencias más graves de México y de América Latina: la inexistencia de una tradición socialista democrática. ¿El pluralismo mexicano que prepara la Reforma Política estará compuesto por partidos minoritarios y que difícilmente merecen el calificativo de democráticos? Lo más probable es que ese remedo de pluralismo, lejos de aliviarla, agrave la crisis de legitimidad del régimen. Si así fuese, el desgaste del PRI se acentuaría y el Estado, para no disolverse, tendría que apoyarse en otras fuerzas sociales: no en una burocracia política como el PRI sino, según ha sugerido recientemente [ean Meyer, en una burocracia militar'. Hay, sin embargo, otro remedio. Pero es un remedio visto con horror por la clase política mexicana: dividir al PRI. Tal vez su ala izquierda, unida a otras fuerzas, podría ser el núcleo de un verdadero partido socialista.
La Reforma Política ha sido concebida por uno de los hombres más inteligentes de México, un verdadero intelectual que es asimismo un político sagaz. Sin embargo, como se ha visto, este proyecto se enfrenta al mismo muro que ha cerrado el paso a otras iniciativas de nuestros intelectuales y hombres de Estado, de [uárez y los liberales de 1857 a nuestros días. No es un muro de piedras ni ideas ni intereses: es un muro vacío. Entre "la idea y la realidad, entre el impulso y el acto, cae la sombra". Como en el poema de Eliot, ¿México es "la tierra muerta, la tierra de cactos", cubierta de ídolos rotos y de imágenes apolilladas de santos y santas? ¿N o hacemos sino" dar vueltas y vueltas al nopal"? Pero ese nopal no es, en nuestra mitología, la planta del reino de los muertos; al contrario: es la planta heráldica de la fundación de México Tenochtitlán y sus frutos sangrientos simbolizan la unión del principio solar y el agua primordial. Tal vez hemos equivocado el camino; tal vez la salida está en volver al origen.
Aclaro: no condeno prematura y precipitadamente a la Reforma Política. Es benéfica incluso dentro de sus limitaciones. Creo que hay que profundizarla y, por decirlo así, democratizarla: descender del nivel de los partidos, que es el nivel de la ideología, al de los intereses y sentimientos concretos y particulares de los pueblos, los barrios y los grupos. En el caso de la Reforma Política, la expresión "volver al origen" quiere decir: tratar de insertarla en las prácticas democráticas tradicionales de nuestro pueblo. Esas prácticas y esas tradiciones -ahogadas por muchos años de opresión y recubiertas por unas estructuras legales formalmente democráticas pero que son en realidad abstracciones deformantes- están vivas todavía. Vivas en muchas formas de convivencia social y,sobre todo, vivas en la memoria colectiva. Pienso, por ejemplo, en la democra-cia espontánea de los pequeños pueblos y comunidades, en el autogobierno de los grupos indígenas, en el municipio novohispano y en otras formas políticas tradicionales. Ahí está, creo, la raíz de una posible democracia mexicana. Sólo que, para que la Reforma Política llegase al pueblo real, el Estado tendría que comenzar por su autorreforma. Si democracia es pluralismo, lo primero que hay que hacer es descentralizar. ¿Es posible? La otra tradición histórica mexicana es el centralismo. En México la realidad de realidades se llama, desde Izcóatl, poder central. Contra esa realidad se estrellaron los liberales y federalistas del siglo pasado. Además, burocracia es sinónimo de centralismo y el Estado mexicano, como todos los del siglo :XX, inexorablemente tiende a convertirse en un Estado burocrático.
La situación de los partidos políticos es uno de los signos de la ambigua modernidad de México. Otro signo es la corrupción. Desde la perspectiva de la persistencia del patrimonialismo es más fácil entender este fenómeno. En todas las cortes europeas, durante los siglos XVII YXVIII, se vendían los empleos públicos y había tráfico de influencias y favores. Durante la regencia de Mariana de Austria, el privado de la reina, don Fernando Valenzuela (el Duende del Palacio), en un momento de apuro del erario público, decidió consultar con los teólogos si era lícito vender al mejor postor los altos cargos, entre ellos los virreinatos de Aragón, Nueva España, Perú y Nápoles. Los teólogos no encontraron nada en las leyes divinas ni en las humanas que fuese contrario a este recurso. La corrupción de la administración pública mexicana, escándalo de propios y extraños, no es en el fondo sino otra manifestación de la persistencia de esas maneras de pensar y de sentir que ejemplifica el dictamen de los teó- logos españoles. Personas de irreprochable conducta privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tienen escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fuesen propios. Se trata no tanto de una inmoralidad como de la vigencia inconsciente de otra moral: en el régimen patrimonial son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada uno es rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el Estado es el patrimonio del Rey, ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, sus amigos, sus servidores y sus favoritos? En España el Primer Ministro se llamaba, significativamente, Privado.
La presencia de la moral patrimonialista cortesana en el interior del Estado mexicano es otro ejemplo de nuestra incompleta modernidad. Lo mismo en los estratos más bajos -la sociedad campesina y sus creencias religiosas y morales- que en la clase media y en la alta burocracia tropezamos con la mezcla desconcertante de rasgos modernos y arcaicos. La modernización de México, iniciada a fines del siglo XVIII por los virreyes de Carlos III, sigue siendo un proyecto realizado a medias y que afecta sólo a la superficie de las conciencias. La mayoría de nuestras actitudes profundas ante el amor, la muerte, la amistad, la cocina, la fiesta, no son modernas. Tampoco lo son nuestra moralidad pública, nuestra vida familiar; el culto a la Virgen, nuestra imagen del Presidente ... ¿Por qué? En otros escritos he tratado de responder a esta pregunta. Aquí sólo repetiré que desde la gran ruptura hispánica -la crisis del final del siglo XVIII y su consecuencia: la Independencia-los mexicanos hemos adoptado varios proyectos de modernización. Todos ellos no sólo se han revelado inservibles sino que nos han desfigurado. Máscaras de Robespierre y Bonaparte, Jefferson y Lincoln, Comte y Marx, Lenin y Mao: si la historia es teatro, la de nuestro país ha sido una mascarada interrumpida una y otra vez por el estallido del motín y la revuelta. No predico el regreso a un pasado, imaginario como todos los pasados, ni pretendo volver al encierro de una tradición que nos ahogaba. Creo que, como los otros países de América Latina, México debe encontrar su propia modernidad. En cierto sentido debe inventarla. Pero inventarla a partir de las formas de vivir y morir; producir y gastan trabajar y gozar que ha creado nuestro pueblo. Es una tarea que exige aparte de circunstancias históricas y sociales favorables, un extraordinario realismo y una imaginación no menos extraordinaria. No necesito recordar que el renacimiento de la imaginación, lo mismo en el dominio del arte que en el de la política, siempre ha sido preparado y precedido por el análisis y la crítica. Creo que a nuestra generación y a la que sigue les ha tocado este quehacer. Pero antes de emprender la crítica de nuestras sociedades, de su historia y de su presente, los escritores hispanoamericanos debemos empezar por la crítica de nosotros mismos. Lo primero es curarnos de la intoxicación de las ideologías simplistas y simplificadoras.
México, D.E, a 28 de marzo de 1978.
1 "Technocrates en uniforme: L'État Symbiotique" Critique, agosto-septiembre, 1978.
http://www.revistas.unal.edu.co/index.php/ceconomia/article/viewFile/21465/22459
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