Una derivación virtuosa y, al parecer, no planeada del Pacto por México, es que por lo pronto parecen quedar congeladas las aspiraciones por modificar la legislación para convertir a una mayoría relativa de votos en una mayoría absoluta de escaños. Me explico.
Como se sabe o debería saberse, el resultado más decantado y visible de nuestro proceso democratizador es que en el Congreso coexiste una pluralidad política equilibrada. Ninguno de los partidos ha logrado desde 1997 la mayoría absoluta (50 por ciento más uno) de los diputados, y lo mismo ha sucedido en el Senado desde el año 2000. No es una casualidad, tampoco una sorpresa. Es el resultado de un sistema multipartidista que refleja a una sociedad diversa, compleja, con muy distintas sensibilidades y aspiraciones.
La fórmula para integrar la Cámara de Diputados incluso premia a la primera fuerza política hasta con un 8 por ciento más de asientos con relación a sus votos. Pero como desde hace seis legislaturas ningún partido ha logrado más del 42.2 por ciento de los sufragios, pues ninguno ha conseguido la tan deseada mayoría absoluta de representantes.
Esa situación contrasta vivamente (y para bien) con las largas décadas de hegemonía de un solo partido (del PRI, por si usted vive en Timor Oriental). Recordemos que desde 1929, primero el PNR, luego el PRM y después el PRI, no solo contaron con mayorías absolutas en las dos Cámaras, sino incluso con mayorías calificadas (más de dos terceras partes), y en el caso del Senado con el 100 por ciento de los escaños. No fue sino hasta 1988 que el PRI perdió la mayoría calificada en la Cámara de Diputados e ingresaron al Senado los primeros cuatro legisladores de la oposición. (El caso de Jorge Cruickshank en 1976 no creo que pueda ser considerado como antecedente, porque fue postulado conjuntamente por el PPS y el PRI).
Pero ciertamente el pluralismo equilibrado instalado en el Congreso hace más difícil la toma de decisiones. El largo periodo de predominio de un solo partido acostumbró a muchos a ver al circuito legislativo como un mero trámite en donde la voluntad presidencial era procesada con celeridad y sumisión. El Presidente y su partido tenían los votos suficientes en el Congreso para hacer que sus iniciativas se aprobaran en forma expedita. Y ello cambió de manera radical a partir de 1997/2000. Desde entonces un solo partido no puede hacer su voluntad en el Congreso. Desde entonces fue necesario hablar, escuchar, negociar, acordar si se quería sacar adelante cualquier iniciativa. Desde entonces resulta más tortuoso, lento, difícil, aprobar una reforma constitucional o legal, nombrar una comisión, establecer el orden del día, dar por buena la Ley de Ingresos u ofrecer vía franca al Presupuesto de Egresos de la Federación.
Y entonces surgió la añoranza. Una fuerte ola de opinión conservadora se desató. "El equilibrio de fuerzas complica demasiado la gobernabilidad". "Así no se puede. El Congreso es lento, incapaz, se encuentra atorado". "Requerimos de una mayoría que haga eficiente la gestión de las Cámaras". "Que el que gane, gane, y pueda realizar su proyecto sin estorbosos obstáculos". Y esa corriente desencantada, presurosa y nostálgica empezó a idear y a proponer fórmulas para transformar a una mayoría relativa de votos en una mayoría absoluta de escaños. Total, en aras de la eficiencia y la velocidad, la ley podía retocar la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas y concederle a quien más votos obtuviera (digamos el 38 por ciento) la mayoría absoluta de los asientos (por lo menos el 50 por ciento más uno). No importaba que con ello se trastocara la "voluntad popular", no importaba que como por arte de magia, una minoría (la más grande) se convirtiera en mayoría y el conjunto de las minorías que sumaban la mayoría de los votos se volvieran en conjunto minoría, de lo que se trataba era de inyectar eficiencia, eficacia, rapidez, agilidad, a un Congreso trabado.
No se trataba de una reacción marginal. Concurrieron académicos destacados, periodistas serios, e incluso el actual presidente de la República hizo eco de esa aspiración restauradora. Y no faltaron las fórmulas ingeniosas: reintroducir una "cláusula de gobernabilidad"; permitir que el porcentaje de votos totales se pudiera aplicar en la pista plurinominal sin tomar en cuenta el número de escaños alcanzados en la uninominal; suprimir o reducir el número de diputados plurinominales. En fin, fórmulas para construir una mayoría artificial hay muchas y variadas.
Pues bien, la firma del Pacto por México, entre muchas otras cosas, nos dice que la ruta puede y debe ser otra. La forja de una mayoría fruto de las artes de la política. Ni exorcismos ni magia; política. Porque si ninguna fuerza tiene la mayoría, lo conveniente y lo pertinente es formarla a través de la negociación y el acuerdo. Y eso representa el Pacto. Un Pacto que además es inclusivo, por lo pronto, de los tres principales partidos del país. No es poca cosa.
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