domingo, 24 de febrero de 2013

¨Sanchez Susarrey- En legítima defensa

Los grupos de autodefensa existen desde hace años. La mayoría están vinculados a usos y costumbres de comunidades indígenas. Si ahora han cobrado protagonismo es por razones evidentes

La historia es conocida y fue ampliamente difundida. Alejo Garza Tamez fue asesinado la madrugada del 14 de noviembre, de 2010, por un comando de 30 sicarios en su rancho a 15 kilómetros de Ciudad Victoria, Tamaulipas. Un día antes, esos mismos delincuentes le habían dado un plazo de 24 horas para que abandonara su propiedad y se las entregara.

En respuesta, don Alejo, de 77 años, pidió a sus trabajadores no presentarse a trabajar al día siguiente y, viejo cazador, se atrincheró solo en su casa con sus armas. Cuando el convoy de sicarios se presentó, alrededor de las cuatro de la madrugada, abrió fuego, eliminó a cuatro e hirió a otros dos.

Para ultimarlo, los sicarios utilizaron armas de alto poder y granadas. Ante la intensidad de la balacera, los presuntos Zetas abandonaron el lugar por temor a que se presentaran las Fuerzas Armadas, como de hecho ocurrió cuando posteriormente se apersonaron elementos de la Marina.

La historia de don Alejo plantea varias interrogantes: qué habría pasado si don Alejo hubiera vencido a sus atacantes. La respuesta es que las fuerzas federales y estatales hubieran indagado por el registro oficial de cada una de sus armas y, entre tanto, lo hubieran detenido.





Pero las interrogantes no terminan allí: qué habría pasado si los vecinos de don Alejo se hubieran organizado y lo hubieran respaldado frente a los Zetas. La respuesta es que las autoridades federales y estatales habrían procesado a cada uno de los vecinos por haberse unido para repeler al crimen organizado.

La historia viene a cuento por las organizaciones de autodefensa que han proliferado en Guerrero y otros estados. Según Milenio, las organizaciones de autodefensa suman ya 36 grupos en ocho estados de la República, siendo Guerrero la entidad donde hay más.

La pregunta es si se pueden condenar tajantemente y sin apelación. Hacerlo, desde la Ciudad de México, si uno reside en Polanco, La Condesa o San Jerónimo, es fácil. Hasta ahora los niveles de violencia y brutalidad que se viven en otros estados no han golpeado al Distrito Federal.

Pero qué pasa con los municipios aislados de la Costa Chica de Guerrero donde la protección es inexistente. Donde el Estado, en sentido amplio, es decir, las corporaciones federales, estatales y municipales no tienen la fuerza ni la capacidad para contener a los criminales.

Los grupos de autodefensa existen desde hace años. La mayoría de ellos está vinculada a usos y costumbres de comunidades indígenas. Si ahora se han reactivado y cobrado protagonismo es por razones evidentes. La inseguridad y la violencia han alcanzado niveles nunca antes vistos.

La reacción de la mayoría de la clase política ante este fenómeno es desconcertante. Incluso la Comisión Nacional de Derechos Humanos los ha condenado. Pero uno se pregunta a título de qué. Porque las organizaciones de autodefensa no son, en sentido estricto, autoridad y no violan en esa calidad los derechos humanos.

Algunos panistas, practicando el sospechosismo, se preguntan de dónde viene el dinero para comprar las armas. E insinúan la existencia de una mano negra. Pero la evidencia no miente. Basta ver las fotografías de la prensa para constatar que se trata de escopetas o pisponeras, propias de los campesinos.

No sobra recordar que la Constitución de 1857 establecía textualmente en el artículo 10: todo hombre tiene derecho de poseer y portar armas para su seguridad y legítima defensa.

Y en el mismo sentido, vale advertir que la Constitución de 1917 establece: En los casos de delito flagrante, cualquier persona puede detener al indiciado poniéndolo sin demora a disposición de la autoridad inmediata y ésta, con la misma prontitud, a la del ministerio público (artículo 16).

De hecho, las constituciones de los estados de Tamaulipas y Guerrero van más allá: la primera faculta a tomar las armas en defensa del pueblo en que vivan cuando éste fuere amagado por partidas de malhechores, acatando las disposiciones que al efecto emanen de la autoridad local.

Y la segunda establece en su artículo 11, fracción IV, la obligación de los guerrerenses de auxiliar a las autoridades en la conservación del orden público.

Contra los grupos de autodefensa se han levantado críticas y se ha invocado el peligro de Colombia. Se dice que pueden convertirse en escuadrones de la muerte, con los abusos consecuentes.

El riesgo de que se cometan excesos existe, sin duda alguna. Pero la forma de conjurarlos no es prohibiendo, sino regulando las organizaciones de autodefensa. Se debe precisar, en otras palabras, qué es lo que pueden hacer y qué no.

Es más, la experiencia podría y debería reproducirse en otras regiones del país. Si los vecinos de don Alejo hubieran recurrido -y recurrieran- a este mecanismo, la inseguridad y la violencia que se viven en Tamaulipas no habrían alcanzado los niveles de brutalidad actuales.

Pero voy más allá, ¿quién, y con qué argumento, puede oponerse a que los ciudadanos tomen en sus manos el derecho a la legítima defensa cuando el Estado -en todos sus niveles- es incapaz de garantizar su seguridad?

El grado de violencia que hoy se vive impone el principio de subsidiariedad, pero en sentido inverso. Si el Estado en sus diferentes niveles no es capaz de garantizar la seguridad y la paz, los ciudadanos tienen, por ese motivo, el derecho de organizarse para defenderse.

La cuestión, entonces, no está en prohibir ni anatemizar a los grupos de autodefensa, sino en regularlos e integrarlos. Se debe establecer el tipo de armas que se pueden portar, las facultades de esos grupos, su coordinación con las autoridades y se debería, incluso, proporcionales adiestramiento, información y cooperación.

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