La democracia y la deliberación van de la mano. La deliberación es un atributo de la democracia y hay quien sostiene que no es uno más sino "el atributo". Si la deliberación no existe o resulta lánguida, pobre, susurrante, entonces la democracia no es tal o se encuentra debilitada, convaleciente. Si se parte de la idea de que las sociedades están cruzadas y modeladas por intereses, ideologías, percepciones, diferentes y que todas buscan y desean expresarse, entonces el intercambio de opiniones resulta inherente a la forma de gobierno democrática. No existe un diagnóstico sino diagnósticos en plural, no puede haber una propuesta sino diversidad de propuestas, es imposible la unanimidad y por ello la regla de mayoría y por ello la necesidad de acuerdos, transacciones, pactos.
Desde la dimensión de los derechos no se diga. La libertad de expresión es uno de los pilares de todo el edificio democrático, y si se vulnera, las cuarteaduras empiezan a debilitarlo. Todo mundo, entonces, tiene el derecho a expresarse, a decir lo que piensa, a rebatir al de enfrente, a confrontar puntos de vista. Se trata de la libertad que quizá hace posibles al resto de las libertades, y sin ella lo que aparece es un mundo mudo y sordo. Todas las dictaduras han abolido o restringido la libertad de expresión, no son compatibles con el ruido que generan las voces distintas y desafinadas de la sociedad. Pretenden que la sociedad sea el eco del Estado y que solo una opinión -la oficial- se pasee con soltura por el escenario público.
Pero hay que decirlo: la deliberación, el debate, la expresión de la diversidad son anteriores a la democracia. En las sociedades siempre palpitan diversas opiniones y entonces la polémica se instala. No hay manera de suprimir por completo el coro de voces que se pondrán a contradecirse unas a otras.
Pero discutir cansa y en ocasiones aburre. Sobre todo después de cierta edad, cuando uno ya sabe que, por más selectos que sean los argumentos, no se convence a nadie (o bueno, a casi nadie). Se trata de una tarea condenada al fracaso. Se pueden ofrecer datos, estadísticas, mediciones y el convencido no se moverá de su raya. Se pueden desplegar ejemplos históricos o estampas del presente, pero el vecino seguirá "montado en su macho". Se pueden citar autores, grandes obras, espectaculares construcciones intelectuales, y el otro no depondrá sus creencias. Lo mejor entonces es darse por vencido.
Me gusta, y mucho, la mini anécdota que cuenta Francesco Piccolo en Momentos de inadvertida felicidad (Anagrama, 2012). Escribe: "Entro en una zapatería porque he visto en el escaparate unos zapatos que me gustan. Se los señalo a la dependienta, le digo mi número, el 46. Ella vuelve y me dice: lo siento, pero no tenemos de su número.
"Luego añade siempre: tenemos el 41.
"Y me mira, en silencio, porque quiere una respuesta.
"Y a mí, al menos una vez, me gustaría decirle: vale, de acuerdo, deme el 41".
Vencerse, seguir la corriente, darse por satisfecho con cualquier respuesta no importa cuán descabellada sea. Estar de acuerdo por el placer que produce estar de acuerdo. Resignarse. Entrar en comunión con el otro, aunque el otro sea un necio. Descansar. Dejar de discutir. Dar por buena cualquier ocurrencia. Uf, qué alivio.
No estoy pensando en circunstancias análogas, como cuando se decreta una especie de tregua en el debate. El propio Piccolo nos recuerda y se pregunta: "¿Por qué, al discutir violentamente sobre cuestiones políticas, en un momento dado alguien dice: en el fondo, estamos diciendo todos los mismo, pero de manera diferente?". Bueno, la respuesta en sencilla: el hombre reposado lo hace para distender el ambiente, como fórmula de cortesía, como un llamado al cese de hostilidades, para generar un remanso, para bajar la tensión, para que la cena continúe. Y siempre se agradece, por supuesto, pero las posiciones quedan incólumes. Por ello, la fórmula deja sobre la mesa una especie de empate y a otra cosa mariposa.
Pero mi idea es otra, más radical: no la salida educada y fácil que deja a cada quien a salvo con sus creencias o convicciones, sino ejercer el placer de vencerse, dejar de oponer resistencia, asumir los argumentos, las ideas y hasta las necedades del otro. Desplegar una bandera blanca no para solicitar una pausa sino para decir "lo que tú digas" y poder uno creérselo. Convertir en victoria lo que los otros observarán como derrota. Darle la razón a quienes interpretan los sueños, a los que se cargan de energía el 21 de marzo, a los que conocen el futuro, al taxista colmado de prejuicios y formulaciones contundentes, a los que creen que en cuerpo sano hay mente sana. En fin... Modificar de raíz la fórmula con la cual nos relacionamos con los otros. Poder decir y asumirlo en serio: "ustedes tienen la razón y su razón es la mía (o la hago mía, sin chistar)". Imaginen por un minuto la tranquilidad, la quietud, el placer que ello produciría.
Total, estamos de vacaciones. Y total, ya volveremos a las andadas. El necio es uno.
Fuente: Reforma
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