jueves, 4 de abril de 2013

Lydia Cacho - Jóvenes sin patria.

“Mi tía en Toluca tenía problemas con su esposo, la golpeaba y dejó de trabajar. Como la policía no le hacía caso, una vecina le presentó a Julio, el líder comunitario de los Zetas, que ofrece servicios de policía”. La joven que me cuenta su historia, Adriana, vive en Estados Unidos, donde su familia de clase media se mudó por la inseguridad en el Estado de México. Otra estudiante habla: “A mi papá, que tenía una panadería por La Palma, le hicieron una compra forzada. Llegó un señor a quien le llaman “El Contador”, que antes era policía municipal, y le dijo que su negocio valía tanto dinero y que le iban a pagar en efectivo esa cantidad para que se los entregara, que no era opcional. Ni siquiera tuvieron que ir al Notario, porque ellos preferían que el negocio quedara a nombre de mi padre. Mi mamá le dijo que denunciara; fue con el Procurador y a los tres días un comando entró en su casa y lo asesinó junto a mi hermana. El Procurador declaró al otro día que mi papá era narco; es una mentira, fue un valiente que no quiso dejarse extorsionar. Yo estaba estudiando aquí en Estados Unidos y ahora mi mamá se vino conmigo. Lo perdimos todo porque los Zetas manejan la panadería pero ni siquiera nos pagaron por ella”. Así termina su relato Susana




Una tras otra escucho las historias de jóvenes que viven en Washington, Chicago, California y Ohio. Ellas, ellos, ya le perdieron la fe a México. “Nosotros crecimos en el Estado de México, y esto de que los Zetas comenzaran a gobernar tiene por lo menos seis o siete años, es mentira que sea nuevo. Entonces, si Peña Nieto no hizo nada por un estado, ¿cómo le vamos a creer que va a hacer algo por un país?”. De esta manera concluye Rosario, de 19 años, su reflexión sobre lo que su familia sufrió y tuvo que pasar para huir del miedo y el hostigamiento. Ella, como la mayoría de jóvenes que entrevisto, no cree en la política, lo que tiene es deseo de entender cómo se aprende a vivir como expulsada de su patria.

Estas hijas e hijos del éxodo masivo mexicano de los últimos años escriben la historia desde la orfandad en muchos sentidos.

“No sé para qué nos dicen tantas mentiras”, dice Katia. “Hay dos gobiernos: uno por el que la gente vota a fuerza o comprada y otro el de los narcos que se impone. En mi barrio toda la gente sabe quiénes son los líderes Zetas, mucha gente dice que son mediadores porque resuelven los problemas de la comunidad, porque a la autoridad ni le interesa y ni puede. Y es mentira eso de que es culpa de la gente que tengan poder, en Toluca no te queda de otra: obedeces o te matan como a mi tía y a mi abuelito”. “Es puro rollo eso de que si los narcos hacen calles y la gente los admira y los jóvenes quieren ser como ellos”, dice Moisés, de 20 años, de Zamora, Michoacán. “Los narcos son igualitos al gobierno: nomás roban y mienten, sólo quieren gobernarnos, y su cómplice es el Procurador que a todos los que asesinan los acusa de narcos para lavarse las manos, como a mi mamá, que denunció a unos narcomenudistas que vendían drogas a los niños chiquitos. La desaparecieron y a los diez días apareció muerta, los periódicos dijeron que era delincuente”. Los ojos de Moisés se rasan de lágrimas, al igual que los de las jóvenes que lo acompañan, quienes son estudiantes en Estados Unidos que lograron conseguir becas en diferentes universidades y están aquí en paz mientras dure la beca.


Es claro que ya tenemos diagnosticado el funcionamiento de la delincuencia organizada y sus cadenas operativas dentro y fuera de las diversas instancias que conforman el Estado. El grupo de jóvenes mexiquenses testifica que, efectivamente, Peña Nieto no hizo nada concreto por tomar medidas alternativas en su estado y, si no pudo con el ejercicio estatal, ¿cómo va a poder con el nacional? Esta pregunta es válida, más allá del partido al que pertenezca.



Lo que esta mirada más realista de las y los mexicanos en el éxodo debido a la violencia nos muestra, es que ciertos cárteles han consolidado su poder político y social basados en tres aspectos que antiguamente eran monopolio del Estado: una economía sostenida, aplicación de la justicia a modo y castigo para quienes rompan sus reglas. Los gobernadores (de todos los partidos) se han dedicado a esquilmar las arcas para comprar votos y luego arrebatarnos nuestras libertades mintiendo y creando políticas de seguridad y espionaje inservibles.

En cambio, los cárteles han creado verdaderos cotos de gobiernos regionales que toman todo tipo de decisiones, cooptan jueces, controlan cuerpos policíacos, intervienen líneas de denuncia de PGR, asesinan y amenazan periodistas y, poco a poco, se apropian de la economía local a través de la compra forzada o el despojo. “La guerra no es contra las drogas”, me dice Armando de 21 años, emigrado en Chicago, quien perdió a sus hermanos en Tamaulipas. “Es por el poder para robar y controlarnos”.

Les escucho y pienso, ahora más que nunca, que la respuesta por el momento está en el trabajo de las organizaciones no gubernamentales que piensan fuera del paradigma tradicional para construir la paz. La educación, cultura, protección comunitaria, así como la protección y defensa real de víctimas están en manos de las asociaciones civiles. A ellas hay que unirse, porque los partidos, todos, medran con el miedo y el sentido de desamparo y han demostrado su incapacidad para protegernos. Tenemos que reinventar los modelos de ejercicio de poder con y para esta nueva generación de adultos jóvenes; reivindicar su derecho a rebelarse ante la injusticia y la mentira oficializada, no hay otra salida en este espiral de corrupción y farsa política. De otra manera el desgaste puede llevarnos a que se reproduzca otra generación de cínicos oportunistas promotores de la pobreza económica y moral, como la que nos ha traído hasta aquí.


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